18.9.08

Clasificación de los contratos según Josserand

Necesidad de las clasificaciones
. Las clasificaciones son necesarias, en primer lugar, porque las reglas a aplicar varían según el tipo de la operación, y en segundo lugar, por la infinita variedad de los contratos que es por sí misma consecuencia del gran principio de la libertad contractual; desde el momento que el legislador da carta blanca a los interesados para el ordenamiento de sus acuerdos, los contratos son susceptibles de revestir los aspectos más diversos y el intérprete tiene que renunciar a establecer una lista ne varietur, como se hacía antes en Roma, como lo hace todavía en nuestros días la legislación de los Soviets ([1]); tiene que contentarse con poner en orden esta multitud y proceder por vía de clasificación.

Diferentes clasificaciones. Son numerosas las clasificaciones por la razón de que también son múltiples los puntos de vista en que puede uno colocarse para trazarlas.
Hay algunas a las que sólo dedicaremos unas palabras, porque están caducadas, son inexactas o carecen de gran interés.
1º Se distinguían, en Roma, los contratos de buena fe y los contratos de derecho estricto. En derecho moderno, la regla es que todas las convenciones deben ser interpretadas y ejecutadas de buena fe (arts. 1134, § 3º; 1135, 1156 y sigtes.; véanse los ns. 244, 238 y sigtes). Sin embargo, es preciso hacer reservas en lo referente al contrato de seguros (véase Nº 1380 b), así como también respecto al contrato de empresa a precio alzado (véase nº 1302), que comportan una interpretación estricta y una aplicación literal. 2º Contratos nominados y contratos innominados. Los primeros son aquellos a los que el uso o la ciencia o la ley han dado un nombre y que presentan por ello una individualidad claramente acusada; la venta, el arrendamiento, el mandato y otras operaciones reglamentadas y, por así decirlo, confeccionadas por la ley; los segundos son los acuerdos que, menos prácticos, no han sido individualizados y no han recibido nombres especiales. Son creación de las partes contratantes, que los han hecho en cierto modo a medida y de acuerdo con su voluntad particular. Esta distinción no presenta ya el interés capital que ofrecía en Roma, cuando la voluntad de las partes no surtía efecto sino a condición de ser vaciada en un molde determinado. Todo lo que se puede decir, bajo nuestro régimen de libertad contractual, es que los contratos innominados, no estando descritos por l ley, son gobernados: a), por las reglas generales, aplicables a todos los contratos (art. 1107, § 1º); b), por la voluntad de las partes, en la medida en que ésta se afirma; c), subsidiariamente, por las reglas aplicables al contrato nominado más próximo. 3º Se ha querido distinguir entre contratos principales y contratos accesorios, bastándose a sí mismos y existiendo separados los primeros, injertándose los otros en una operación preexistente (contratos de caución, de hipoteca).
Pero, en realidad, estos supuestos contratos accesorios pueden existir independientemente de todo contrato preexistente: se puede caucionar una obligación nacida de un delito; son, sin duda, un accesorio, pero una obligación, no de un contrato.
4º Se oponen los contratos de adquisición a los contratos de garantía: los primeros son aquellos que hacen entrar en nuestro patrimonio un valor nuevo, con o sin contrapartida: venta, permuta, donación; los segundos garantizan un elemento de nuestro patrimonio y hacen obra de consolidación: caución, contrato hipotecario.

Clasificaciones esenciales. Las principales clasificaciones son las siguientes:
1º Contratos sinalagmáticos y contratos unilaterales;
2º Contratos a título oneroso y contratos a título gratuito;
3º Contratos de igual a igual (paritarios) y contratos de adhesión (*);
4º Contratos sucesivos y contratos de ejecución en un solo acto;
5º Contratos individuales y contratos colectivos;
6º Contratos consensuales y contratos formales.
Esta enumeración dista mucho de ser completa y no presenta ningún carácter limitativo. Si nos colocamos en otros puntos de vista, observaremos que ciertos contratos tienen, con relación a los demás, el carácter de antecontratos (promesas de préstamo, de venta, de hipoteca, con relación a los contratos de préstamo, de venta, de hipoteca); que el acuerdo se realiza a veces entre presentes y a veces entre ausentes (véanse ns. 51 y sigtes.) ; que la convención se realiza frecuentemente en consideración a la personalidad de una de las partes o de ambas (intuitu personae: donación, mandato, etc.), mientras que ocurre a veces que esta personalidad no desempeña, o poco menos, ningún papel (venta al contado, ajuste de un obrero, de un peón del campo) (véanse ns. 74 y sigtes.).

Contratos sinalagmáticos y contratos unilaterales. (Arts. 1102 y 1103). Resulta de las definiciones dadas por estos dos textos que el contrato sinalagmático o bilateral, se caracteriza por la reciprocidad de los compromisos que de él se desprenden, por desempeñar cada una de las ([2]) partes el doble papel de acreedor y de deudor. Así, en la venta, el vendedor es deudor de la cosa vendida y acreedor del precio, mientras que el comprador es deudor del precio y acreedor de la cosa. Existe, por consiguiente, una cierta maraña de relaciones obligatorias que parten de dos puntos opuestos para entrecruzarse y llegar igualmente a los dos polos de la operación.
Por el contrario, el contrato unilateral (que no ha de confundirse con el acto de formación unilateral, obra de un voluntad única) no establece obligaciones más que por un lado, sin reciprocidad. No es que produzca una sola obligación, pues puede engendrar varias y muy numerosas, sino que todas serán del mismo lado: quien es acreedor no es deudor; quien es deudor no es acreedor. Por tal razón, en el préstamo, el prestamista es acreedor de la restitución de la suma prestada, mientras que el prestatario es deudor de dicha suma.
La venta, la permuta, el alquiler de cosas o de servicios, el mandato retribuido, la sociedad, la suscripción a un empréstito ([3]), son contratos sinalagmáticos; el préstamo, la donación, el depósito son, en principio, contratos unilaterales.

Interés de la distinción. La distinción es fértil en aspectos interesantes de la mayor importancia.
1º En primer lugar un interés de forma relativo a la prueba de los contratos: cuando la operación está comprobada por documento privado, la redacción de este escrito, en su condición de instrumento de prueba, está sometida a reglas diferentes según el carácter del contrato: la formalidad del original múltiple sólo se exige para los contratos sinalagmáticos, pues es necesario, en efecto, que cada uno de los acreedores posea la prueba de su derecho, ya que, de no ser así, se rompería la igualdad entre las partes. Ahora bien, en los contratos sinalagmáticos, cada una de las partes tiene la condición de acreedor: será preciso pues que se extiendan tantos ejemplares cuantas sean las partes que en él intervienen; pero, en los contratos unilaterales, no ocurre lo mismo: el que es deudor no es acreedor; el acreedor únicamente tiene interés en estar provisto de un título escrito; bastará pues que se le entregue un ejemplar único, que, en compensación, deberá estar revestido, además de la firma del deudor, de un “visto bueno” o de un “aprobado”, menciones que no son obligatorias cuando el contrato es sinalagmático (véanse los ns. 173 y sigtes.).

2º Interés fiscal. Los actos escritos redactados para comprobar la formalización de un contrato sinalagmático, un arrendamiento, por ejemplo, están invariablemente sometidos a la formalidad del registro. No ocurre lo mismo, en principio, con los actos en que consta la formalización de un contrato unilateral, cuyo registro no es necesario hasta que son utilizados en justicia o en un acto notarial.

3º Pero los intereses esenciales son, sobre todo, los de fondo: se relacionan con la ejecución, o más bien con la inejecución del contrato.
La ejecución de un contrato unilateral es cosa bastante sencilla, porque una de las partes debe, mientras que la otra es acreedora; hay en ellos un deudor a quien será demandada la ejecución y un acreedor que perseguirá dicha ejecución.
En el contrato sinalagmático, la situación es mucho más compleja, por razón de la reciprocidad de los compromisos asumidos: el incumplimiento de una de las partes suscita una grave cuestión. ¿Cuáles serán entonces los derechos de la otra parte? Si, por ejemplo, el comprador no paga el precio, ¿podrá el vendedor rehusarle la entrega de la cosa? Y, si ya la ha entregado, ¿no podrá exigir la restitución?
Se trata, en suma, de saber en qué medida las obligaciones procedentes de una misma operación sinalagmática dependen entre sí, en cuanto a su existencia y en cuanto a su ejecución: se plantea el problema de su interdependencia en términos generales y se resuelve conforme a la idea de que, en los contratos de este género, las obligaciones de las partes hacen de causa recíprocamente (véase nº 129; sería injusto que uno de los contratantes obtuviese satisfacción y el otro no; la ejecución puramente unilateral de un contrato sinalagmático constituiría una injusticia, un contrasentido, porque implicaría una ruptura de equilibrio inconciliable con la economía y el espíritu de la obligación.
En consecuencia:
a) Si una de las partes ejecuta sus obligaciones y la otra se desentiende de las suyas, la primera puede demandar la resolución del contrato, que restablecerá el equilibrio en la nada, por retorno al statu quo ante (véanse ns. 374 y sigtes.);

b) Si una de las partes pide a la otra que ejecute sus obligaciones, debe, al mismo tiempo, ofrecer el cumplimiento de las suyas; de no ser así, su contradictor se negará a la ejecución oponiendo la excepción llamada non adimpleti contractus; dirá: “toma y daca; ejecutad por vuestra parte y yo suministraré la prestación que me podéis exigir”. Si no se le da satisfacción, retendrá dicha prestación; por ejemplo, si es vendedor, rehusará la entrega de la cosa mientras el comprador no se ofrezca el precio; hará uso de esa manera del derecho de retención, del que la excepción non adimpleti contractus no es otra cosa que la realización en el orden contractual (véanse los ns. 384 y 1465).

c) Como habremos ce verlo, el problema llamado de los riesgos no se plantea más que en los contratos sinalagmáticos. Supongamos que la cosa debida, que es, por hipótesis, un cuerpo cierto, perece por caso de fuerza mayor antes de que el deudor la haya entregado al acreedor; este acontecimiento lo libera por imposibilidad de ejecución: nadie está obligado a lo imposible. Su obligación queda, pues, extinguida; pero queda por saber, por lo menos en cuanto la tal obligación se deducía de un contrato sinalagmático, qué ocurre con la obligación correspondiente que incumbía al acreedor de la prestación ahora imposible. ¿Qué dará extinguida por contragolpe o sobrevivirá aisladamente? El problema así formulado es el de los riesgos, completamente extraño a los contratos unilaterales y que será examinado más adelante (véase nº 366).

Contratos sinalagmáticos imperfectos. Las diferencias que separan entre sí a los contratos sinalagmáticos y a los contratos unilaterales, son bastante numerosas y bastante marcadas para que importe fijar con justaza los términos de la clasificación. La cuestión se plantea para toda una categoría de operaciones calificadas de contratos sinalagmáticos imperfectos; son aquellos que, aun cuando no engendran por sí mismos obligaciones más que de un solo lado, pueden, sin embargo, ser fuerte indirecta y ocasión de obligaciones que nazcan ulterior y consecuentemente por el otro lado, a cargo de la otra parte. De acuerdo con esto, el depósito no establece compromisos iniciales sino a cargo del depositario únicamente, obligado a restituir al primer requerimiento la cosa que le fuera confiada; sin embargo, puede ocurrir que este depositario desembolse dinero en interés del depositante y con ocasión del depósito, a fin de conservar la cosa. Lo vemos, pues, convertido por ellos a su vez en acreedor del depositante, a consecuencia y con ocasión del depósito. La misma situación puede reproducirse en cuanto al comodato y en cuanto a la prenda. ¿Convendrá, pues, tratar estas operaciones como verdaderos contrato sinalagmáticos?.
Desde hace mucho tiempo, la cuestión no se discute; puede decirse que no existe ya. El derecho ha repudiado, en este punto, la concepción romana que trataba estos contratos como operaciones sinalagmáticas; los autores están conformes en ver en ellos contratos unilaterales. Y con mucha razón, porque las dos series de obligaciones nacen allí sucesivamente, ya que no pueden ser consideradas como sirviéndose entre sí de contrapartida, de contrapeso. No se puede decir que el depositario se comprometa a restituir la cosa porque el depositante se haya comprometido, por su parte, a indemnizarlo ocasionalmente por sus desembolsos; ambas obligaciones no funcionan recíprocamente como causa. Si el depositante se constituido deudor del depositario, no lo ha hecho a título de contratante, no lo ha hecho en virtud del contrato, sino por razón de un hecho ulterior; ahora bien, según los términos mismos del artículo 1102, el contrato no es sinalagmático más que cuando los contratantes se obligan recíprocamente los unos respecto a los otros (cfr. Los arts. 5º y 6º del proyecto del Código de las obligaciones franco-italiano).
Los contratos llamados sinalagmáticos imperfectos son, pues, verdaderos contratos unilaterales: las consecuencias de este principio se deducen por sí mismas, en función de los intereses que presenta la clasificación (véase nº 22).

Observación. Un contrato naturalmente unilateral puede convertirse en sinalagmático por razón de las cláusulas que en él se inserten por las partes. Así ocurre que la donación con cargas impone obligaciones al donatario y responde de esa manera a la definición del artículo 1102; lo mismo ocurre también con el depósito y con el mandato, cuando se fija una retribución al depositario o al mandatario.
Por otra parte, se ha presentado una tesis según la cual la distinción de los contratos en sinalagmáticos y unilaterales puede revestir mayor flexibilidad, por razón de que la ejecución del acuerdo por una de las partes que cumple una determinada obligación es susceptible de hacer pasar la operación de una categoría a la otra, aun cuando no existiera contrato sinalagmático o unilateral por naturaleza y a título definitivo[4]. Es sin duda interesante la idea de un contrato evolutivo, con transformaciones; pero derrumba una construcción jurídica que ha sufrido la prueba de los siglos y de las legislaciones y que descansa en datos a la vez racionales, seguros y equitativos.

Contratos a título oneroso y contratos a título gratuito. Los artículos 1105 y 1106 dan de estos tipos de contratos definiciones que suscitan críticas, sobre todo la que se formula en el artículo 1106. de creer a este último texto, si verdaderamente el contrato a título oneroso fuera el que “constriñe a cada una de las partes a dar o a hacer alguna cosa”, esta segunda clasificación coincidiría con la precedente, pues los contratos a título oneroso corresponderían exactamente a las operaciones sinalagmáticas, al paso que, por el contrario, los contratos a título gratuito se confundirían con los contratos unilaterales. Ahora bien, esto no es así, pues, por una parte, hay contratos a título oneroso que son, no obstante, unilaterales: así ocurre con el préstamo a interés; y, por otra parte, una liberalidad, como ya lo hemos hecho observar, puede estar concebida de modo bilateral: así ocurre en el caso de la donación con cargas.
Es preciso, pues, reconocer la independencia de las dos clasificaciones y es urgente trazar la línea de separación entre los contratos a título gratuito (o contratos de beneficencia, art. 1105) y los actos a título oneroso. La tarea, que es de la competencia exclusiva de los jueces del fondo, cuya decisión escapa, en este punto, al control de la Corte de Casación (véase t. III, nº 1253), es difícil, pues el título gratuito y el título oneroso son nociones a la vez complejas y relativas, ya que un mismo acto se presenta como gratuito u oneroso según las cláusulas que lo acompañen, según que se le considere en cuanto a la forma o en cuanto al fondo y que se trate de oponerlo a esta o a la otra categoría de personas, y aun también en función de la intención de las partes, que pueden a veces imprimirle, sin modificar una sola de sus cláusulas, el sello de título oneroso o bien el de título gratuito.
1º Es que, en efecto, el acto a título gratuito es, por definición misma, una liberalidad o beneficio; ahora bien, no se concibe liberalidad sin intención liberal; es preciso, pues, para que un acto sea a título gratuito, que proceda de una intención de beneficencia, del animus donanti[5].
2º A esta primera condición, que es dominante, viene a añadirse una segunda: la intención liberal no debe permanecer en estado abstracto y teórico; no bastaría que las partes decoraran un contrato con el nombre de donación para que existiese verdaderamente donación; es preciso además que se rinda efectivamente un servicio, un beneficio por uno de los contratantes al otro; no depende de ellos el cambiar el contenido del frasco poniéndole un rótulo mentiroso o inexacto. Vemos aparecer aquí el criterio económico que, aun cuando relegado al segundo plano por el criterio psicológico señalado en primer lugar, no deja de presentar verdadera importancia.
El acto que responde a esta doble condición es un acto a título gratuito; de no ser así, se ha de considerar como oneroso; venta, permuta, alquiler, sociedad, transacción, contratos aleatorios (véase nº 1379), etc.[6].

Subdistinciones. Los dos términos de la distinción distan mucho, por otra parte, de ser simples, presentando una gran complejidad.
1º Los contratos a título gratuito se subdividen en gran número de tipos, el más importante y más conocido de los cuales es la donación entre vivos, la cual implica un empobrecimiento del donador y un enriquecimiento correlativo del donatario, y, por consiguiente, una transferencia de valores de un patrimonio al otro. Pero son numerosos los actos de beneficencia que no responden a esta definición: comodato, préstamo de consumo sin interés, caución, depósito gratuito; se ve perfectamente, aquí también, un servicio prestado sin retribución, sin contrapartida y con espíritu de beneficencia, y por esta razón, el acto está constituido en el tipo gratuito; pero, por otra parte, no supone disminución en el patrimonio del bienhechor, que no se empobrece verdaderamente, sino que se limita a prestar sus buenos oficios, y por ello el acto no constituye una donación.

2º Los actos a título oneroso se presentan también bajo aspectos muy diversos, pudiendo, sobre todo, ser conmutativos o aleatorios; conmutativos sí, como ocurre ordinariamente, el valor de las prestaciones está fijado definitivamente desde el día del contrato, de manera firme, en forma que se adviertan inmediatamente las ventajas que cada una de las partes saca de la operación y los sacrificios que acepta en compensación; aleatorios, cuando las prestaciones o la prestación debida por uno de los contratantes son susceptibles de ser evaluadas previamente y dependen del azar, de suerte que cada una de las partes tenga probabilidades de ganancia o de pérdida y se encuentre expuesta a lo aleatorio (art. 1964).
La venta mediante precio firme es un contrato conmutativo; sí, por el contrario, afecta el precio la forma de una renta vitalicia que el comprador tiene que pagar al vendedor hasta su muerte, la operación se convierte en aleatoria: los resultados de ella están subordinados a la longevidad del rentista, es decir, a un acontecimiento futuro e incierto que imprime al contrato carácter aleatorio. Lo mismo, el juego, la apuesta, el seguro, la cláusula de acrecentamiento, entre los adquirentes de un inmueble ([7]), son contratos aleatorios.
El interés de esta subdivisión consiste en que, por regla general, los contratos aleatorios son refractarios a la rescisión por causa de lesión; como cada una de las partes acepta el probar su suerte, ninguna de ellas, ocurra lo que ocurra, puede sentirse lesionada. Sin embargo, veremos que no ocurriría lo mismo si la operación estuviese concebida de tal modo que las probabilidades no se equilibraran y de todas maneras debiera considerarse como lesivo para una de las partes (véanse ns. 1052 y 1384).

Interés de la distinción entre los actos a título gratuito y los actos a título oneroso.- Este interés presenta aspectos tan numerosos, que es imposible hacer su enumeración, ni siquiera incompleta. Los iremos tratando cuando llegue la ocasión, al ir encontrándonos con ellos al adelantar en nuestro camino.
Por el momento, nos conformamos con enunciar las ideas directivas a las cuales se reducen la mayor parte.
1º En los contratos de beneficencia, la personalidad de las parte, desempeña, con la mayor frecuencia, pero no siempre, un papel esencial; no se hace un regalo, no se presta indiferentemente un servicio que revista forma jurídica al primero que llega: la donación, sobre todo, se hace intuitu personae. En los actos a título oneroso, también, el intuitus personae juega con frecuencia, bien que no siempre, un papel igualmente importante. Es cierto que se dirige uno a determinado arquitecto, a determinado pintor, a este abogado o al otro médico, y aun a tal empleado o a tal industrial, con preferencia a otro u otros; la oposición no debe, pues, ser forzada, desde este punto de vista, entre ambos títulos, sino que es preciso reconocer solamente que ciertos contratos a título oneroso se forman fuera de toda consideración personal: compras menudas, ajuste de obreros, etc., el contratante se convierte entonces en un simple número intercambiable.
2º El que se compromete desinteresadamente y hace el papel de bienhechor, es más interesante que aquel que pone en práctica la divisa: nada por nada. Tendremos, pues, que ser menos exigentes con respecto a él; su responsabilidad se comprometerá con mayor dificultad (véanse los ns. 1365 1411) ([8]).

Contratos paritarios (de igual a igual) y contratos de adhesión. – En el tipo tradicional y clásico del contrato, se pesan, discuten y establecen en el momento del trato las cláusulas y las condiciones, y a esta tarea ambas partes cooperan igual y libremente. Este tipo no ha desaparecido completamente; lo volvemos a encontrar en la venta de inmuebles, en la venta de géneros en un mercado. Se entabla una discusión, más o menos larga, más o menos animada; se disputa palmo a palmo el terreno; es posible un regateo; las cosas se hacen con igualdad; no parece que una de las partes imponga su ley a la otra; el contrato es verdaderamente la obra de dos voluntades; se prepara y se termina de igual a igual; se podría calificar de contrato paritario.

Al lado de este tipo venerable de contrato, en que triunfa la autonomía de la voluntad, ha hecho su aparición en el siglo último, y ha tenido una rápida fortuna, otro contrato que excluye toda discusión, todo regateo entre las partes. Se presenta por una de ellas un proyecto de convención; se ofrece este hecho al público, al primero que llega; cualquiera puede acogerse a él, pero con la condición de aceptarlo tal cual es: tomarlo o dejarlo. Pertenecen a esta categoría la inmensa mayoría de los contratos de transporte: no se discute el precio de una expedición de mercancías o de un billete de ferrocarril; los contratos de seguros, las compras efectuadas en grandes almacenes que tienen precios fijos, establecidos ne varietur; las diferentes empresas, administraciones de ferrocarriles, compañías de seguros, grandes almacenes, están en condiciones de ofertas permanentes e irreductibles al público, al que presentan clisés definitivos: la técnica de la formación del contrato se encuentra de ese modo gravemente modificada([9]).
En estas condiciones, no es igual la situación entre las partes que desempeñan papeles de importancia desigual; una de ellas hace un reglamento, una redacción por anticipado, emite una tarifa, mientras que la otra se limita a acogerse a ella, a aceptar sus disposiciones sin tener la posibilidad de discutirlas; se limita a dar su adhesión; de ahí el nombre de contratos de adhesión, o, más correctamente, contratos por adhesión. La desproporción de los papeles es tal, que uno se pregunta si habrá verdaderamente contrato y se llega a negar que sea así. El pretendido contrato de adhesión, “pura apariencia”, cuyo “contenido reglamentario riñe con su envoltura”, no sería para algunos más que un acto unilateral, porque una de las partes, al emitir una “voluntad reglamentaria”, impone su decisión a la otra, y ésta no desempeña en la operación más que un papel casi pasivo ([10]).

Esta concepción es generalmente rechazada: los contratos de adhesión son verdaderos contratos; la ley no exige, en ninguna parte, que el acuerdo contractual vaya precedido de una libre discusión, de largos tratos; sobre todo, ningún texto exige que las dos partes tengan una intervención igual en la génesis del contrato; todo lo que se pide es que ambos interesados consientan, que exista acuerdo entre ellos al objeto de hacer nacer las obligaciones (art. 1101); poco importa que el terreno para el arreglo haya sido o no preparado por uno de ellos, pues hemos de cuidarnos de confundir los tratos previos con el contrato. No estamos ya en el tiempo en que la estipulación romana reinaba soberanamente. Ni la igualdad económica ni la igualdad verbal son condiciones para la validez de los contratos, bastando para dicha validez la igualdad jurídica.
La prueba la tenemos en que la donación, que es, de hecho, obra exclusiva del donador y cuyas condiciones no podría discutir el beneficiado, es, no obstante, un contrato, según opinión unánime([11]).

Interés de la distinción. No se puede decir que no sea interesante el distinguir entre contratos de igual a igual y contratos de adhesión: 1º las cláusulas de estos últimos no se imponen con la misma evidencia que las de los primeros, pues, con gran frecuencia, están como ahogadas en un reglamento del que el cliente de la empresa – viajero, asegurado, obrero, empleado – no ha tenido efectivamente conocimiento alguno y ha aceptado confiadamente a ojos cerrados. En estas condiciones, corresponde al juez averiguar si esta o la otra cláusula litigiosa ha sido verdaderamente aceptada por las partes o si su inserción en el reglamento compacto y misterioso, en una maraña tipográfica de lectura difícil, no constituye un cepo para cada uno de ellos. En esta última eventualidad, estimamos que el tribunal tiene el poder de descartar la autoridad de dichas cláusulas, sobre todo si no se armonizan con las cláusulas esenciales que constituyen la trama misma de la operación y que han sido conocidas por los interesados y aceptadas, por ellos ([12]).
En lo que concierne al contrato de seguro, la ley ha tomado precauciones a favor del suscritor ([13]). 2º La interpretación de las cláusulas de un contrato de adhesión no obedece necesariamente a las reglas que el legislador ha trazado para la interpretación de los contratos en general; sobre todo, parece difícil y sería poco equitativo aplicar aquí el artículo 1162, según el cual, en la duda, la convención oscura se interpreta en contra del acreedor y a favor del deudor; parece más justo hacer soportar las consecuencias de la ambigüedad de la cláusula al que es su autor, al redactor del documento (véase nº 241 ([14]).

Contratos sucesivos o más bien de ejecución sucesiva y contratos de ejecución instantánea. – Los contratos de la primera categoría se ejecutan por medio de prestaciones sucesivas y continuas, mientras que los de la segunda, los más frecuentes, se realizan de una vez, globalmente. El arrendamiento, el contrato de trabajo, el contrato de seguro, la cuenta corriente, el mercado de suministros (concesiones de alumbrado, de distribución de agua, etc.), son de la primera especie; la venta al contado, o a término si el precio es pagadero en su totalidad de una sola vez, entra en la segunda especie: mientras que la ejecución de un arrendamiento de cosas o de servicios, de un seguro, de una cuenta corrientes, etc., es, por así decirlo, una creación continua, la de una venta al contado se liquida de un solo golpe.
Esta clasificación presenta diversos aspectos interesantes que aparecerán mejor a continuación.
1º En el caso en que, en un contrato sinalagmático, una de las partes falte a su compromiso, la otra puede pedir la disolución del contrato (véanse nº 23 y nº 374); ahora bien, mientras que, en los contratos de ejecución instantánea, esta disolución es retroactiva, ocurre algo muy distinto, a nuestro juicio, en las convenciones de ejecución sucesiva; no se trata ya de resolución, sino solamente de invalidación; por ejemplo, el arrendamiento no desaparece más que para el porvenir, sin efecto retroactivo (véanse los ns. 394 y 1238).
2º La cuestión de los riesgos tiene distinto desenlace según que el contrato sea de ejecución instantánea o sucesiva: en esta última eventualidad, la imposibilidad de ejecución, al liberar a una de las partes, libera por la misma razón necesariamente a la otra u otras, porque las obligaciones recíprocas se sirven de réplica en todo momento; nacen a cada instante y la ley de la causalidad funciona permanentemente. Por ello, el arrendamiento no sobrevive a la pérdida de la cosa; no podemos imaginarnos el goce de una casa que no existe ya (véase nº 1239). Pero en los contratos sinalagmáticos de ejecución instantánea, la cuestión de los riesgos no se resuelve tan sencillamente, tan rudamente, sino que han de establecerse distinciones y ocurre que una de las partes queda liberada mientras que la otra continúa obligada (véanse los ns. 366 y sigtes.).
3º Cuando la ejecución de un contrato se escalona en el tiempo, los cambios sobrevenidos en l orden económico rompen el equilibrio previsto y establecido por las partes en cuanto a sus prestaciones respectivas; puede entonces plantearse la cuestión de saber si ese desequilibrio económico no debe llevar consigo la revisión, la modificación del contrato (véase nº 404); este problema resulta evidentemente extraño a los acuerdos que se ejecutan inmediata e instantáneamente.
4º El requerimiento del deudor es inútil cuando la inejecutada es una obligación continua (véase nº 621).

Contratos individuales y contratos colectivos. – La determinación de la configuración jurídica del contrato colectivo, creación del derecho moderno, presenta serias dificultades.
Ciertamente, un contrato no se convierte en colectivo por la sola razón de que intervengan en él un gran número de individuos; continúa siendo individual, por muy plural que sea el número de las partes, desde el momento en que cada una de ellas deba dar su consentimiento para quedar obligada: una venta consentida por varios copropietarios, una partición entre herederos, son, incontestablemente, dos contratos individuales y plurales.

Además, un contrato no se convierte necesariamente en colectivo por la única razón de responder a intereses colectivos y de ser obra de una colectividad; es preciso tener en cuenta el poder de unificación del concepto de la personalidad moral: la convención celebrada entre dos asociaciones, dos sociedades, dos municipios o dos Estados, es una convención individual celebrada entre dos personas morales; los que la firman, obran como representantes, regularmente apoderados y calificados para ello.

Para que la operación se convierta verdaderamente en colectiva, es preciso que ligue a una colectividad, abstracción hecha del consentimiento individual – dado directamente o por procurador – de cada uno de los miembros de esta colectividad; solamente en este caso, se ve que una voluntad colectiva contrarresta y ahoga las voluntades individuales, que no están obedecidas: los interesados que hayan dicho no o que nada hayan dicho, se encuentran en la misma situación que si hubieran dicho sí; quedan ligados a su pesar y sin su intervención.
1º Las asociaciones sindicales de propietarios de bienes raíces pueden constituirse, al objeto de realizar trabajos de utilidad común, sin la unanimidad de los interesados: aquí, la ley se contenta con la voluntad emitida por cierta mayoría; los opositores, mal que les pese, quedan implicados en la asociación y en los trabajos que realiza ([15]).
2º La convención colectiva de trabajo es un arreglo hecho entre representantes de intereses patronales y representantes de intereses obreros, para determinar las condiciones del trabajo (importe del salario, duración y reparto del trabajo, etc.); esta convención contiene un reglamento, una ley corporativa, sobre la cual deberán estar modelados los contratos individuales de trabajo, bajo pena de ciertas sanciones, sobre todo la de nulidad de los contratos irregulares, no conformes al tipo colectivo.
Ahora bien, este tipo colectivo se impone, no sólo a quienes firmaron la carta constitutita, no sólo a cuantos formaban parte de las organizaciones, de las agrupaciones, en el momento de la firma del protocolo colectivo, sino también a los miembros de la agrupación adhirieron después a este protocolo, como a los de los sindicatos profesionales que entraran ulteriormente en las agrupaciones entre las cuales se celebró el acuerdo ([16]). Resulta de estos textos sobre todo del art. 31 k, que la convención de trabajo se impone también a quien no tomó parte en ella; especie de ley contractual al mismo tiempo que de antecontrato, liga las voluntades que no se adhirieron a ella de ninguna manera; es una convención colectiva, y también, en nuestra opinión, un contrato colectivo, porque hace nacer obligaciones a cargo de los patronos y de los obreros a quienes se aplica, pero su alcance es particularmente intenso, y ha sido aumentada en notables proporciones en virtud de la ley de 24 de junio de 1936 y la de 23 de diciembre de 1946. la Convención colectiva que debe ser aprobada por los Poderes Públicos rige inmediatamente a la hora actual todas las empresas de la profesión. Es directamente general, mientras que en el sistema anterior, no se extendía normalmente al conjunto de los miembros de la profesión. Las voluntades individuales están aquí ostensiblemente encadenadas, a la vez y en primer lugar por las voluntades colectivas, después, además, por la autoridad gubernamental; su autonomía de otros tiempos ya no es más que un recuerdo; ha quedado reemplazada por una doble servidumbre ([17]).
Contratos consensuales y contratos formales. – En principio, los contratos se perfeccionan por el acuerdo de las voluntades y prescindiendo de toda exigencia de forma. Nuestro derecho francés no es un derecho formalista. Salvo las dificultades de prueba, una venta verbal tiene el mismo valor que una venta celebrada ante notario.

Excepcionalmente, la ley somete ciertos contratos a la observación de formas determinadas:
1º A veces, el acuerdo de las partes debe revestir la forma notarial; se dice entonces que el contrato es solemne; entran en esta categoría, por ejemplo, la donación entre vivos (art. 931); el contrato de matrimonio (art. 1394, § 1º) y el contrato hipotecario (art. 2127).
2º En otros casos, exige la ley y considera suficiente la redacción de un escrito o documento privado (venta de un navío, de un barco de navegación interior, de una aeronave, etc. (véase el nº 152 bis).

3º Ciertos contratos no existen sino cuando se ha efectuado la tradición, la entrega de la cosa entre las partes; así ocurre con el préstamo de consumo, préstamo de uso, depósito y prenda. Siendo esta exigencia, como veremos, puramente arbitraria, ya que nada se opondría racionalmente a que tales acuerdos se perfeccionaran por el solo cambio de consentimientos, se debe considerar que estos contratos están sometidos a condiciones particulares de forma que entran en la familia de los contratos formales (véase nº 154).


[1] Véase la comunicación del barón NOLDE, a la Sociedad de legislación comparada, en el Boletín de esta sociedad, 1923, pág. 231.
[2] (*) Nos parece que la traducción de igual a igual es la que más exactamente refleja la expresión usada por el autor “de gré a gré”. Pero creemos que no hay inconveniente en utilizar la denominación que más adelante, en el nº 32, emplea el propio autor, de contratos paritarios, sin que este término exprese con exactitud la naturaleza de estos contratos, frente a los de adhesión para marcar esa contraposición, encontramos en un autor italiano (MESSINEO, Dottrina generale del contratto, 3ª ed., Milano, 1948, Cap. VIII, ns. 14 y 15), la denominación de contratos paritéticos. No hay entre ambas voces una diferencia apreciable, y sí sólo de construcción por su origen latino y griego respectivamente.
[3] Tribunal civil, Sena, 17 de octubre de 1928, D. P., 1929, 2, 141, con nota de SAVATIER.
[4] Sic, ROGER HOUIN, Tesis, 1937.
[5] POTHIER, Traité des obligations, nº 12.
[6] Véase, sobre estos diferentes puntos, L. JOSSERAND, Les mobiles, ns. 254 y sigtes., y en el t. III, los ns. 1253 y sigtes.
[7] Véase J. CHOL, tesis, Lyon, 1933.
[8] Cfr., en cuanto al depósito, los arts. 1927 y 1928-2º; en cuanto al mandato, art. 1992.
[9] Véase EDMOND SALLÉ, L’evolution technique du contrat, 1930.
[10] HAURIOU, Principes du droit public, pág. 206, Sic, DUGUIT, Traité de droit constitutionel, 3º ed., t. L, pág. 371; HAURIOU nota en S., 1908, 3, 17; cfr. SALEILLES, La declaration de volonté, art. 133, ns. 89 y 90.
[11] RIPERT, La regle morale, ns. 55 y sigtes.; PAUL ESMEIN, nº 122.
[12] París, 15 de marzo de 1922, Rev. Trim., 1922, pág 896; crf. Civ., 31 de julio de 1930, y la nota de F. GÉNY, S., 1931, 1, 281; Tribunal de paz de Burdeos, 19 de agosto de 1931, D. H., 1931, 584.
[13] Ley de 13 de junio de 1930, arts. 5§ 3º, 8 § 1º, 9, último apartado; véase el nº 1380 e.
[14] Sobre los contratos de adhesión, véase, además del libro citado de RIPERT, SALEILLES, La déclaration de volonté, art. 133, ns. 89 y 90; HAURIOU, Príncipes de droit public, 2º ed., pág. 206; DEREUX, De lìnterprétation des actes juridiques privés, y en la Rev. Irim, de 1910, pág. 503, De la nature juridique des contrats d` adhesión; L`évolution technique du contrat, págs. 35 y sigtes., y ls tesis de DOLLAT, 1905 y GOUNOT, 1909.
[15] Ley de 21 de junio de 1865, modificada por la ley del 22 de diciembre de 1888, art. 5; Ley de 5 de agosto de 1911; Decreto de 21 de diciembre de 1926; cfr., Ley de 22 de julio de 1912, sobre el saneamiento de caminos privados, art. 3; D. L, de 14 de junio de 1938, sobre el saneamiento de islotes insalubres, y sobre la reconstitución de la propiedad rural, el D. L., de 30 de octubre de 1935; véase también el t. I, nº 1441.
[16] Ley de 25 de marzo de 1919; 31 de diciembre de 1936; 4 de marzo de 1938 y Ley de 23 de diciembre de 1946; Código del trabajo, arts. 31 y 32 del Tít. II, lib. I.
[17] Contra el carácter contractual de las convenciones colectivas del trabajo, véase DUGUIT, ob. Cit., págs. 411 y sigtes. Cons. Las tesis de BARTHÉLEMY RAYNAUD, 1901; NAST, 1907; ROUAST, 1909; BRETHE, 1921.

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