HISTORIA TEMPRANA DEL CONTRATO DE
HENRI MAINE
Biblioteca Virtual Antorcha
Indice
Presentación, por Chantal López y Omar Cortés.
Introducción de J. H. Morgan.
Prefacio de Henry Maine.
Capítulo I Los códigos antiguos.
Capítulo II Ficciones legales.
Capítulo III Derecho natural y equidad.
Capítulo IV La historia moderna del derecho natural.
Capítulo V La sociedad primitiva y el derecho antiguo.
Capítulo VI La historia temprana de la sucesión testamentaria.
Capítulo VII Ideas antiguas y modernas sobre testamentos y sucesiones.
Capítulo VIII La historia temprana de la propiedad.
Capítulo IX La historia temprana del contrato.
Capítulo X La historia temprana del delito y el crimen.
PREFACIO
El objeto principal de las páginas siguientes es indicar algunas de las ideas primitivas de la humanidad, tal como se reflejan en el Derecho Antiguo, y señalar la relación de esas ideas con el pensamiento moderno. Buena parte de la investigación no hubiera podido ser llevada adelante, en la esperanza de obtener resultados útiles, si no hubiera existido un cuerpo legal, como el de los romanos, que guardaba en sus partes más tempranas las huellas de la más remota antigüedad y proporcionaba, mediante sus reglas posteriores, el elemento principal de las instituciones civiles por las que, todavía hoy, es controlada la sociedad. La necesidad de tomar el Derecho Romano como un sistema típico ha obligado al autor a sacar de él lo que puede parecer un número desproporcionado de ejemplos; sin embargo, no ha sido su intención el escribir un tratado de jurisprudencia romana, y ha tratado de evitar, en la medida de lo posible, toda discusión que pudiese dar tal apariencia a su trabajo. El espacio otorgado en los capítulos cuarto y quinto a ciertas teorías filosóficas de los jurisconsultos romanos ha sido adecuado por dos razones. En primer lugar, tales teorías, en opinión del autor, parecen haber tenido una influencia más amplia y permanente sobre el pensamiento y la acción del mundo de la que se supone. Segundo, se supone que son la fuente última de la mayoría de los puntos de vista que han prevalecido, hasta fecha reciente, sobre asuntos tratados en este volumen. Era imposible para el autor ir lejos en su labor sin dejar clara su opinión acerca del origen, significado y valor de aquellas especulaciones.
Londres, enero de 1881.
CAPÍTULO I
Los códigos antiguos
El más célebre sistema de jurisprudencia conocido en el mundo se inicia y termina en un código. Desde el principio hasta el final de su historia, los expositores del Derecho Romano emplearon consistentemente un lenguaje que implicaba que el cuerpo de su sistema descansaba en las Doce Tablas Decenvirales y, por tanto, sobre la base de un derecho escrito. Excepto en algún detalle, ninguna institución anterior a las Doce Tablas era reconocida en Roma. La descendencia teórica de la jurisprudencia romana de un código, y la atribución teórica del Derecho Inglés a una tradición oral inmemorial, fueron las principales razones por las que el desarrollo del primer sistema difirió del desarrollo del nuestro. Ninguna de las dos teorías se corresponde exactamente con los hechos pero cada una produjo consecuencias de suma importancia.
Huelga decir que la publicación de las Doce Tablas no marca la etapa más temprana en la que podría iniciarse la historia del derecho. El antiguo código romano pertenece a un tipo de trabajo legal que casi toda nación civilizada ha creado. Su difusión en los mundos helénico y romano fue muy amplia y en épocas no muy distantes entre sí. Los códigos hicieron su aparición en circunstancias muy similares y surgieron, que nosotros sepamos, por causas muy semejantes. Sin duda, muchos fenómenos jurídicos se esconden tras esos códigos y los precedieron en el tiempo. Existen no pocos datos documentales que pretenden darnos información sobre los antiguos fenómenos del derecho; pero, hasta que la filología no haya efectuado un análisis de la literatura sánscrita, nuestras mejores fuentes de conocimiento son los poemas homéricos, tomados, claro está, no como una historia de acontecimientos reales sino como una descripción, no totalmente idealizada, de un estado de la sociedad conocido por el escritor. Por mucho que la fantasía del poeta pueda haber exagerado ciertos rasgos de la sociedad heroica, la proeza de los guerreros y el poder de los dioses, no hay razón para creer que haya alterado las concepciones morales o metafísicas que todavía no eran objeto de observación consciente; y, en ese sentido, la literatura homérica es bastante más fidedigna que otros documentos relativamente más tardíos, pero que fueron recopilados bajo influencias filosóficas o teológicas. Si por algún procedimiento podemos llegar a determinar las primeras formas de las concepciones jurídicas, éstas nos serán inapreciables. Esas ideas rudimentarias son para el jurista lo que las capas primarias de la corteza terrestre son para el geólogo. Contienen, en potencia, todas las formas que el derecho ha adquirido posteriormente. La condición insatisfactoria en que se encuentra en la actualidad la ciencia de la jurisprudencia se debe a la prisa, el prejuicio y la superficialidad con que se ha emprendido el análisis de esas formas primitivas. Los estudios del jurista se realizan, de hecho, en una forma semejante al estudio de la física y la fisiología antes de que la observación hubiera sustituido a la suposición. Teorías, plausibles y comprensivas, pero absolutamente no comprobadas, tales como el Derecho Natural o el Pacto Social, gozan de una preferencia universal por encima de la investigación sobria acerca de la historia primitiva de la sociedad y del derecho y oscurecen la verdad no sólo desviando la atención del único lugar donde puede hallarse sino también por medio de esa tan real e importante influencia que, una vez abrigada y creída, puede ejercer sobre las etapas posteriores de la jurisprudencia.
Las primeras nociones relacionadas con la concepción, ya tan ampliamente desarrollada, de un derecho o regla de vida, son las que se encuentran en las palabras homéricas Temis o Temistes. Como es bien sabido, Temis aparece en el panteón griego tardío como la diosa de la Justicia; para entonces ésta ya es una idea moderna y bastante elaborada. En la Ilíada, sin embargo, Temis es descrita, en un sentido muy diferente, como la consejera de Zeus. Todos los observadores fidedignos de la condición primitiva de la humanidad tienen muy claro que, en la infancia de la raza, el hombre solamente se explicaba la acción sostenida o periódicamente recurrente asumiendo la existencia de un agente personal. Así, el viento que sopla era una persona y, naturalmente, una persona divina; el sol naciente, el cenit, y el sol poniente era una persona y, claro está, divina; la tierra que daba cosechas era igualmente una persona con atributos de dios. Lo que sucedía en el mundo físico, sucedía en el moral. Cuando un rey saldaba una disputa por medio de una sentencia, se asumía que el juicio era resultado de la inspiración divina. El agente divino que sugería las sentencias judiciales a reyes o a dioses era Temis. La peculiaridad de la concepción es resaltada por el uso del plural. Temistes o Temises, el plural de Temis, son las sentencias mismas, ordenadas divinamente al juez. Se habla de los reyes como si tuvieran un almacén de Temises a la mano para su utilización; pero debe entenderse claramente que no son leyes, sino sentencias. Zeus, o el rey humano en la tierra, dice Grote en su Historia de Grecia, no es un legislador, sino un juez. El posee Temises, pero, consecuentemente con la creencia de su emanación de arriba, no debe suponerse que éstas se relacionen con ciertos principios; son sentencias separadas y aisladas.
Podemos observar que estas ideas, incluso en los poemas homéricos, son transitorias. La paridad de circunstancias, probablemente, era más común en el sencillo mecanismo de la sociedad antigua que lo es ahora y, a medida que sucedían casos similares, es probable que las sentencias siguieran el ejemplo y se parecieran unas a otras. En este punto, nos hallamos frente al germen o rudimento de una costumbre, concepción posterior a la de Temistes o sentencias. Por muy inclinados que nos hallemos, a causa de nuestras asociaciones modernas, a formular a priori que la noción de una costumbre debe preceder a la de una sentencia judicial, y que un juicio debe reafirmar una costumbre o castigar su infracción, parece seguro que el orden histórico de las ideas es el que acabo de señalar. La palabra homérica para una costumbre -todavía en embrión- es a veces Temis en singular, más a menudo Dike, cuyo significado fluctúa entre un juicio, y una costumbre o uso. (Palabra en griego que nos resulta imposible transcribir.Nd.E.), una ley, término tan magno y famoso en el vocabulario político de Ia posterior sociedad griega, no se encuentra en Homero.
La noción de una agencia divina, implícita en las Temistes y personificada en Temis, debe mantenerse aparte de otras creencias primitivas con las que un investigador superficial podría confundirlas. La concepción de la deidad que dicta un código completo o cuerpo legal, como en el caso de las leyes hindúes de Menu, al parecer pertenecen a una gama de ideas más reciente y avanzada. Temis y Temistes están más cercanas a una creencia que persistió mucho tiempo y con gran tenacidad en la mente humana: la creencia en una influencia divina subyacente y sustentante de todas las relaciones humanas y de toda institución social. En el derecho antiguo, y entre los rudimentos del pensamientos político, encontramos síntomas de esta creencia por todas partes. Se supone que una presidencia sobrenatural consagra y aglutina todas las instituciones cardinales de aquellos tiempos: el Estado, la raza y la familia. Los hombres, agrupados en las diferentes relaciones que esas instituciones implican, están moralmente obligados a celebrar de manera periódica ritos colectivos y a ofrecer sacrificios comunes. De vez en cuando, el mismo deber es todavía más significativamente reconocido en las purificaciones y expiaciones que realizan y que parecen estar dirigidas a imponer un castigo por un desacato involuntario o negligente. Todo aquel que esté familiarizado con la literatura clásica normal recordará la sacra gentilicia, que ejerció una influencia tan importante sobre el primitivo derecho romano de adopciones y testamentos. Y, hasta la actualidad, el Derecho Consuetudinario hindú, en el que se encuentran estereotipados algunos de los rasgos más curiosos de la sociedad primitiva, hace depender casi todo el derecho de gentes y todas las reglas de sucesión de la debida solemnización de determinadas ceremonias en el funeral del difunto, esto es, cada vez que ocurre una escisión en la continuidad de la familia.
Antes de abandonar esta etapa de la jurisprudencia, puede ser útil el hacer una advertencia al estudiante inglés. Bentham, en su Fragment on Government, y Austin, en su Province of Jurisprudence Determined, reducen todo derecho a una orden del legislador, a una obligación, impuesta, por tanto, al ciudadano, y a una sanción amenazante en caso de desobediencia; y se afirma además de la orden, que es el primer elemento en una ley, que debe prescribir no un acto único sino una serie o varios actos del mismo tipo. Los resultados de esta separación de los ingredientes concuerdan exactamente con los hechos de la jurisprudencia madura; y, si forzamos un poco el lenguaje, se pueden hacer corresponder con toda ley, de todas clases, de todas las épocas. No se mantiene, sin embargo, que la noción de derecho defendida por la mayoría esté, incluso ahora, en conformidad con este análisis; y es curioso que, cuanto más penetramos en la historia primitiva del pensamiento, más lejos nos hallamos de una concepción del derecho que, de algún modo, se asemeje a la mezcla de elementos que Bentham determinó. Cierto que, en la infancia de la humanidad, nadie concibió o imaginó algún tipo de legislatura, ni siquiera un autor claro de derecho. El derecho apenas había alcanzado la condición de costumbre; era más bien un hábito. Estaba, para usar una frase francesa, en el aire, La única declaración autorizada sobre el bien y el mal era una sentencia judicial después de los hechos, no una que presupusiera una ley que había sido violada, sino una que era enunciada por primera vez por un poder superior en la mente del juez en el momento de la adjudicación de la sentencia. Naturalmente es muy difícil para nosotros comprender un punto de vista tan alejado del nuestro en el tiempo y en la asociación, pero se hará más creíble cuando tratemos en mayor profundidad la constitución de la sociedad antigua, en la que cada hombre, viviendo la mayor parte de su vida bajo el despotismo patriarcal, se hallaba prácticamente controlado en todas sus acciones por un régimen, no legal sino producto del capricho. Permítaseme añadir que un inglés debería estar mejor preparado que un extranjero para valuar el hecho histórico de que las Temistes precedieron cualquier concepción legal porque, entre las muchas teorías inconsistentes que prevalecen sobre el carácter de la jurisprudencia inglesa, la más popular, o, en todo caso, la que más afecta la práctica, es una teoría que asume que casos decididos y precedentes existen antes que reglas, principios y distinciones. Debe tenerse en cuenta que las Temistes tienen asimismo la característica que, en opinión de Bentham y Austin, distingue las meras órdenes de las leyes. Una verdadera ley abarca a todos los ciudadanos, independientemente del número de acciones similares, y éste es exactamente el rasgo del derecho que se ha grabado más profundamente en la mente popular, haciendo que el término ley se aplique a meras uniformidades, sucesiones y semejanzas. Una orden prohíbe solamente un único acto; y es por eso que las órdenes están más cercanas a las Temistes que las leyes. Son simplemente adjudicaciones sobre estados de hecho aislados, y no se sigue necesariamente en una secuencia ordenada.
La literatura de la edad heroica nos revela el derecho en germen tras las Temistes, y un poco más desarrollado en la concepción de Dike. El estadio siguiente en la historia de la jurisprudencia está profundamente marcado y rodeado de enorme interés. Grote, en la segunda parte, capitulo segundo, de su Historia, ha descrito con gran amplitud el modo como la sociedad se revistió gradualmente de un carácter diferente al descrito por Homero. El parentesco heroico dependía, en parte, de una prerrogativa otorgada divinamente, y, en parte, de la posesión de fuerza, valentía y sabiduría eminentísimas. Poco a poco, a medida que se debilitó la creencia en el carácter sagrado del monarca, y aparecieron individuos débiles en la serie de reyes hereditarios, el poder real decayó y, finalmente, dejó paso al dominio de las aristocracias. Si lenguaje tan preciso puede ser usado para referirse a una revolución, podemos afirmar que el oficio del rey fue usurpado por el consejo de jefes al que Homero alude y describe repetidamente. En cualquier caso, de una época de gobierno real se llega en toda Europa a una era de oligarquías; y aun cuando el nombre de las funciones monárquicas no desaparece del todo, la autoridad del rey se reduce a una mera sombra. Se vuelve un simple general hereditario, como Lacedemón; un mero funcionario, como el rey Arconte de Atenas o un simple hierofante aparente; como el Rex Sacrificulus en Roma. En Grecia, Italia y Asia Menor, las clases dominantes parecen haber consistido universalmente en un cierto número de familias unidas por una supuesta relación consanguínea, y, aunque todas parecen haber reclamado un carácter cuasi-sagrado, su fuerza al parecer no se asentaba en su pretendida santidad. A menos que fueran derrocados prematuramente por el partido popular, todos se acercaron mucho, al fin, a lo que hoy en día conoceríamos como aristocracia política. Los cambios que sufrió la sociedad en las comunidades más lejanas de Asia ocurrieron en periodos muy anteriores a estas revoluciones del mundo italiano y helénico; sin embargo, su lugar relativo en la civilización parece haber sido el mismo y parecen haber tenido un carácter extremadamente similar. Hay ciertas pruebas de que tanto las razas que fueron unidas posteriormente bajo la monarquia persa, como las que poblaron la peninsula indostana, tuvieron su edad heroica y su era de las aristocracias, a pesar de que allí parece haberse desarrollado una oligarquía militar y otra religiosa por separado, y la autoridad del rey en general nunca fue reemplazada. A diferencia, también, del curso de los acontecimientos en Occidente, el elemento religioso tendía a llevar ventaja al militar y al político. Las aristocracias militares y civiles desaparecieron, aniquiladas o aplastadas hasta la insignificancia entre los reyes y el orden sacerdotal. El resultado último al que se llegó fue un monarca que gozaba de enorme poder, pero circunscrito por los privilegios de una casta sacerdotal. Teniendo en cuenta esas diferencias -en Oriente las aristocracias devinieron religiosas y en Occidente civiles o políticas- podemos considerar verdadera (si no aplicable a toda la humanidad, sí a todas las ramas de la familia indoeuropea) la proposición de que una era histórica de aristocracias sucedió a una era histórica de reyes heroicos.
El punto importante para el jurista es que estas aristocracias eran universalmente las depositarias y administradoras de la ley. Estas aristocracias suplantaron las prerrogativas del rey, con la importante diferencia, no obstante, de que -al parecer- no alegaban una inspiración divina para cada sentencia. La relación de ideas que hacía que los juicios del jefe patriarcal fueran atribuidos a una orden sobrehumana todavía aparecía aquí y allá en la pretensión del origen divino de un cuerpo entero o parcial de leyes; pero el progreso del pensamiento ya no permitía que la solución de disputas particulares fuera explicada en términos de una interposición extra-humana. Ahora la oligarquía jurIsta reclamaba el monopolio del conocimiento de las leyes, la posesión exclusiva de los principios que saldaban disputas. Hemos llegado, de hecho, a la época del Derecho Consuetudinario. Las costumbres u observancias existían ahora como una totalidad explícita y se suponía que el orden aristocrático o casta superior las conocía. Nuestras autoridades no nos dejan lugar a dudas de que la oligarquía, a veces, abusó de la confianza depositada en ella; pero aun así las costumbres no deben considerarse como mera usurpación o instrumento de tiranía. Antes de la invención de la escritura y durante la infancia del arte, la aristocracia, investida con privilegios judiciales, constituía la única instancia que podía conservar, en cierto modo, las costumbres de la raza o tribu. La autenticidad del patrimonio jurídico, en lo que era posible, estaba asegurada gracias al recuerdo de una porción limitada de la comunidad.
La época del Derecho Consuetudinario y de su custodia por un orden o estrato privilegiado es notable. Su concepción de la jurisprudencia ha dejado huellas que todavía pueden detectarse en la fraseología !egal y popular. La ley, conocida exclusivamente por una minoría provilegiada, ya sea una casta, una aristocracia, una trIbu sacerdotal, o un colegio sacerdotal, es un verdadero derecho consuetudinario. A excepción de éste, no existe en el mundo un derecho no escrito. Se habla a veces del Derecho Inglés como un derecho no escrito, y existen algunos teóricos ingleses que aseguran que si se preparase un código de jurisprudencia inglesa, se estaría convirtiendo un derecho no escrito en un derecho escrito -conversión que, insisten ellos, si no implica una política dudosa, sí al menos es de una enorme seriedad-. Ahora bien, es muy cierto que hubo un periodo durante el cual el derecho consuetudinario inglés podía razonablemente haberse denominado no escrito. Los jueces ingleses de más edad conocían realmente reglas, principios y distinciones que no eran reveladas en su totalidad a la abogacía y al público profano. Es muy cuestionable el que todas las leyes que decían monopolizar fueran realmente no escritas; pero, en cualquier caso, si asumimos que existió una gran cantidad de reglas conocidas exclusivamente por los jueces, éstas tarde o temprano dejaron de ser derecho no escrito. Tan pronto como los tribunales de Westminster Hall comenzaron a basar sus juicios sobre casos registrados, ya fuera en los anuarios o en otra parte, la ley que administraban devino derecho escrito. En la actualidad, una regla del derecho inglés tiene que ser primero desenmarañada de los datos registrados de precedentes sentenciados impresos, luego puesta en palabras que varían según el gusto, precisión y conocimiento del juez en particular, y, finalmente, aplicada a las circunstancias del caso para adjudicación. Pero en ningún momento de este proceso tiene característica alguna que la distinga del derecho escrito. Es derecho casuístico escrito y sólo diferente del derecho de código porque está redactado de manera distinta.
Del periodo de Derecho Consuetudinario pasamos a otra época claramente definida de la historia de la jurisprudencia. Llegamos a la era de los códigos: aquellos códigos antiguos cuya muestra más famosa son las Doce Tablas de Roma. En Grecia, en Italia, en el litoral helenizado de Asia Occidental, estos códigos hicieron en todas partes su aparición en periodos semejantes; quiero decir, no en periodos simultáneos en el tiempo, sino similares desde el punto de vista del progreso relativo de cada comunidad. Por todas partes, en los países que he mencionado, las leyes talladas en planchas y dadas a conocer al pueblo sustituyen las usanzas depositadas en el recuerdo de una oligarquía privilegiada. No debe suponerse ni por un momento que las refinadas consideraciones que se alegan ahora en favor de lo que se denomina codificación tuvieron algo que ver con el cambio descrito. Los antiguos códigos, sin duda, fueron originalmente sugeridos por el descubrimiento y difusión del arte de la escritura. Cierto que las aristocracias parecen haber abusado de su monopolio del conocimiento legal; y, en cualquier caso, su exclusiva posesión de la ley era un impedimento formidable para el éxito de los movimientos populares que comenzaron a ser universales en el mundo occidental. Sin embargo, aunque el sentimiento democrático puede haberse añadido a su popularidad, los códigos ciertamente eran, sobre todo, resultado directo de la invención de la escritura. Las tablas inscritas se consideraron mejores depositarias de la ley que la memoria de un cierto número de personas, por muy fortalecida que estuviera por el ejercicio habitual.
El código romano pertenece al tipo de códigos que acabo de describir. Su valor no consistía en su acercamiento a clasificaciones simétricas, o a la concisión y claridad de expresión, sino en su publicidad y en el conocimiento que proporcionaban a cada uno sobre lo que debía hacer y no hacer. Es realmente cierto que las Doce Tablas de Roma muestran algunos indicios de un orden sistemático, pero esto es tal vez explicable porque los que elaboraron ese cuerpo legal tuvieron ayuda de los griegos, quienes habían tenido experiencia en el arte de legislar. Los fragmentos del Código Atico de Solón muestran, no obstante, que tenían muy poco orden y probablemente las leyes de Dracón tenían todavía menos. Quedan bastantes restos de estas colecciones, en Oriente y Occidente, que prueban cómo mezclaban ordenanzas religiosas, civiles, y simplemente morales, sin miramientos por las diferencias en su carácter esencial; y esto es consistente con todo lo que -de otras fuentes- sabemos del pensamiento antiguo: la separación de ley y moralidad, y de religión y ley, pertenecen claramente a etapas posteriores del progreso mental.
Sin embargo, cualesquiera que sean las particularidades de estos códigos para una mente moderna, su importancia para las sociedades antiguas es indecible. La cuestión -y era algo que afectaba todo el futuro de cada comunidad- no era tanto si debería haber un código, pues la mayoría de las sociedades antiguas parecen haberlos conseguido más pronto o más tarde, y, si no hubiera sido por la gran interrupción en la historia de la Jurisprudencia creada por el feudalismo, es probable que todo el derecho moderno pudiera ser atribuible a una o más de estas fuentes. Más bien, el punto sobre el que giraba la historia de la raza puede expresarse en la siguiente pregunta: ¿en qué periodo, en qué etapa de su progreso social, deberían poner sus leyes por escrito? En el mundo occidental el elemento plebeyo o popular de cada estado asaltó con éxito el monopolio oligárquico, y se consiguió un código, casi en todas partes, muy pronto en la historia de la nación. Pero en Oriente, como ya he señalado, las aristocracias gobernantes tendían a hacerse religiosas más que militares o politicas y, por tanto, ganaron más que perdieron poder. En algunos casos, la conformación física de los países asiáticos tuvo el efecto de hacer las comunidades individuales más grandes y numerosas que en Occidente, y es una ley social conocida aquello de que cuanto más grande el espacio sobre el que se difunde un conjunto particular de instituciones, mayor su tenacidad y vitalidad. Cualquiera que haya sido la causa, el hecho es que los códigos de las sociedades orientales son más tardíos que los occidentales y adoptaron un carácter muy diferente. Las oligarquías religiosas de Asia, ya fuera para su propio gobierno, para el alivio de su memoria, o para la enseñanza de sus discípulos, parece que, en todos los casos, incorporaron finalmente su conocimiento legal en un código. Sin embargo, la oportunidad de aumentar y consolidar su influencia fue probablemente demasiado tentadora para resistir. Su monopolio completo del conocimiento legal parece haberles permitido desechar las compilaciones mundiales, no tanto las reglas observadas de hecho cuanto las reglas que el orden sacerdotal consideraba que debían observarse. El código hindú, llamado Leyes de Menu, que ciertamente es una recopilación bracmánica, sin duda consagra muchas observancias genuinas de la raza hindú, pero los mejores orientalistas contemporáneos opinan que, en conjunto, no representan una serie de reglas que de hecho hayan sido administradas en lndostán. Es, en gran parte, un retrato ideal de lo que, desde el punto de vista de los bracmines, debería ser la ley. Es consistente con la naturaleza humana y con los motivos especiales de sus autores pretender que un código como el de Menu pertenezca a la más remota antigüedad y sostener, al mismo tiempo, que emanó en su totalidad de la Deidad. Menu, según la mitología hindú, es una emanación del Dios supremo; sin embargo, la recopilación que lleva su nombre, aunque su fecha exacta no es fácil de precisar, es de producción reciente en términos del progreso relativo de la jurisprudencia hindú.
Entre las ventajas principales que las Doce Tablas y códigos similares confirieron a las sociedades que los tuvieron, estaba la protección que otorgaban contra los fraudes de la oligarquía privilegiada y también contra la depravación y envilecimiento espontáneos de las instituciones nacionales. El Código Romano era simplemente un manifiesto en palabras de las costumbres existentes entre el pueblo romano. Con relación al progreso de los romanos en civilización, era un código notablemente anticipado a su tiempo y fue publicado en una época en que la sociedad romana apenas había salido de esa condición intelectual en que la obligación civil y el deber religioso se confunden inevitablemente. Ahora bien, una sociedad bárbara que practica un conjunto de costumbres, está expuesta a algunos peligros especiales que pueden resultar absolutamente fatales para su progreso civilizador. Las usanzas que una comunidad particular ha adoptado en su infancia y en su situación primitiva son generalmente aquellas más adecuadas para desarrollar su bienestar físico y moral, y, si se retienen en su integridad hasta que nuevas necesidades sociales han enseñado nuevas prácticas, la marcha ascendente de la sociedad, está casi asegurada. Pero desgraciadamente hay una ley del desarrollo que siempre amenaza con producir efectos sobre la usanza no escrita. Las costumbres son naturalmente obedecidas por multitudes que son incapaces de entender el verdadero fundamento de su utilidad y que, por tanto, inventan inexorablemente razones supersticiosas para su permanencia. Comienza entonces un proceso que puede ser brevemente descrito diciendo que el uso que es razonable genera usos que son irrazonables. La analogía, el más valioso de los instrumentos en la madurez de la jurisprudencia, es la más peligrosa de las trampas en su infancia. Prohibiciones y ordenanzas, limitadas originalmente por buenas razones a una sencilla descripción de los hechos, se aplican a todos los hechos de la misma clase, porque un hombre amenazado con la ira de los dioses por hacer una cosa, siente un terror natural de hacer cualquier otra que remotamente se le parezca. Después que una clase de comida ha sido prohibida por razones sanitarias, la prohibición se extiende a toda comida que se le parezca, aunque el parecido, ocasionalmente, depende de analogías totalmente fantásticas. Así, una medida prudente para asegurar la limpieza general dicta con el tiempo largas rutinas de ablución ceremonial, y la división en clases que, en una crisis particular de la historia social, es necesaria para el mantenimiento de la existencia nacional degenera en la más desastrosa y esterilizante de las instituciones humanas: el sistema de castas. El destino de la ley hindú es, de hecho, la medida del valor del código romano. La etnología nos muestra que los romanos y los hindúes provenían del mismo tronco original, y hay un notable parecido entre las que al parecer fueron sus costumbres originales. Aún hoy en día, la jurisprudencia hindú conserva un sustrato de presciencia y juicio sereno, pero la imitación irracional le ha injertado un inmenso aparato de crueldades absurdas. El código protegió a los romanos de estas aberraciones. Fue recopilado cuando el uso estaba todavía sano; cien años más tarde pudiera haber sido demasiado tarde. El derecho hindú ha estado en gran parte sintetizado por escrito, pero, en cierto modo, aunque los compendios que todavía existen en sánscrito son antiguos, contienen pruebas suficientes de que fueron redactados ya que el daño había sido hecho. Naturalmente que no estamos autorizados a afirmar que si las Doce Tablas no hubieran sido publicadas los romanos habrían estado condenados a una civilización tan débil y corrupta como la de los hindús, pero una cosa, al menos, es cierta: con su código estuvieron exentos de la posibilidad misma de tan aciago destino.
HENRY MAINE
CAPÍTULO II
Ficciones legales
Una vez que el derecho primitivo ha sido englobado en un código, se pone fin a lo que podría denominarse su desarrollo espontáneo. En adelante, los cambios que se efectúen en él, si es que se efectúan, son realizados deliberadamente y desde fuera. Es imposible suponer que las costumbres de cualquier raza o tribu permanecieron inalteradas durante todo el largo intervalo -en algunos casos inmenso- entre su declaración por un monarca patriarcal y su publicación escrita. Sería también aventurado afirmar que ninguna parte de la alteración fue efectuada deliberadamente. Pero lo poco que sabemos sobre el progreso del derecho durante este periodo justifica nuestra suposición de que el propósito deliberado tuvo muy poco que ver en la realización del cambio. Tales innovaciones sobre los usos más antiguos, tal como se presentan, fueron aparentemente dictadas por sentimientos y modos de pensar que, en nuestras condiciones mentales actuales, somos incapaces de comprender. Una nueva era comienza, de cualquier modo, con los códigos. Después de esta época, a dondequiera que remontemos el curso de la modificación legal podemos atribuirlo al deseo consciente de mejorar o, en cualquier caso, de lograr propósitos que no fueran los deseados en los tiempos primitivos.
A primera vista puede parecer que no es posible sacar ninguna proposición general, digna de crédito, de la historia de los sistemas legales subsiguientes a los códigos. El campo es demasiado vasto. No podemos estar seguros de haber incluido un número suficiente de observaciones, o de haber entendido correctamente las que observamos. Pero la empresa será considerada más factible si tenemos en cuenta que después de la época de los códigos comienza a hacerse sentir la distinción entre sociedades estacionarias y progresivas. Nos interesan solamente las progresivas y es notable su extremada escasez. A pesar de las pruebas abrumadoras, es difícil para un ciudadano de Europa Occidental convencerse total e indisputablemente de que la civilización que le rodea es una rara excepción en la historia del mundo. El tenor del pensamiento común entre nosotros, todas nuestras esperanzas, temores y especulaciones, se vería materialmente afectado, si tuviéramos vívidamente ante nosotros la relación de las razas progresivas con la totalidad de la vida humana. Es indisputable que la mayor parte de la humanidad nunca ha mostrado el menor deseo de que sus instituciones civiles mejoren, ni siquiera a partir del momento en que les fue dada una forma tangible mediante su incorporación en un registro permanente. De vez en cuando un conjunto de usos ha sido violentamente destruido y reemplazado por otro. Aquí y allá, un código primitivo, que pretende poseer un origen sobrenatural, ha sido muy ampliado y distorsionado en las formas más sorprendentes, a causa de la contumacia de los comentaristas sacerdotales. Pero, excepto en una pequeña sección del mundo, no ha existido nada semejante a una mejoría gradual del sistema legal. Ha habido civilización material, pero, en lugar de que la civilización promoviera el derecho, el derecho ha limitado la civilización. El estudio de las razas en su condición primitiva nos proporciona algunas claves sobre el punto en que se detuvo el desarrollo de ciertas sociedades. Podemos observar que la India bracmánica no ha ido más allá de una etapa que ocurre en la historia de toda la familia humana: la etapa en la que una regla legal no se diferencia de una regla religiosa. Los miembros de esa sociedad consideran que el quebrantamiento de una regla religiosa debe ser castigado con penas civiles, y que la violación de un deber cívico expone al delincuente al castigo divino. En China, este punto ha sido superado; sin embargo, el progreso parece haberse detenido ahí, porque las leyes civiles son coextensivas con todas las ideas de que es capaz la raza. La diferencia entre sociedades estacionarias y progresivas es, no obstante, uno de los grandes secretos que la investigación está todavía por desentrañar. Entre las explicaciones parciales, me aventuro a adelantar las consideraciones hechas al final del capítulo anterior. Habría que añadir que nadie logrará una buena investigación si no tiene muy claro que la condición estacionaria de la raza humana es la regla, la progresiva es la excepción. Y otra condición indispensable para tener éxito es un conocimiento exacto del Derecho Romano en todas sus etapas principales. La jurisprudencia romana perduró más tiempo que ningún otro conjunto de instituciones humanas. El carácter de todos los cambios que sufrió está bastante bien estudiado. Desde el principio al final, fue progresivamente modificado hacia condiciones mejores, o hacia lo que los autores de las modificaciones creían mejor, y el curso del mejoramiento continuó durante periodos en los que el resto de la actividad y pensamiento humano disminuyó materialmente su paso, y, repetidamente, amenazó con estancarse.
Me limito en lo que sigue a las sociedades progresivas. Con respecto a ellas puede decirse que las necesidades sociales y la opinión social siempre van más o menos delante de la ley. Constantemente nos hallamos a punto de salvar esa diferencia, pero la tendencia es volverse a abrir. La ley es estable, las sociedades de las que hablamos son dinámicas. La mayor o menor felicidad de un pueblo depende del grado de prontitud con el que ese vacío se cubra.
Puede establecerse una proposición general de cierto valor respecto de los instrumentos mediante los cuales la ley se armoniza con la sociedad. Estas mediaciones parecen ser básicamente tres: ficción legal, equidad y legislación. Su orden histórico es el citado. A veces dos de ellas operarán juntas, y existen sistemas legales que han escapado a la influencia de una u otra. Pero no conozco ejemplo alguno en el que el orden de su aparición haya sido cambiado o invertido. La historia temprana de una de ellas, la equidad, es universalmente oscura, de ahí que pudiera creerse que ciertos estatutos aislados, correctivos del derecho civil, son más antiguos que cualquier jurisdicción equitativa. Mi opinión es que la equidad reparadora es, en todas partes, más antigua que la legislación reparadora; pero, en caso de que lo anterior no fuera absolutamente correcto, solamente sería necesario limitar la proposición respetando su orden de sucesión a los periodos en que ejercen una influencia prolongada y sustancial en la transformación de la ley original.
Utilizo la palabra ficción en un sentido considerablemente más amplio del que los abogados ingleses están acostumbrados, y con un significado más general que el correspondiente a las fictiones romanas. Fictio, en el antiguo derecho romano, es propiamente un término de alegación y significa una aseveración falsa por parte del demandante que al reo no le era permitido negar; por ejemplo, la aseveración de que el demandante era un ciudadano romano, cuando en realidad era extranjero. El objeto de estas fictiones era, naturalmente, otorgar jurisdicción y, por tanto, se parecían mucho a los alegatos de las ejecutorias del Tribunal Superior de Justicia inglés, y del Tribunal de Hacienda, mediante las cuales esos tribunales se las ingeniaron para usurpar la jurisdicción de los Tribunales de Primera Instancia; el alegato decía que el reo estaba a recaudo de la policía real o que el demandante era deudor del rey y no podía pagar sus deudas por culpa del acusado. Pero aquí empleo la expresión ficción legal para significar cualquier asunción que encubre o finge encubrir una regla que ha sufrido alteración, permaneciendo su letra igual y modificando su funcionamiento. Las palabras, por tanto, incluyen los casos de ficciones que he citado del Derecho Inglés y Romano, pero abarcan mucho más, pues se deberían citar el derecho casuístico inglés y la Responsa Prudentum romana como ejemplos de leyes que se basan en ficciones. Estos ejemplos se van a examinar en un momento. El hecho es que, en ambos casos, la ley ha sido cambiada totalmente; la ficción es que continúa siendo lo que siempre fue. No es difícil comprender por qué las ficciones en todas sus formas son particularmente afines a la infancia de la sociedad. Satisfacen el deseo de mejorar -que nunca falta-, al mismo tiempo que no ofenden el temor supersticioso que el cambio implica. En una etapa particular del progreso social constituyen medios indispensables para superar la rigidez de la ley y, realmente, sin una de ellas, la ficción de adopción, que permite crear artificialmente vínculos familiares, es difícil comprender cómo la sociedad podía haber salido de los pañales y dar los primeros pasos hacia la civilización. Por esta razón, no debemos hacer caso a la ridiculización que hace Bentham de las ficciones legales cada vez que se topa con una. Denigrarlas como algo meramente fraudulento es admitir la ignorancia de su papel singular en el desarrollo del derecho. Pero, al mismo tiempo, sería igualmente disparatado convenir con esos teóricos, quienes, percibiendo que las ficciones han tenido sus ventajas, proponen que deberían estereotiparse en nuestro sistema. Tuvieron su día, pero hace mucho que pasó. Es indigno de nosotros lograr un propósito, obviamente benéfico, por medio de un mecanismo tan tosco como una ficción legal. No admito que cualquier anomalía sea inocente. Esto volvería la Iey más difícil de comprender y más arduo el ordenarla armónicamente. Ahora bien, las ficciones legales son los mayores obstáculos para hacer una clasificación simétrica. El dominio de la ley permanece pegado al sistema pero es una mera cáscara. Hace mucho que fue socavada y una nueva regla se esconde bajo su cubierta. De ahí que, de inmediato, se presente una dificultad para saber si la regla que es de hecho operativa debería ser clasificada en su lugar verdadero o en el aparente, y diferentes mentalidades no estarán de acuerdo sobre la alternativa a seguir. Si el derecho ínglés va a tener algún día una distribución ordenada, será necesario podar las ficciones legales que, a pesar de alguna mejoría legislativa reciente, todavía abundan.
La siguiente mediación por la que se lleva a cabo la adaptación de la ley a las necesidades sociales la denomino equidad. Entiendo por esa palabra cualquier conjunto de reglas existentes al lado del derecho civil original, fundadas en principios claros y que pretenden incidentalmente reemplazar el derecho civil en virtud de una santidad superior inherente a esos principios. La equidad, ya sea de los pretores romanos o de los magistrados ingleses, se diferencia de las ficciones -en los dos casos la precedieron- en que la interferencia con la ley es abierta y reconocida. Por otra parte, se diferencia de la legislación, agente de la mejora legal que le sigue, en que su autoridad se basa, no en la prerrogativa de cualquier persona o cuerpo externo, tampoco en la del magistrado que la enuncia, sino en la naturaleza especial de sus principios a los que toda ley debe ceñirse. La misma idea de un conjunto de principios, investidos de una mayor santidad que el derecho original y exigiendo su aplicación, independientemente del consentimiento de cualquier cuerpo externo, pertenece a una etapa del pensamiento mucho más avanzada que el de las ficciones legales.
La legislación es la última de las mediaciones perfeccionadoras, ya sea que las promulgue un príncipe autocrático o una asamblea parlamentaria, supuestos órganos de toda la sociedad. Se diferencia de las ficciones legales, al igual que la equidad se distingue de ellas, y también se distingue de la equidad, por derivar su autoridad de un cuerpo o persona externa. Su fuerza obligatoria es independiente de sus principios. La legislatura, independientemente de las restricciones que le imponga la opinión pública, está facultada en teoría para imponer las obligaciones que quiera sobre los miembros de la comunidad. Nada hay que le impIda legislar a su capricho. La legislación puede estar dictada por la equidad, si esta última se usa para discernir ciertas pautas sobre el bien y el mal a las que se ajustan sus promulgaciones; pero, en tal caso, estas promulgaciones quedan sujetas, para tener fuerza obligatoria, a la autoridad de la legislatura, y no a la de los principios en que se basó la legislatura; por esta razón, se diferencian de los principios de equidad, en el sentido técnico de la palabra, en que alegan una santidad suprema que los autoriza de inmediato al reconocimiento de los tribunales aun sin el acuerdo de un príncipe o asamblea parlamentaria. Es más necesario anotar estas diferencias, porque un discípulo de Bentham podría confundir ficciones, equidad y derecho escrito bajo el mismo encabezado de legislación. Bentham diría que equidad, ficciones y derecho escrito generan leyes, y se diferencian entre sí solamente respecto del mecanismo que produce la nueva ley. Eso es totalmente cierto y no debe olvidarse; pero no da ninguna razón por la que debamos privarnos de un término tan conveniente como legislación en el sentido especial de la palabra. Legislación y equidad se hallan separadas en la mente popular y en la mente de la mayoría de los abogados, y de nada valdrá desatender la distinción entre ellas, por muy convencional que sea, cuando se siguen de ella consecuencias prácticas importantes.
Sería fácil seleccionar de entre casi cualquier cuerpo legal medianamente desarrollado ejemplos de ficciones legales, que inmediatamente descubren su verdadero carácter al observador moderno. En los dos ejemplos que voy a examinar, la naturaleza del instrumento utilizado no es fácilmente detectable. Los primeros autores de estas ficciones tal vez no pretendían innovar, ciertamente, no deseaban ser sospechosos de innovación. Hay, además, y siempre ha habido, personas que se niegan a ver cualquier ficción en el proceso, y el lenguaje convencional confirma su negativa. El que existan estas personas es el mejor ejemplo para ilustrar la amplia difusión de las ficciones legales y la eficiencia con la que realizan su doble papel: transformar un sistema legal y ocultar la transformación.
En Inglaterra, estamos acostumbrados a la ampliación, modificación y mejora de la ley por medio de un mecanismo que, en teoría, es incapaz de alterar ni una letra o una línea de la jurisprudencia existente. El proceso por el que se efectúa esta virtual legislación no es tanto imperceptible cuanto no reconocida. Habitualmente, utilizamos un doble lenguaje y conservamos aparentemente una doble e inconsistente serie de ideas respecto a una buena parte de nuestro sistema legal, que se halla guardado cual reliquia en casos y archivada en informes legales. Cuando unos hechos llegan ante un tribunal inglés para adjudicación, todo el curso del debate entre juez y abogado defensor asume que ninguna cuestión que requiera la aplicación de principios que no sean los ya establecidos o ninguna distinción que no haya sido anteriormente permitida va a plantearse o puede ser planteada. Se da absolutamente por sentado que hay en alguna parte una regla legal conocida que cubrirá los hechos de la disputa en litigio, y que, si tal regla no es descubierta, es sólo porque se carece de paciencia, conocimiento o agudeza para detectarla. Sin embargo, desde el momento en que se dictó sentencia y se presentó un informe, nos deslizamos inconsciente e inconfesadamente hacia un nuevo lenguaje y una nueva manera de pensar. Admitimos ahora que la nueva decisión ha modificado la ley. Las reglas aplicadas se han vuelto, para usar la expresión muy inexacta empleada a veces, más flexibles. De hecho, han sido cambiadas. Se ha hecho una clara adición a los precedentes, y el canon legal sacado de la comparación de éstos no es el mismo que obtendríamos si la serie de casos se hubiera cortado por el mismo patrón. Se nos escapa el hecho de que la vieja regla haya sido revocada y reemplazada por una nueva, porque no estamos habituados a poner en lenguaje preciso las fórmulas legales que derivamos de los precedentes, de tal modo que un cambio de contenido no es fácilmente detectado al menos que sea notorio y violento. No me detendré aquí a considerar en detalle las causas que han llevado a los abogados ingleses a consentir tales anomalías. Probablemente se descubrirá que, al principio, se aceptaba ciegamente que en alguna parte, in nubibus o in gremio magistratum, existía un cuerpo legal inglés completo, coherente, simétrico, de una amplitud suficiente para suministrar principios aplicables a cualquier combinación posible de circunstancias. Primero se creyó en esta teoría con más firmeza que ahora y, realmente, entonces tenía más fundamento. Los jueces del siglo XIII, tal vez, disponían de una mina de leyes desconocidas por la abogacía y el público profano, pues se sospecha con razón de que, en secreto, tomaban con gran libertad, aunque no siempre con prudencia, ideas de los compendios ordinarios del Derecho Romano y Canónico. Pero aquel almacén se cerró tan pronto como los puntos decididos en Westminster Hall devinieron lo bastante numerosos como para sentar las bases de un sistema duradero de jurisprudencia. Ahora bien, durante siglos, los que ejercen la ley inglesa se han expresado de tal modo que dan a entender la paradójica proposición de que, a excepción de la equidad y el derecho escrito, nada ha sido añadido a los principios fundamentales desde que fueron constituidos. No admitimos que nuestros tribunales legislan; queremos decir que nunca han legislado; y, sin embargo, mantenemos que el derecho consuetudinario inglés, con cierta ayuda del Tribunal de Chancillería y del Parlamento son coextensivas con los complicados intereses de la sociedad moderna.
Un cuerpo legal con una semejanza muy estrecha y reveladora a nuestro derecho casuístico en esos detalles que he mencionado, era conocido por los romanos con el nombre de Responsa Prudentum, las respuestas de los versados en la ley. La forma de estas Respuestas variaron mucho en los diferentes periodos de la jurisprudencia romana; pero, a lo largo de su curso, consistieron en glosas explicativas de documentos escritos autorizados y, al principio, eran exclusivamente colecciones de opiniones interpretativas de las Doce Tablas. Al igual que entre nosotros, todo el lenguaje legal se ajustó a la suposición de que el texto del viejo código permanecía inalterado. Existía la regla especial. Dejaba a un lado todas las glosas y comentarios y nadie admitía abiertamente que cualquier interpretación, por eminente que fuese el intérprete, estuviese libre de revisión de los venerables textos. Sin embargo, de hecho, los Libros de Respuestas que llevan los nombres de eminentes jurisconsultos alcanzaron al menos tanta autoridad como la de nuestros casos registrados, y constantemente modificaron, extendieron, limitaron, o prácticamente denegaron las estipulaciones del derecho decenviral. Los autores de la nueva jurisprudencia, durante toda la etapa de formación de ésta, profesaron el más diligente respeto por la letra del código. Ellos se limitaban a explicarlo, a descifrarlo, a extraerle todo su significado; pero, luego, como resultado, al juntar los textos, al ajustar la ley a los estados de hecho que se le presentaban, y al especular sobre las posibles aplicaciones a otros casos que podrían ocurrir, al introducir principios de interpretación derivados de la exégesis de otros documentos escritos que cayeron bajo su observación, sacaron a la luz una gran variedad de cánones en los que nunca soñaron los recopiladores de las Doce Tablas y que, en realidad, nunca o casi nunca se encuentran en éstas. Todos los tratados de los jurisconsultos demandaban respeto en base a su pretendida conformidad con el código, pero su relativa autoridad dependía de la reputación de los jurisconsultos individuales que los dieran a conocer. Un nombre, universalmente conocido, investía a un Libro de Respuestas con una fuerza obligatoria apenas menor que la detentada por las promulgaciones de la legislatura; y tal libro constituia, a su vez, una base para otro cuerpo de jurisprudencia. Las respuestas de los primeros jurisconsultos no fueron publicadas, en el sentido moderno, por el autor. Fueron escritas y editadas por sus discípulos y, por tanto, probablemente no fueron arregladas según un esquema de clasificación. Debe observarse cuidadosamente la parte de los estudiantes en estas publicaciones, porque el servicio que daban al profesor parece haber sido devuelto en la esmerada atención que éste prestaba a su educación. Los tratados educativos denominados instituta o comentarios, que son un fruto tardío de las obligaciones reconocidas entonces, se encuentran entre los rasgos más notables del sistema romano. Aparentemente, fue en estos trabajos -los instituta- y no en los libros destinados a los abogados profesionales, donde los jurisconsultos dieron al público sus clasificaciones y propuestas para modificar y mejorar la fraseología técnica.
Al comparar la Responsa Prudentum romana con su contraparte inglesa, debe tenerse muy en cuenta que la autoridad por la que se explica esta parte de la jurisprudencia romana no era el tribunal sino el estrado. La decisión de un tribunal romano, aunque terminante en un caso particular, no tenía autoridad ulterior excepto la que le daba la reputación profesional del magistrado que casualmente estaba en el cargo en ese momento. Propiamente hablando, no existía en Roma, durante la República, una institución análoga al Tribunal Superior de Justicia inglés (Bench), a las Cámaras de la Alemania Imperial, o a los Parlamentos (Parliaments) de la Francia monárquica. Naturalmente, había magistrados que desempeñaban importantes funciones judiciales en sus varios departamentos, pero la tenencia de la magistratura era solamente de un año; de ahí que se asemejase más a un cargo cíclico, en el que cIrculaban los líderes de la abogacía, que a una magistratura permanente. Mucho podría hablarse sobre el origen de un estado de cosas que a nosotros nos parece una anomalía asombrosa, pero que era, de hecho, mucho más análogo -de lo que es el nuestro- al espíritu de las sociedades antiguas, propensas siempre a separarse en órdenes bien precisos que, por muy exclusivos que fueran, no toleraban ninguna jerarquía profesional por encima de ellos.
Es asombroso que este sistema no produjera ciertos efectos previsibles. Por ejemplo, no popularizó el Derecho Romano, no disminuyó, como ocurrió en algunas de las Repúblicas griegas, el esfuerzo intelectual requerido para el dominio de la ciencia legal, a pesar de que no se oponían barreras artificiales a su difusión y presentación autorizada. Al contrario, si no hubiera sido por el efecto de un conjunto diferente de causas, muy probablemente la jurisprudencia romana se habría vuelto tan minuciosa, técnica y difícil como cualquiera de los sistemas que han prevalecido desde entonces. Una vez más, una consecuencia que era naturalmente previsible, no parece haberse manifestado en ningún momento. Hasta que las libertades de Roma fueron coartadas, los jurisconsultos formaban una clase muy indefinida, y su número debe haber fluctuado enormemente. Sin embargo, no parece que se albergaran dudas sobre el buen juicio de ciertos individuos particulares cuya opinión, en su tiempo, se consideraba terminante en los casos que se les sometian. Los vividos retratos de la práctica diaria de un jurisconsulto famoso que abundan en la literatura latina -los clientes del campo atropándose en su antesala por la mañana temprano y los estudiantes de un lado a otro con sus cuadernos de notas para registrar las respuestas del gran abogado- rara vez o nunca se identifican, en un momento dado, más que con uno o dos nombres famosos. Debido, asimismo, al contacto directo entre cliente y abogado, el pueblo romano parece haber estado siempre alerta sobre la caida o subida de la reputación profesional, y existen abundantes pruebas, en concreto en el bien conocido discurso de Cicerón Pro Muraena, de que la reverencia del vulgo hacia el éxito forense pecaba más por exceso que por defecto.
Es indudable que la fuente de la característica excelencia y pronta abundancia de principios del Derecho Romano radica en las peculiaridades que hemos notado en el instrumento mediante el cual se efectuó su desarrollo. El desarrollo y exuberancia de los principios estuvo fomentado, en parte, por la competencia de los expositores de la ley, influencia totalmente ausente donde existe un Tribunal Supremo de Justicia, al que el rey o la República confían la prerrogativa de la justicia. El instrumento principal era, sin duda, la multiplicación incontrolada de cosas que esperaban una decisión legal. El estado de cosas que despertaba genuina perplejidad en un cliente del campo no podía ayudar realmente al jurisconsulto a formar el fundamento de su respuesta, o decisión legal, mejor que un conjunto de circunstancias hipotéticas propuestas por un discípulo ingenioso. Todas las combinaciones factuales posibles estaban en igualdad de condiciones, sin importar que fueran reales o imaginarias. No le afectaba al jurisconsulto el que su opinión fuese momentáneamente denegada por el magistrado que adjudicaba el caso de su cliente, al menos que, por casualidad, el magistrado estuviese por encima de él en conocimiento legal o en estima profesional. No quiero decir, por supuesto, que el abogado se olvidara completamente de los intereses de su cliente, pues éste era, primero, la base de poder del abogado y, luego, su pagador. Sin embargo, el medio principal que gratificaba la ambición del abogado residía en la buena opinión de los miembros de su clase profesional y es obvio que, bajo un sistema como el que acabo de describir, el éxito era más fácilmente asegurado si se tomaba cada uno de los casos como muestra de un gran principio o ejemplificación de una importante sentencia, en lugar de limitarlo a un mero triunfo forénsico aislado. Una influencia todavía más poderosa debe haber sido ejercida por la falta de un control preciso sobre la insinuación e invención de posibles problemas. Las facilidades para desarrollar una regla general se acrecientan inmensamente cuando los datos pueden ser multiplicados al gusto. Tal como se practica el derecho entre nosotros, el juez no puede salirse del conjunto de hechos que se le presentan a él o que se le hayan presentado a sus predecesores. Según el caso, cada conjunto de acontecimientos que es adjudicado recibe una especie de consagración. Adquiere ciertas cualidades que lo distinguen de cualquier otro caso, genuino o hipotético. Pero en Roma, como he tratado de explicar, no existía nada parecido al Tribunal Supremo de Justicia o Cámara de Jueces, y, por tanto, ninguna combinación de hechos poseía más valor particular que cualquier otra. Cuando se solicitaba la opinión de un jurisconsulto sobre algún asunto, no había nada que le impidiese -si era persona dotada del sentido de la analogía- aducir y considerar de inmediato una gran variedad de supuestos problemas que posiblemente sólo guardaban una relación muy remota con el caso específico. Independientemente de cuál fuera el consejo práctico dado al cliente, el responsum, atesorado en los cuadernos de notas de los discípulos, sin duda examinaba las circunstancias como si estuvieran regidas por un gran principio o incluidas en una regla comprensiva. Nada semejante ha sido posible entre nosotros, y hay que reconocer que muchas de las críticas dirigidas al Derecho Inglés, dada la forma en que han sido enunciadas, lo han perdido de vista. La renuencia de nuestros tribunales a declarar principios debe atribuirse con más razón a la escasez relativa de nuestros precedentes, por voluminosos que parezcan al que no conoce ningún otro sistema, que al temple de nuestros jueces. Cierto que, en cuanto a riqueza de principios legales, somos considerablemente más pobres que otras naciones europeas. Pero debe recordarse que aquéllas tomaron la jurisprudencia romana como fundamento de sus instituciones civiles. Construyeron sus muros sobre las ruinas del Derecho Romano; pero los materiales y la calidad del residuo no son superiores a la estructura erigida por la judicatura inglesa.
El periodo de libertad romano fue la época que imprimió un carácter distintivo a la jurisprudencia romana, y a lo largo de su primera etapa, el desarrollo del derecho se realizó, en buena parte, mediante las respuestas de los jurisconsultos. Pero, a medida que nos aproximamos a la caída de la República, hay indicios de que las respuestas se hallaban a punto de asumir una forma que debe haber sido fatal para su expansión ulterior. Estaban en proceso de sistematización y reducción a compendios. Se dice que Q. Mucius Scaevola, el Pontífice, había publicado un manual de todo el Derecho Civil, y en los escritos de Cicerón se hallan indicios de una creciente aversión hacia los viejos métodos, en comparación con los instrumentos más activos de la innovación legal. El Edicto, o proclama anual del Pretor, se había convertido en el mecanismo principal de la reforma legal, y L. Cornelius SyIla, al lograr que se promulgara el enorme grupo de estatutos conocidos como Leges Corneliae, había demostrado que pueden efectuarse mejoras muy rápidas mediante la legislación directa. El golpe final a las respuestas fue dado por Augusto, quien limitó a unos pocos jurisconsultos eminentes el derecho de emitir opiniones con carácter obligatorio sobre los casos que se les presentaban, cambio que, a pesar de que nos acerca a las ideas del mundo moderno, por razones obvias, debe haber alterado fundamentalmente las características de la profesión legal y la naturaleza de su influencia en el derecho romano. En un periodo posterior, surgió otra escuela de jurisconsultos: las grandes luminarias de la jurisprudencia de todos los tiempos. Pero Ulpiano y Paulus, Gayo y Papinio no eran autores de respuestas. Sus trabajos consistían en tratados regulares sobre aspectos particulares del derecho, especialmente de los edictos pretorianos.
En el capítulo siguiente, se analizarán la equidad de los romanos y el edicto pretoriano, mediante el cual la primera fue introducida en su sistema. Sobre el Derecho Escrito baste decir que fue escaso durante la Republica, pero devino muy voluminoso durante el Imperio. El clamor del pueblo no apuntaba hacia un cambio en las leyes, a las que generalmente dan más valor del que tienen, sino hacia su pura, completa y fácil administración; y el recurso al cuerpo legislativo se dirigía de un modo directo a la remoción de algun abuso notorio o a la resolución de alguna disputa irremediable entre clases y dinastías. Parecía existir en la mente romana alguna asociación entre la promulgación de un amplio cuerpo de estatutos y el acomodo de la sociedad después de una gran conmoción social. Sylla distinguió su organización de la Republica mediante las Leges Corneliae; Julio César proyectó adiciones importantes al Derecho Escrito; Augusto hizo aprobar el importantísimo grupo de las Leges Juliae, y, entre los emperadores posteriores, los más activos promulgadores de constituciones son príncipes que, como Constantino, tuvieron que reacomodar los intereses del mundo. El verdadero periodo del Derecho Romano escrito no comienza hasta el establecimiento del Imperio. Las promulgaciones de los emperadores, revestidas, en principio, con el manto de la sanción popular, pero luego emanadas abiertamente de la prerrogativa imperial, adquieren una solidez creciente, desde la consolidación del poder de Augusto hasta la publicación del Código de Justiniano. Como veremos, ya durante el reinado del segundo emperador, el estado del derecho y el modo de administrarlo se acercaban considerablemente a las formas que nos son familiares. Había surgido un derecho escrito y un tribunal de expositores limitado. Muy pronto habría de añadírsele una tribuna permanente de apelación y una colección de interpretaciones sancionadas. De este modo, nos acercamos a las ideas de nuestro tiempo.
CAPÍTULO III
Derecho natural y equidad
La teoría de un conjunto de principios legales, autorizados por su superioridad intrínseca a reemplazar al viejo derecho, muy pronto se difundió en el estado romano y en Inglaterra. Ese agregado de principios, existente en cualquier sistema, ha sido denominado equidad en los capítulos precedentes, término que, como veremos, es una (aunque solamente una) de las designaciones con las que este instrumento del cambio legal era conocido por los jurisconsultos romanos. La jurisprudencia del Tribunal de Chancillería, que lleva el nombre de equidad en Inglaterra, sólo podría ser analizado adecuadamente en un tratado separado. Su contextura es extremadamente compleja, y deriva sus materiales de varias fuentes heterogéneas. Los primeros cancilleres eclesiásticos le aportaron del Derecho Canónico muchos de los principios que yacen en lo más profundo de su estructura. El Derecho Romano, más fértil que el Derecho Canónico en reglas aplicables a conflictos seculares, fue muy utilizado por una generación posterior de jueces de la Chancillería. Entre las sentencias registradas de éstos, a menudo hallamos metidos textos completos del Corpus Juris Civilis, con sus términos inalterados, aunque su origen nunca es explícitamente reconocido. Más recientemente todavía, y sobre todo a mediados y en la última mitad del siglo XVIII, el sistema mixto de jurisprudencia y moral social, ideado por los publicistas de los Países Bajos, parece haber sido muy estudiado por los jurisconsultos ingleses. Estas obras tuvieron una tremenda influencia en los fallos del Tribunal de Chancillería, desde la CanciIlería de Lord Talbot hasta el comienzo de la Cancillería de Lord Eldon. El sistema, que tomó sus ingredientes de partes tan variadas, estuvo muy controlado en su desarrollo para poderse ajustar a las analogías del derecho consuetudinario, pero siempre ha respondido a la descripción de un cuerpo de principios legales comparativamente nuevos y con pretensiones de anular la vieja jurisprudencia del país, so pretexto de una intrínseca superioridad ética.
La equidad de Roma era una estructura mucho más simple y su desarrollo, a partir de su aparición, puede ser fácilmente trazado. Su carácter e historia merecen un examen minucioso. Es la raíz de varias concepciones que han ejercido una profunda influencia en el pensamiento humano, y mediante el pensamiento humano han afectado seriamente el destino de la humanidad.
Los romanos decían que su sistema legal constaba de dos ingredientes. Todas las naciones, dice el Tratado Institucional, publicado bajo la autoridad del emperador Justiniano, que están gobernadas por leyes y costumbres, en parte están gobernadas por sus propias leyes que son patrimonio común de toda la humaniáad. Las leyes que promulga un pueblo se denominan Derecho Civil de ese pueblo, pero aquellas que la razón natural prescribe para toda la humanidad se denominan Derecho de Gentes (o Derecho Internacional), porque todas las naciones lo usan. Se suponía que la parte del derecho que la razón natural prescribe para toda la humanidad era el elemento que el edicto pretoriano había introducido en la jurisprudencia romana. En otra parte, se llama sencillamente Jus Naturale o Derecho Natural, y se cree que sus ordenanzas han sido dictadas por la Equidad Natural (naturalis aequitas) y por la razón natural. Trataré ahora de descubrir el origen de esas frases famosas: Derecho de Gentes, Derecho Natural y Equidad, y revelar de qué modo las concepciones que indican están mutuamente relacionadas.
Es sorprendente, aun para el estudioso más superficial de la historia romana, lo mucho que afectó el destino de la República la presencia de extranjeros quienes, bajo nombres diferentes, se establecieron en su suelo. Las causas de esta inmigración son discernibles en lo que toca a un periodo tardío, pues se puede fácilmente entender por qué hombres de todas las razas desearían asentarse en la dueña del mundo. Pero el mismo fenómeno de una numerosa población de extranjeros y ciudadanos naturalizados ocurre, según los registros más antiguos, al comienzo del Estado romano. No hay duda de que la gran inestabilidad social en la antigua Italia, compuesta como estaba, en buena medida, por tribus merodeadoras, animó a los individuos a trasladarse al territorio de cualquier comunidad lo bastante poderosa para protegerse y protegerlos del ataque exterior, aun cuando esa protección se comprara a un alto precio: tasas impositivas muy altas, privación de derechos políticos y una buena dosis de humillación social. Es probable, no obstante, que la explicación anterior sea incompleta y que solamente podría perfeccionarse teniendo en cuenta las activas relaciones comerciales que, aunque apenas se reflejan en las tradiciones militares de la República, Roma parece haber, de hecho, mantenido con Cartago y con el interior de Italia en tiempos prehistóricos. Independientemente de cuáles fueran las circunstancias a las que la inmigración era atribuible, el elemento extranjero en la República determinó el curso total de su historia, que, en todas sus etapas, es poco más que una narración de conflictos entre una nacionalidad inquebrantable y una población extranjera. Nada semejante se ha presenciado en la época moderna; de una parte, porque las modernas comunidades europeas nunca -o casi nunca- han recibido un flujo de inmigrantes extranjeros lo bastante numeroso para hacerse sentir entre el volumen de los ciudadanos nativos, y de otra parte, porque los Estados modernos, aglutinados en su lealtad a un rey o a un superior político, absorben grupos considerables de inmigrantes con una rapidez desconocida en el mundo antiguo, en el que los ciudadanos originales de una República siempre creían estar unidos por parentesco consanguíneo y resentían las peticiones de igualdad de privilegios como una usurpación de sus derechos de nacimiento. En los comienzos de la República romana, el principio de la exclusión absoluta de los extranjeros impregnó el Derecho Civil y la Constitución. El extranjero o el naturalizado no podía participar en absoluto en una institución que se supusiera contemporánea del Estado. No podía recibir los beneficios de la Ley Quiritaria. No podía ser parte interesada en el nexum que era, a la vez, la escritura de traspaso y el contrato entre los primitivos romanos. No podía entablar juicio por Acción Sacramental, un modo de litigación, cuyo origen se remonta a la misma infancia de la civilización. A pesar de todo, ni la seguridad ni el interés de Roma, lo dejaban totalmente proscrito. Todas las comunidades antiguas corrían el riesgo de ser destruidas por la más ligera alteración de su equilibrio y el mero instinto de conservación obligó a los romanos a idear ciertos métodos para regular los derechos y los deberes de los extranjeros, quienes podían, de otro modo -y esto constituía un peligro real en el mundo antiguo- recurrir a la lucha armada para resolver sus problemas. Además, en ningún momento de la historia romana, se abandonó totalmente el comercio internacional. Por tanto, probablemente se asumió jurisdicción en las reyertas en las que las partes eran extranjeros, o un nativo y un extranjero, en parte, como medida política y, en parte, para fomentar el comercio. La asunción de esa jurisdicción implicó la necesidad inmediata de descubrir algunos principios sobre los que se podrían saldar las cuestiones que iban a ser adjudicadas. Los principios que los jurisconsultos romanos aplicaron a este fin eran fundamentalmente característicos de su tiempo. Se negaron, como ya he señalado, a decidir los casos nuevos mediante el puro Derecho Civil romano. Rehusaron aplicar el derecho del Estado específico del que procedía el litigante extranjero, sin duda porque aparentemente implicaba una especie de degradación. Recurrieron así, al expediente de seleccionar reglas legaes que eran comunes a Roma y a las diferentes comunidades italianas en las que los extranjeros habían nacido. En otras palabras, se pusieron a formar un sistema que respondía al significado primitivo y literal del Jus Gentium, es decir, el Derecho común a todas las naciones. El Jus Gentium era, de hecho, la suma de las costumbres comunes de las antiguas tribus italianas, pues éstas formaban todas las naciones que los romanos podían realmente observar y que enviaron olas sucesivas de inmigrantes al suelo romano. Siempre que se veía que un uso particular era practicado por un gran número de razas separadas se registraba como parte del Derecho Consuetudinario de todas las naciones o Jus Gentium. Así, aunque la cesión de la propiedad adoptaba formas muy distintas en las diferentes Repúblicas que rodeaban Roma, el traspaso, tradición o entrega, de hecho, eran parte del ritual en todas ellas. Por ejemplo, formaba parte, aunque secundaria, de la Mancipación o traslación de domimo privativa de Roma. La tradición era probablemente el único ingrediente común de los modos de traslación de dominio que los jurisconsultos pudieron observar y fue puesta por escrito como una institución Juris Gentium o regla común en el derecho de todas las naciones. Un amplio número de otros usos fueron escudriñados con resultados parecidos. En todos ellos se descubrió alguna característica común, con un propósito común, y esta característica fue clasificada en el Jus Gentium. El Jus Gentium fue, por tanto, una colección de reglas y principios que, según se pudo observar, eran comunes en las instituciones que prevalecían entre las distintas tribus italianas.
Las circunstancias del origen del Jus Gentium constituyen suficiente salvaguardia contra el error de suponer que los jurisconsultos romanos tenían un respeto especial por él. Era el fruto, en parte, de su desdén por toda ley extranjera y, en parte, de su renuencia a dar al extranjero las ventajas de su propio Jus Civile indígena. Cierto que, en la actualidad, tomaríamos probablemente un punto de vista muy diferente sobre el Jus Gentium, si estuviéramos realizando la operación que efectuaban los jurisconsultos romanos. Otorgaríamos cierta superioridad o precedencia al elemento que hubiéramos considerado subyacente a toda la variedad de usos. Tendríamos cierto respeto por reglas y principios tan universales. Tal vez hablaríamos del ingrediente común como de la esencia de la transacción en que entraba y estigmatizaríamos el aparato restante de la ceremonia, el cual variaba en las diferentes comunidades, como adventicio y accidental. O tal vez, inferiríamos que las razas que estábamos comparando habían obedecido, en otro tiempo, a un gran sistema de instituciones comunes cuya reproducción era el Jus Gentium, y que los usos complicados de las Repúblicas separadas eran solamente corrupciones y degeneraciones de las ordenanzas más sencillas que habían regulado en otro tiempo su estado primitivo. Pero el resultado al que las ideas modernas conducen al observador son, en la medida de lo posible, el reverso de aquel al que llegaba instintivamente el romano primitivo. Lo que nosotros respetamos o admiramos, aquél le tenía aversión o miraba con un temor celoso. Las partes de la jurisprudencia que él reverenciaba son exactamente las que un teórico moderno deja al margen de su consideración por accidentales y transitorias: las acciones solemnes de la mancipación, las primorosamente ajustadas preguntas y respuestas del contrato verbal, las infinitas formalidades de alegación y tramitación. El Jus Gentium era simplemente un sistema que se le metió a la fuerza por necesidades políticas. Lo estimaba tanto como a los extranjeros de cuyas instituciones derivaba y para cuyo beneficio estaba concebido. Se requería una revolución completa de las ideas antes de que pudiera exigir su respeto, y fue tan completa cuando por fin ocurrió, que la verdadera razón de que nuestra moderna estimación por el Jus Gentium difiera, de la que acabamos de describir es que la jurisprudencia y filosofía modernas han heredado los puntos de vIsta modernos de los jurisconsultos posteriores en este asunto. Llegó un momento en que, de un accesorio innoble del Jus Civile, el Jus Gentium empezó a ser considerado un gran pensamiento, un modelo todavía imperfectamente desarrollado al que todo derecho debería someterse en la medida de la posible. La crisis se produjo cuando la ley griega del Derecho Natural se aplicó a la administración positiva romana del Derecho de Gentes.
El Jus Naturale o Derecho Natural es simplemente el Jus Gentium o Derecho Internacional visto a la luz de una teoría especial. Ulpiano, con la propensión a hacer distinciones y matices característica del jurisconsulto, hizo un intento desafortunado de separarlo; sin embargo, el lenguaje de Gayo -una autoridad eminente- y el pasaje de los lnstituta antes citado no dejan lugar a dudas de que las expresiones eran prácticamente convertibles. La diferencia entre ellas era enteramente histórica y ninguna distinción esencial podría establecerse. Casi huelga añadir que la confusión entre Jus Gentium, o Derecho Consuetudinario común a todas las naciones, y Derecho Internacional es totalmente moderna. La expresión clásica para Derecho Internacional es Jus Feciale o la ley de la negociación y la diplomacia. Es, sin embargo, incuestionable que las impresiones vagas sobre el significado de Jus Gentium contribuyeron a producir la teoría moderna de que las relaciones de los Estados independientes están normadas por el Derecho Natural.
Es, pues, necesario investigar las concepciones griegas de naturaleza y su ley. La palabra (palabra en griego que nos resulta imposible reproducir. N.d.E), que se convirtió en latín natura, y en nuestra naturaleza, originalmente denotaba, más allá de cualquier duda, el universo material contemplado en un aspecto que -con nuestra presente distancia intelectual de aquellos tiempos- no es muy fácil de delinear en lenguaje moderno. La naturaleza significa el mundo físico considerado como resultado de algún elemento o ley primordial. Los más antiguos filósofos griegos solían explicar la obra de la creación como la manifestación de algún principio único que atribuyeron al movimiento, a la fuerza, al fuego, a la humedad, o a la generación. En un sentido más simple y antiguo, la naturaleza es precisamente el universo físico considerado en esta forma como la manifestación de un principio. Después, las sectas griegas posteriores, volviendo a la senda de la que los grandes intelectos de Grecia se habían apartado, añadieron el mundo moral al fisico en la concepción de naturaleza. Ampliaron el término hasta abarcar no meramente la creación visible, sino también los pensamientos, observancias y aspiraciones de la humanidad. No obstante, como antes, lo que ellos entendían por naturaleza no eran únicamente los fenómenos morales de la sociedad humana sino también estos fenómenos considerados resolubles en algunas leyes generales y sencillas.
Ahora bien, lo mismo que los más antiguos teóricos griegos suponían que los juegos del azar habían cambiado el universo material de su sencilla forma primitiva a la heterogénea condición actual, así sus descendientes intelectuales imaginaron que, de no ser por un enojoso accidente, la raza humana se habría sometido a las reglas de conducta más sencillas y a una vida menos tempestuosa. VivIr conforme a la naturaleza se vino a considerar como el fin para el que el hombre fue creado y que los mejores iban a lograrlo. Vivir conforme a la naturaleza era elevarse, por encima de los hábitos desordenados y las gratificaciones groseras del vulgo, a acciones superiores que nada le permitiría cumplirlas al aspirante, excepto la abnegación y el dominio de sí mismo. Es notorio que esta proposición -vivir conforme a la naturaleza- era la suma de los principios de la conocida filosofía estoica. Ahora bien, una vez conquistada Grecia, esa filosofía hizo progresos considerables en la sociedad romana. Poseía una fascinación natural para la clase poderosa que, en teoría, al menos, se adhería a los hábitos sencillos de la antigua raza italiana y desdeñaba rendirse a las innovaciones de modas extranjeras. Esas personas comenzaron inmediatamente a afectar los preceptos de vida estoicos conforme a la naturaleza, afectación tanto más grata y, yo añadiría, tanto más noble, por su contraste con la ilimitada disolución que se estaba difundiendo por la ciudad imperial tras el pillaje del mundo y el ejemplo tomado de las razas más aficionadas al lujo. Podemos estar seguros, aunque no lo sepamos históricamente, que, al frente de los discípulos de la nueva escuela griega, figuraban los jurisconsultos romanos. Contamos con pruebas abundantes de que, por haber esencialmente sólo dos profesiones en la República romana, los militares eran identificados generalmente con el partido del movimiento, y los jurisconsultos se hallaban a la cabeza del partido de la resistencia.
La alianza de los jurisconsultos y filósofos estoicos duró muchos siglos. Algunos de los nombres más antiguos en la serie de jurisconsultos renombrados están asociados al estoicismo, y finalmente tenemos que la edad de oro de la jurisprudencia romana, por consenso general, ha sido fijada en la época de los Antoninos, los discípulos más famosos a quienes esa filosofía había dado un precepto vital. La amplia difusión de estas ideas entre los miembros de una profesión particular tenía que afectar el arte que practicaban e influian. Algunas posiciones que encontramos en las obras póstumas de los jurisconsultos romanos apenas son inteligibles a menos que se utilicen los principios estoicos como clave; pero, al mismo tiempo, es un error serio, aunque muy común, medir la influencia del estoicismo en el Derecho Romano contando el número de reglas legales que pueden ser confiadamente legitimadas mediante los dogmas estoicos. Se ha señalado con frecuencia que la fuerza del estoicismo residía no en sus cánones de conducta que, a menudo, eran repulsivos o ridícu!os, sino en el gran -si bien vago- principio que inculcaba la resistencia a toda pasión. De modo parecido, la influencla de las teorías griegas sobre la jurisprudencia, que tuvo su expresión más precisa en el estoicismo, consistió no en el número de posiciones específicas que aportó al Derecho Romano, sino en la única asunción fundamental que le prestaron. Después de que el término naturaleza se volvió una palabra familiar entre los romanos, gradualmente fue prevaleciendo entre los jurisconsultos romanos la creencia de que el viejo Jus Gentium era, de hecho, un código perdido de la naturaleza y que el pretor, al idear una jurisprudencia de edictos en base a los principios del Jus Gentium estaba poco a poco restableciendo un modelo del que el derecho se había alejado sólo para deteriorarse. La inferencia de esta creencia era inmediata: era deber del pretor reemplazar el Derecho Civil, en la medida de lo posible, para revivir las instituciones mediante las cuales la naturaleza había gobernado al hombre en el estado primitivo. Claro está que existían muchos impedimentos para mejorar el derecho por este procedimiento. Pueden haber existido prejuicios a superar aun en la misma profesión legal, y los hábitos romanos eran demasiado tenaces para ceder de inmediato a una mera teoría filosófica. Los métodos indirectos, utilizados por el edicto para combatir ciertas anomalías técnicas, muestran la precaución que sus autores se veían obligados a guardar, y, hasta la época de Justiniano, había ciertas partes del viejo derecho que habían obstinadamente resistido su influencia. Pero, en conjunto, el progreso de los romanos en la mejora legal fue asombrosamente rápido tan pronto como fue estimulada por el Derecho Natural. Las ideas de simplificación y generalización habían estado asociadas siempre con la concepción de naturaleza; sencillez, simetría e inteligibilidad comenzaron a ser consideradas como las características de un buen sistema legal y desapareció completamente el gusto por el lenguaje difuso, ceremoniales y dificultades inútiles. Se necesitó la fuerte voluntad y oportunidades extraordinarias de Justiniano para dar al Derecho Romano su forma existente; sin embargo, el plan básico del sistema había sido efectuado mucho antes de las reformas imperiales.
¿Cuál era el punto de contacto exacto entre el viejo Jus Gentium y el Derecho Natural? En mi opinión, se tocan y combinan por medio de la Aequitas o equidad en su sentido original, y aquí, aparentemente, nos hallamos ante la primera aparición en Jurisprudencia de este famoso término: equidad. Al examinar una expresión que tiene un origen tan remoto y una historia tan larga como ésta, siempre es más seguro profundizar, si es posible, en la metáfora o figura sencilla que al principio simbolizaba la concepción. Se ha creído generalmente que Aequitas es el equivalente del griego (palabra en griego que nos resulta imposible reproducir N.d.E.) es decir, el principio de distribución igualitaria o proporcionada. La división igualitaria de números o magnitudes físicas está sin duda estrechamente unida a nuestra percepción de la justicia; pocas asociaciones mantienen su puesto en la mente con tanta persistencia o se rechazan con tanta dificultad aun entre los más profundos pensadores. Sin embargo, al trazar la historia de esta asociación descubrimos que no parece haberse planteado al pensamiento más antiguo sino que es producto de una filosofía relativamente tardía. Es interesante también que la igualdad de las leyes de la que tan orgullosas se sentían las democracias griegas -aquella igualdad que, según la bella canción báquica de Calístrato, fue dada a Atenas por Harmodio y Aristogitón- tenía poco en común con la equidad de los romanos. La primera era la administración equitativa del derecho civil entre los ciudadanos; la última, implicaba la aplicación del derecho, que no era un derecho civil, a una clase que no necesariamente consistía de ciudadanos. La primera excluia al déspota; la última incluia a los extranjeros y, para ciertos fines, a los esclavos. En conjunto, me inclinaría por buscar en otra dirección el germen de la equidad romana. La palabra latina aequus lleva implícito más claramente el sentido de nivelación que la griega (palabra en griego que no podemos reproducir N.d.E.). Ahora bien, la tendencia niveladora era justamente la característica del Jus Gentium, que sería lo más impresionante para un romano primitivo. La Ley Quiritaria pura, reconocía una multitud de distinciones arbitrarias entre clases de hombres y tipos de propiedad; el Jus Gentium, generalizado a partir de una comparación de distintas costumbres, dejaba a un lado las divisiones quiritarias. El viejo Derecho Romano establecía, por ejemplo, una diferencia fundamental entre relación agnática y cognática, es decir, entre la familia considerada en relación al acatamiento común a la autoridad patriarcal, y la familia considerada (conforme a las ideas modernas) como unidad por el mero hecho de la descendencia común. Esta distinción desaparece en el derecho común a todas las naciones, así como la diferencia entre las formas arcaicas de la sociedad: cosas Mancipi y cosas Nec Mancipi. El abandono de deslindes y límites me parece, por tanto, el rasgo del Jus Gentium que fue descrito en la Aequitas. Me imagino que, al principio, la palabra era una mera descripción de aquella nivelación constante o eliminación de irregularidades que prosiguió cada vez que el sistema pretoriano se aplicó a los casos de litigantes extranjeros. Probablemente, al principio, la expresión no tuvo un significado ético de uno u otro color; tampoco existe razón para creer que el proceso que indicaba era otra cosa más que desagradable a la mente romana primitiva.
Por otra parte, el rasgo del Jus Gentium que se presentaba a la comprensión de un romano mediante la palabra equidad era precisamente la primera y más vívidamente comprendida característica de un hipotético estado natural. La naturaleza implicaba orden simétrico, primero, en el mundo físico, y, luego, en el moral, y la más antigua noción de orden implicaba líneas rectas, superficies planas y distancias medidas. El mismo tipo de imagen o figura vendría inconscientemente a la mente tanto si ésta se esforzaba en concebir las características del supuesto estado natural como si, de un vistazo, trataba de comprender la administración real de la ley comun a todas las naciones, y todo lo que sabemos del pensamiento primitivo nos llevaría a concluir que esta semejanza ideal contribuiría, en buena medida, a alentar la creencia en una identidad de las dos concepciones. Pero entonces, mientras el Jus Gentium gozaba de poco o ningún crédito anterior en Roma, la teoría de un Derecho Natural entró rodeada de todo el prestigio de una autoridad filosófica, y cubierta del encanto que le prestaba su asociación con un estado más dichoso de la raza humana. Es fácil comprender cómo los diferentes puntos de vista podían afectar la dignidad del término que, a la vez, describía el funcionamiento de los viejos principios y el resultado de la nueva teoría. Incluso para oídos modernos no es la mismo describir un proceso como nivelación que llamarle corrección de anomalías, aunque la metáfora sea precisamente la misma. Tampoco dudo que, en cuanto se entendió que la Aequitas aludía a la teoría griega, las asociaciones resultantes de la noción griega de (palabra griega que no podemos reproducir N.d.E.), comenzaron a apiñársele. El lenguaje de Cicerón vuelve más que probable que esto haya sido así y era la primera etapa de la transmutación de una concepción de equidad que casi todo sistema ético que ha aparecido desde entonces ha contribuido en mayor o menor medida a continuar.
Algo debe añadirse sobre la mediación formal por la que, los principios y las distinciones asociadas, primero con el derecho comun a todas las naciones y después con el Derecho Natural, se incorporaron en el Derecho Romano. En el momento de crisis de la primitiva historia romana que está marcada por la expulsión de los tarquinos, ocurrió un cambio que tiene su paralelo en los viejos anales de muchos Estados antiguos, pero que guarda muy poco en común con los cambios políticos que ahora denominamos revolución. Puede describirse mejor diciendo que la monarquía fue puesta en servicio activo. Los poderes hasta entonces concentrados en las manos de una sola persona fueron distribuidos entre cierto número de funcionarios electivos, al tiempo que se retuvo el mismo nombre de oficio real y se propuso a un personaje conocido a partir de entonces como Rex Sacrorum o Rex Sacrifilus. Como parte del cambio, los deberes prescritos del cambio judicial supremo recayeron en el pretor, entonces primer funcionario de la República, y junto con estos deberes se le transfirió la supremacía indefinida sobre el derecho y la legislación que siempre iba unida a los antiguos soberanos y que se relacionaba con la autoridad patriarcal y heroica que habían disfrutado en otro tiempo. Las circunstancias de Roma otorgaron gran importancia a la más indefinida porción de las funciones así transferidas, pues con el establecimiento de la República comenzaron aquella serie de juicios recurrentes que sobrepasaron al Estado, ante la dificultad de tratar a una multitud de personas que, si bien no se avenían a la descripción técnica de romanos nativos, vivían permanentemente dentro de la jurisdicción romana. Las disputas entre tales personas, o entre esas personas y ciudadanos nativos, habrían permanecido sin los límites impuestos por el Derecho Romano, si el pretor no se hubiera comprometido a resolverlos, y él, muy pronto, debe haberse alistado personalmente en las disputas más críticas que con la ampliación del comercio surgieron entre los súbditos romanos y los extranjeros. El gran incremento de tales casos en los tribunales romanos en el periodo de la Primera Guerra Púnica está marcado por el nombramiento de un pretor especial, conocido posteriormente con el nombre de Praetor Peregrinus, que les prestó toda su atención. Mientras, una precaución del pueblo romano para evitar el renacimiento de la opresión había consistido en obligar a cada magistrado, cuyos deberes tuvieran propensión a extender su esfera de acción, a publicar, al comenzar su cargo anual un edicto o decreto en el que declaraba la manera en que iba a administrar su departamento. El pretor estaba sujeto a esa regla igual que otros magistrados; pero, como era necesariamente imposible componer todos los años un sistema separado de principios, parece haber vuelto a publicar, con cierta regularidad, el edicto de su predecesor. Al anterior, segun la exigencia del momento y su propio punto de vista legal, se le introducían adiciones y cambios. El decreto del pretor, ampliado de este modo cada año, recibió el nombre de Edictum Perpetuum, es decir, el edicto continuo y no interrumpido. La longitud inmensa que alcanzó, junto quizá con un cierto disgusto por su textura necesariamente desordenada hizo que se detuviese la práctica de aumentarlo en el año de Salvius Julianus, quien ocupó la magistratura en el reinado del emperador Adriano. El edicto de ese pretor abarcó todo el cuerpo de jurisprudencia sobre equidad, que probablemente dispuso en un orden nuevo y simétrico y el edicto perpetuo es por eso citado a menudo en Derecho Romano como el Edicto Julianus.
Tal vez la primera pregunta que se le plantea a un inglés que examine los mecanismos peculiares del edicto es: ¿cuáles eran las limitaciones de estos amplios poderes del pretor?; ¿cómo se conciliaba una autoridad tan poco definida con una condición fija de la sociedad y del derecho? La respuesta sólo puede darse tras una cuidadosa observación de las condiciones en que opera el Derecho Inglés. Debe recordarse que el pretor era un jurisconsulto o una persona que se hallaba por entero en manos de consejeros que eran jurisconsultos, y es probable que todo abogado romano esperase con impaciencia el día en que ocuparía o controlaría la gran magistratura judicial. En el intervalo, sus gustos, sentimientos, prejuicios, y grado de ilustración eran inevitablemente los de su propia clase, y, finalmente, aportaba a su cargo las calificaciones que había adquirido en el estudio y ejercicio de su profesión. Un canciller inglés recibe precisamente el mismo tipo de entrenamiento y lleva al woolsack (asiento del canciller del reino en la Cámara de los Lores en la Gran Bretaña), las mismas calificaciones. Cuando asume el poder, se espera que cuando lo abandone habrá modificado, hasta cierto punto, la ley; sin embargo, hasta que haya dejado su asiento y completado la serie de decisiones que quedan en las Relaciones de Pleitos, no podremos descubrir en qué grado habrá dilucidado o añadido principios a los que sus predecesores le legaron. La jurisprudencia del pretor -en la jurisprudencia romana- difería solamente respecto a la duración del periodo a su cargo. Como ya se ha señalado, estaba en el cargo un año solamente, y las decisiones que tomaba en ese año, aunque naturalmente irreversibles en lo que toca a los litigantes, no poseían un valor ulterior. El momento más natural para declarar los cambios que se proponía realizar ocurría, por tanto, a su entrada en la pretoría y, en consecuencia, al comenzar su labor, hacía abierta y reconocidamente lo que al final su equivalente inglés hacía insensible y, a veces, inconscientemente. Los límites de esta aparente libertad son los mismos que los del juez inglés. Teóricamente, parece no existir apenas ningún límite a los poderes de cualquiera de ellos, pero, en la práctica al pretor romano, en no menor grado que al canciller inglés, se le mantenía dentro de los límites más estrechos por medio de predisposiciones embebidas durante su entrenamiento, y por las fuertes cortapisas de la opinión profesional, cortapisas cuyo rigor solamente puede ser apreciado por aquellos que las han experimentado personalmente. Hay que añadir que las fronteras dentro de las que estaba permitido moverse y más allá de las cuales no se podía ir, estaban muy claramente trazadas en un caso y en el otro. En Inglaterra, el juez sigue las analogías de casos registrados de grupos de hechos aislados. En Roma, como la intervención del pretor estaba en principio dictada por el simple interés en la seguridad del Estado, es probable que estuviese, en los primeros tiempos, en proporción a la dificultad de la que quería deshacerse. Más tarde, cuando las respuestas difundieron el gusto por los principios, sin duda usó el edicto como un medio de dar una más vasta aplicación a aquellos principios fundamentales, que él y otros jurisconsultos practicantes, sus contemporáneos, creían haber detectado en el derecho. Más tarde todavía, actuó bajo la plena influencia de las teorías filosóficas griegas, que a la vez lo tentaban a continuar y lo limitaban a un modo particular de progreso.
La naturaleza de las medidas atribuidas a Salvius ]ulianus ha sido muy debatida. Cualquiera que fuera, sus efectos sobre el edicto están suficientemente claros. Dejó de ampliarse con adiciones anuales y, en adelante, la jurisprudencia equitativa de Roma se desarrolló mediante el empeño de una sucesión de grandes jurisconsultos que llenan con sus escritos el intervalo entre el reino de Adriano y el de Alejandro Severo. Un fragmento del maravilloso sistema que idearon sobrevive en las Pandectas de Justiniano y aporta pruebas de que sus trabajos tomaron la forma de tratados sobre todas las partes del Derecho Romano; independientemente del asunto inmediato del jurisconsulto en esa época, podía ser denominado siempre expositor de la equidad. Los principios del edicto, antes de la época de su discontinuación, se habían filtrado en toda la jurisprudencia romana. La equidad de Roma, debe recordarse, aunque muy distinta del derecho civil, era administrada siempre por los mismos tribunales. El pretor era el principal magistrado de justicia y el más grande magistrado del derecho consuetudinario, y tan pronto como el edicto se hubo convertido en una regla equitativa, el tribunal pretoriano comenzó a aplicarlo en lugar de, o junto con, las viejas reglas del Derecho Civil, que fue, de este modo, directa o indirectamente revocado, sin ninguna promulgación especial de la legislatura. Claro está que el resultado adolecía considerablemente de una fusión completa de derecho y equidad, que no se llevó a cabo hasta las reformas de Justiniano. La separación técnica de los dos elementos de la jurisprudencia implicaba cierta confusión e inconveniencia y hubo algunas doctrinas más inquebrantables del Derecho Civil con las que ni los autores ni los expositores del edicto se atrevieron a interferir. Pero, al mismo tiempo, no hubo rincón del campo de la jurisprudencia que no fuese más o menos cubierto por la influencia de la equidad. Suministró al jurista todos los materiales para la generalización, sus elucidaciones de primeros principios, y la gran masa de reglas limitantes en las que el legislador raramente interviene, pero que controlan seriamente la aplicación de cada acto legislativo.
El periodo de los juristas termina con Alejandro Severo. Desde Adriano hasta este ultimo emperador se había continuado la mejoría del derecho, tal como se halla actualmente en la mayoría de los países europeos, en parte mediante comentarios aprobados y en parte por legislación directa. Pero en el reinado de Alejandro Severo, el potencial de desarrollo de la equidad romana parece haberse agotado, y la continuación de los jurisconsultos toca a su fin. La historía restante del derecho romano es la historia de las constituciones imperiales, y, al final, de los intentos de codificar lo que se había convertido en el pesado cuerpo de la jurisprudencia romana. En el Corpus ]uris de Justiniano encontramos el ultimo y más renombrado experimento de este tipo.
Sería tedioso entrar en una comparación o contraste detallados de la equidad inglesa y romana; sin embargo merece la pena mencionar dos rasgos que tienen en común. Cada uno de ellos tendía, como tiende todo sistema de esta clase, a exactamente el mismo estado en que se hallaba el viejo derecho consuetudinario cuando por primera vez intervino la equidad. Llega un momento en que los principios morales adoptados originalmente ya han sido llevados a sus últimas consecuencias legítimas y, entonces, el sistema basado en ellas se vuelve más rígido, inexpansivo, y tan sujeto a rezagar el progreso moral como el código más severo de reglas abiertamente legales. Esta época se alcanzó en Roma durante el reinado de Alejandro Severo. A partir de entonces, aunque todo el mundo romano atravesaba una revolución moral, la equidad de Roma dejó de expandirse. El mismo punto de la historia legal se alcanzó en Inglaterra bajo la cancillería de Lord Elton, el primero de nuestros jueces equitativos quien, en lugar de ampliar la jurisprudencia de su tribunal por legislación indirecta, dedicó su vida a explicarla y armonizarla. Si la filosofía de la historia legal fuese mejor entendida en Inglaterra, los servicios de Lord Elton serían, por una parte, menos exagerados, y, por otra, mejor apreciados de lo que parecen entre los jurisconsultos contemporáneos. Serían evitadas, asimismo, otras falsas interpretaciones. Los jurisconsultos ingleses pueden ver fácilmente que la equidad inglesa es un sistema fundado en reglas morales; pero se olvida que estas reglas contienen la moralidad de siglos pasados -no del actual- y que ya han recibido toda la aplicación de que son capaces, y a pesar de que no difieren sustancialmente del credo ético de nuestros días no están necesariamente al mismo nivel. Las teorías imperfectas sobre el tema, que se han adoptado comúnmente, han generado errores de formas opuestas. Muchos tratadistas de la equidad, impresionados por la entereza del sistema en su estado actual, se comprometen expresa o implícitamente con la paradójica afirmación de que los fundadores de la jurisprudencia cancilleril proyectaban la actual firmeza de su forma cuando estaban sentando sus primeros fundamentos. Otros se quejan -y ésta es una queja frecuentemente oída en argumentos forenses- que las reglas morales observadas en el Tribunal de Chancillería rezagan las normas éticas de la actualidad. Desearían que cada Canciller desempeñara un papel en favor de la jurisprudencia actual semejante al que desempeñaron los padres de la equidad inglesa en favor del viejo derecho consuetudinario. Pero esto es invertir el orden de las mediaciones por las que la mejoría de la ley es llevada a cabo. La equidad tuvo su lugar y su tiempo y -como ya he señalado- otro instrumento estará listo para sucederle cuando sus energías se hayan gastado.
Otra característica notoria de la equidad inglesa y romana es la falsedad de las asunciones sobre las que se defendió originalmente la pretensión de que la equidad era superior a la regla legal. Nada desagrada más al hombre, como individuo o como masa, que la admisión de su progreso moral como realidad sustancial. Esta renuencia se manifiesta, en lo tocante a los individuos, en el respeto exagerado que se otorga ordinariamente a la dudosa virtud de la consistencia. El movimiento de la opinión colectiva de una sociedad entera es demasiado palpable para ser ignorado, y generalmente su tendencia a tratar de conseguir condiciones mejores es demasiado visible para ser desacreditada; sin embargo, no existe la más mínima inclinación a aceptarlos como un fenómeno primario y es comúnmente explicado en términos de la recuperación de una perfección perdida: el retorno gradual a un estado del que la raza había partido. Esta tendencia de mirar atrás en lugar de adelante para buscar la meta del progreso moral produjo antiguamente, como hemos visto, efectos serios y permanentes sobre la jurisprudencia romana. Los jurisconsultos romanos, para explicar la mejoría de la jurisprudencia hecha por el pretor, tomaron de Grecia la doctrina de un estado natural del hombre -una sociedad natural- anterior a la organización de Repúblicas gobernadas por el derecho positivo. En Inglaterra, por otra parte, un conjunto de ideas que eran muy atractivas para los ingleses de la época explicaba la anulación del derecho consuetudinario por la equidad, suponiendo la existencia de un derecho general a vigilar la administración de justicia. Esta justicia, supuestamente, se hallaba investida en el rey como resultado natural de su autoridad paterna. El mismo punto de vista aparece bajo una forma diferente -de un exquisito arcaísmo- en la doctrina de que la equidad brotaba de la conciencia del rey. De este modo, se transfería al sentido moral inherente del soberano un mejoramiento que había tenido lugar en las normas morales de la comunidad. El desarrollo de la constitución inglesa, después de un cierto tiempo, volvió desagradable esa teoría; pero como la jurisdicción de la Chancillería estaba por entonces firmemente establecida, no valió la pena idear ningún sustituto para ella. Las teorías que se encuentran en los modernos manuales sobre la equidad son muy variadas; pero todas igualmente insostenibles. La mayoría son modificaciones de la doctrina romana de un derecho natural, que es adoptada, precisamente, por aquellos escritores que inician una discusión acerca de la jurisdicción del Tribunal de Chancillería estableciendo una distinción entre justicia natural y justicia civil.
CAPÍTULO IV
La historia moderna del derecho natural
Se podría concluir de lo que se ha dicho hasta aquí que la teoría que transformó la jurisprudencia romana no tenía pretensiones de precisión filosófica. Se sustentaba, de hecho, en uno de esos modos mixtos de pensamiento que parecen haber caracterizado a todas las mentes -excepto a las más preclaras- durante la infancia del pensamiento teórico, y que distan de estar ausentes aun de los procesos mentales de nuestros días. El derecho natural confundía pasado y presente. Lógicamente, presuponía un estado natural que se hallaba regulado, en otro tiempo, por el derecho natural; sin embargo, los jurisconsultos no hablan de una forma clara y confiada de la existencia de un tal estado, el cual, en la práctica, recibió poca atención real entre los antiguos, excepto cuando encontró expresión poética en la fantasía de una Edad de Oro. El derecho natural, para fines prácticos, era algo que pertenecía al presente, algo entretejido en las instituciones existentes; algo, en fin, que un observador competente podía abstraer de ellas. El criterio que separó las ordenanzas de la naturaleza de los toscos ingredientes con que estaban mezcladas fue un sentido de la sencillez y de la armonía. La sencillez y la armonía no fueron, sin embargo, las que hicieron que estos elementos más finos fueran originalmente respetados, sino su pretendida descendencia del reino aborigen de la naturaleza. Los discípulos modernos de los jurisconsultos no han logrado dar una explicación satisfactoria de esta confusión. De hecho, las especulaciones modernas sobre el derecho natural revelan una gran falta de percepción y se hallan viciadas por un lenguaje ambiguo, fallas que, en justicia, apenas podrían atribuirse a los jurisconsultos romanos. Existen algunos tratadistas que intentan evadir la dificultad fundamental al sostener que el código natural existe de cara al futuro y es la meta hacia la que confluyen todos los derechos civiles. Esto es revertir todos los supuestos en que se basaba la vieja teoría, o más bien, quizá, mezclar dos teorías inconsistentes. El cristianismo introdujo en el mundo la tendencia a mirar, no al pasado, sino al futuro para buscar tipos de perfección. La literatura antigua aporta pocos indicios -o ninguno- de que existiera la creencia de que el progreso de la sociedad va necesariamente de peor a mejor.
Sin embargo, la importancia de esta teoría para la humanidad ha sido mucho mayor de lo que podría esperarse de sus diferencias filosóficas. No es fácil predecir qué rumbo habría tomado la historia del pensamiento y, por tanto, de la raza humana, si la creencia en un derecho natural no se hubiera universalizado en el mundo antiguo.
Hay dos peligros especiales a los que parecen estar sujetos en su infancia el derecho y la sociedad, cuya cohesión se debe al primero. Uno, que el derecho pueda desarrollarse demasiado rápidamente. Esto ocurrió con los códigos de las comunidades griegas más progresivas que se desembarazaron con una facilidad asombrosa de procedimientos pesados y obligaciones inútiles y pronto dejaron de prestar un valor supersticioso a reglas y prescripciones rígidas. A final de cuentas no resultó ventajoso para la humanidad que esto sucediera, aunque el beneficio inmediato conferido a los ciudadanos griegos puede haber sido considerable. Una de las cualidades más raras del carácter nacional es la capacidad de aplicar e implementar la ley, tal como es, al costo de fracasos constantes de la justicia abstracta, sin perder al mismo tiempo la esperanza o el deseo de que la ley se ajuste a un ideal más elevado. El intelecto griego, en toda su nobleza y elasticidad, era totalmente incapaz de limitarse al estrecho traje de una fórmula legal y, a juzgar por los tribunales populares de Atenas, de cuyo funcionamiento poseemos conocimiento exacto, los tribunales griegos mostraban una fuerte tendencia a confundir derecho y hecho. Las obras póstumas de los oradores, y las minutas forenses conservadas por Aristóteles en su Tratado de Retórica prueban que cuestiones de derecho puro se argumentaban constantemente en base a cualquier consideración que podría tal vez influir en los jueces. Ningún sistema duradero de jurisprudencia podría surgir y consolidarse de este modo. Una comunidad que nunca dudaba en aflojar las reglas del derecho escrito, siempre que éstas se interponían en el camino de una decisión idealmente perfecta, basándose en los hechos de casos particulares, podía legar solamente -si es que legaba algún cuerpo de principios jurídicos a la posteridad- uno consistente en las ideas sobre el bien y el mal prevalecientes en una época determinada. Una jurisprudencia de esta naturaleza podía tener un marco en el que podrían adecuarse las concepciones más avanzadas de etapas subsiguientes. Valdría, a lo más, como una filosofía marcada con las imperfecciones de la civilización bajo la cual se desarrolló.
Pocas sociedades nacionales han visto su jurisprudencia amenazada por este peligro particular de una madurez precoz y una desintegración prematura. Es muy dudoso que los romanos hayan estado alguna vez seriamente amenazados por él, pero, en cualquier caso, tenían protección adecuada en su teoría del derecho natural. El derecho natural de los jurisconsultos estaba claramente ideado como un sistema que debía gradualmente absorber las leyes civiles sin reemplazarlas mientras permanecieran irrevocadas. Entre el público no se tenía esa impresión de su calidad sagrada; no se creía que pudiera hacer cambiar de opinión a un juez encargado de una litigación particular, con sólo mencionarlo. El valor y utilidad de la concepción se debía a la creencia en una ley perfecta, o a la esperanza de alcanzarla, al tiempo que no tentaba al practicante del derecho o al ciudadano común a negar el carácter obligatorio de las leyes vigentes, que todavía no se hallaban ajustadas a la teoría. Es importante observar también que este sistema modelo, a diferencia de otros que han burlado las esperanzas de los hombres en fechas posteriores, no era enteramente producto de la imaginación. Nunca se creyó que estuviese fundado en principios no comprobados. Existía una vaga noción de que reforzaba el derecho existente y había que buscarlo por medio de él. Sus funciones eran, en resumen, remediadoras, no revolucionarias o anárquicas. Y, desgraciadamente, este es el punto exacto en que la idea moderna de un derecho natural ha cesado, con frecuencia, de parecerse a la antigua.
El otro riesgo a que está expuesta la infancia de la sociedad ha impedido o detenido el progreso de la mayor parte de la humanidad. La rigidez del derecho primitivo, que nace, precisamente, de su temprana asociación e identificación con la religión, ha encadenado a la gran mayoría de la raza humana a las ideas sobre vida y conducta vigentes en la época en que sus usos fueron consolidados en una forma sistemática. Hubo una o dos razas eximidas de esta calamidad por lo que podría denominarse una maravillosa casualidad; y los injertos de estas estirpes afortunadas han fertilizado unas cuantas sociedades modernas. Pero todavía perdura, en la mayor parte del mundo, la creencia de que la perfección legal consiste en la adhesión a un plan fundamental que, supuestamente, ha sido trazado por el legislador original. En tales casos, la jurisprudencia ha adoptado la forma de un juego intelectual perverso y sutil: se precia de extraer conclusiones de textos antiguos sin que en ellas pueda descubrirse ninguna desviación de su tenor literal. No conozco razón alguna por la que el derecho de los romanos debiera ser superior al de los hindús, al menos que la teoría del derecho natural le haya dado un tipo de excelencia diferente al usual. En este caso excepcional, sencillez y simetría se mantuvieron como las características de un derecho ideal y absolutamente perfecto a los ojos de una sociedad cuya influencia sobre la humanidad estaba destinada a ser prodigiosa por otras razones. Es imposible sobrevalorar la importancia que tiene para una nación o profesión la idea de un propósito claro al que aspirar en la búsqueda de la perfección. El secreto de la inmensa influencia de Bentham en Inglaterra, en los últimos treinta años, ha sido su éxito en presentarle al país ese propósito. Nos dio una regla clara para efectuar reformas. Los jurisconsultos ingleses del siglo XVIII eran, probablemente, demasiado agudos para dejarse cegar con la nota paradójica de que el Derecho Inglés era la perfección de la raza humana, pero actuaron como si lo creyeran a falta de cualquier otro principio en que basar su proceder. Bentham hizo que el bien de la comunidad prevaleciese por encima de cualquier otro propósito, y, de este modo, le dejó una escapatoria a una corriente que, desde hacía tiempo, había tratado de hallar una salida.
No es una comparación extravagante el referirse a los presupuestos descritos como el equivalente antiguo del benthanismo. La teoría romana guió los empeños de los hombres en la misma dirección que la teoría formulada por el inglés; sus resultados prácticos no fueron muy diferentes de los que habría alcanzado una secta de reformadores legales que mantuviera una búsqueda constante del bien general de la comunidad. No obstante sería un error atribuirle una anticipación consciente de los principios de Bentham. La felicidad humana es a veces señalada, en la literatura legal y popular de los romanos, como el objeto adecuado de la legislación remediadora, pero es notable lo escasos y débiles que son los testimonios de este principio comparados con los tributos que se ofrecen constantemente a las pretensiones omnipresentes del derecho natural. Los jurisconsultos romanos se entregaron gustosamente, no a algo como la filantropía, sino a su sentido de la simplicidad y la armonía, a lo que ellos, significativamente, denominaron elegancia. La coincidencia de sus tareas con las que una filosofía más precisa habría aconsejado, ha sido parte de la buena fortuna de la humanidad.
En cuanto a la historia moderna del derecho natural, es más fácil convencernos de la amplitud de su influencia que pronunciarnos confiadamente sobre si esa influencia ha sido ejercida para bien o para mal. Las doctrinas e instituciones que pueden serle atribuidas son material de algunas de las más violentas controversias entabladas en nuestro tiempo; como se verá, la teoría del derecho natural es la fuente de casi todas las ideas especiales sobre derecho, política y sociedad. Francia ha sido su instrumento difusor en el mundo occidental en los últimos cien años. El papel desempeñado por los juristas en la historia francesa, y la esfera de las concepciones jurídicas en el pensamiento francés, han sido siempre notablemente amplios. No fue en Francia, sino en Italia, donde surgió la ciencia jurídica de la Europa moderna; pero, de todas las escuelas fundadas por emisarios de las universidades italianas en todas las partes del continente -y ensayada también en Inglaterra, aunque sin éxito- la establecida en Francia produjo un efecto muy importante sobre el destino del país. Los jurisconsultos franceses establecieron inmediatamente una estrecha alianza con los reyes Capetos y la monarquía francesa debió su crecimiento final, en una sociedad perfectamente cohesionada, a partir de la simple aglomeración de provincias y dependencias, tanto a sus reafirmaciones de las prerrogativas reales y a su interpretación de las reglas de sucesión real, como al poder de la espada. La enorme ventaja que confirió a los reyes franceses su entendimiento con los jurisconsultos en la continuidad de su lucha contra los grandes feudatarios, la aristocracia y la iglesia, solamente podrá apreciarse si tenemos en cuenta las ideas que prevalecieron en Europa hasta bien entrada la Edad Media. Había, en primer lugar, un enorme entusiasmo por la generalización y una curiosa admiración por toda proposición general y, en consecuencia, en el campo legal, una reverencia involuntaria hacia toda fórmula legal que pareciera abarcar y resumir un cierto número de las reglas aisladas que eran practicadas como usos en varias localidades. No era difícil para los practicantes legales que estuvieran, familiarizados con el Corpus Juris o las glosas y suministrar cualquier cantidad de tales fórmulas generales. Había, sin embargo, otra causa más que acrecentaba el enorme poder de los jurisconsultos. Durante el periodo del que estamos hablando, había una universal vaguedad de ideas sobre el grado y naturaleza de la autoridad que residía en los textos legales escritos. En la mayoría de los casos, el prefacio perentorio, Ita scriptum est, parece haber sido suficiente para silenciar todas las objeciones. Mientras que una mente actual escudriñaría celosamente la fórmula que habla sido citada, investigaría su frente, y negaría -en caso necesario- que el cuerpo legal al que pertenecía tuviese autoridad alguna para reemplazar costumbres locales, el jurista antiguo, probablemente, no se habría aventurado más allá de cuestionar la aplicabilidad de la regla, o, a lo más, a citar alguna contra-proposición de las Pandectas o del Derecho Canónico. Es muy necesario recordar la incertidumbre de las nociones de los hombres sobre este aspecto tan importante de las controversias jurídicas, no sólo porque ayuda a explicar el peso que los jurisconsultos arrojaron en la balanza monárquica sino también por la luz que arroja sobre varios problemas históricos curiosos. Los motivos del autor de las Decretales falsificadas y su éxito extraordinario se vuelven más inteligibles. Y, para tomar un fenómeno de menor interés, nos ayuda, aunque sólo parcialmente, a comprender los plagios de Bracton. Siempre se contará entre los mayores enigmas de la historia de la jurisprudencia el que un escritor inglés de la época de Enrique III haya podido engañar a sus compatriotas pasando como un compendio de puro Derecho Inglés un tratado cuya forma entera y un tercio de su contenido estaba copiado directamente del Corpus Juris y que se haya atrevido a hacer este experimento en un país donde estaba formalmente prohibido el estudio sistemático del Derecho Romano. Sin embargo, cuando comprendemos el estado de opinión de la época acerca de la fuerza obligatoria de los textos escritos -aparte de cualquier consideración sobre la fuente de la que derivan- disminuye nuestra sorpresa.
Después que los reyes de Francia ganaron su larga batalla por la supremacía de la Corona, época que puede situarse aproximadamente en la ascensión al trono de la rama Valois-Angulema, la situación de los jurisconsultos franceses era peculiar y continuó siéndolo hasta el estallido de la revolución. Formaban la clase más poderosa e instruida de la nación. Habían sentado muy firmes sus bases como clase privilegiada al lado de la aristocracia feudal y habían asegurado su influencia mediante una organización que hacía presente su profesión por toda Francia en grandes corporaciones privilegiadas. Estas últimas poseían amplios poderes definidos, y se arrogaban derechos indefinidos mucho más amplios. En conjunto, la alta posición social de abogados, jueces y legisladores, excedía con mucho la de sus iguales en toda Europa. Su tacto jurídico, facilidad de expresión, fino sentido de la armonía y la analogía, y -a juzgar por los miembros más distinguidos- su devoción apasionada a sus ideas sobre la justicia, eran tan notables como la singular variedad de talento que abarcaban, variedad que incluía a gentes tan opuestas como Cujas y Montesquieu, de D' Aguesseau y Dumoulin. Pero, el sistema legal que debían administrar presentaba un contraste sorprendente con los hábitos mentales que cultivaban. Francia, que había sido en buena parte constituida por sus esfuerzos, se hallaba profundamente afectada por la maldición de una jurisprudencia anómala y disonante, sin parangón en cualquier otro país de Europa. Una gran división separaba al país y lo partía en Pays du Droit Ecrit y Pays du Droit Coutumier, el primero admitía el Derecho Romano escrito como base de su jurisprudencia, y el último lo admitía solamente en cuanto proporcionaba formas generales de expresión y métodos de razonamiento jurídico compatibles con los usos locales. Las secciones así formadas estaban a su vez divididas. En el Pays du Droit Coutumier una provincia difería de otra, condado difería de condado, municipio de municipio, en la naturaleza de sus costumbres respectivas. En el Pays du Droit Ecrit, el estrato de las reglas feudales que cubría al Derecho Romano tenía una composición muy diversa. En Inglaterra, nunca existió tal confusión. En Alemania, si existía, pero estaba muy en armonía con las profundas divisiones políticas y religiosas del país para que tuviera que lamentarse o sentirse. Una peculiaridad de Francia era que continuara existiendo una enorme diversidad de leyes sin alteración sensible mientras la autoridad central de la monarquía iba en continuo fortalecimiento al mismo tiempo que se realizaban rápidos avances hacia una completa unidad administrativa y se desarrollaba un ferviente espíritu nacionalista entre el pueblo. El contraste fructificó en muchos resultados serios, y entre ellos hay que situar el efecto que produjo en las mentes de los jurisconsultos franceses. Sus opiniones teóricas y parcialidad intelectual se hallaban en fuerte oposición a sus intereses y hábitos profesionales. Con el más agudo sentido y más amplio reconocimiento de las perfecciones de la jurisprudencia que consisten en la simplicidad y uniformidad, creían o parecían creer que los vicios que, de hecho, infestaban el derecho francés eran extirpables, y en la práctica, a menudo, impidieron la corrección de abusos con una obstinación que no mostraban muchos de sus compatriotas menos ilustrados. Había, sin embargo, un modo de reconciliar estas contradicciones. Se hicieron defensores entusiastas del derecho natural. El derecho natural saltaba por encima de todas las barreras provinciales y municipales; ignoraba toda distinción entre noble y burgués, entre burgués y campesino; otorgaba un lugar eminente a la lucidez, simplicidad y sistema; pero no comprometía directamente ningún tecnicismo venerable o lucrativo. Puede decirse que el derecho natural se convirtió en el derecho consuetudinario francés, o, en cualquier caso, la admisión de su dignidad y demandas era el gran principio al que se suscribían todos los practicantes franceses. El lenguaje de los juristas pre-revolucionarios es singularmente inepto, y es notable el que los escritores de Consuetudes que, a menudo, asumieron como su deber el hablar desdeñosamente del derecho romano puro, hablen aun más fervientemente de la naturaleza y sus reglas que los jurisconsultos que profesaban un respeto exclusivo al Código. Dumoulin, la gran autoridad en derecho consuetudinario francés, tiene algún pasaje extravagante sobre derecho natural, y sus panegíricos tienen un particular sesgo retórico que indicaba un alejamiento considerable de la cautela de los jurisconsultos romanos. La hipótesis de un derecho natural se había convertido no tanto en una teoría que guiaba la práctica como en un artículo de fe especulativo, y, en consecuencia, encontramos que, en la transformación que sufrió más recientemente, sus partes más débiles se elevaron al nivel de las más sólidas en la estimación de sus defensores.
Había transcurrido la primera mitad del siglo XVIII cuando se llegó al periodo más crítico de la historia del derecho natural. Si la discusión de la teoría y sus consecuencias hubiera continuado siendo monopolio exclusivo de la profesión legal, posiblemente se hubiera producido una disminución del respeto que inspiraba, pues, por estas fechas, había aparecido el Esprit des Lois. El libro de Montesquieu estaba marcado por ciertas exageraciones, y esto se debía a que el autor, al mismo tiempo que rechazaba algunos supuestos entonces aceptados acríticamente, mantenía con cierta ambigüedad un deseo de transigir con algunos prejuicios en boga. Sin embargo, con todos sus defectos, el libro de Montesquieu significó un avance en el uso del método histórico, ante el cual el derecho natural no puede mantenerse en pie. Su influencia en el pensamiento debería haber sido tan grande como su popularidad general; pero, de hecho, nunca se le dio tiempo de proponerlo, pues las contra-hipótesis que parecía destinado a destruir pasaron repentinamente del foro a la calle y se convirtieron en la nota clave de controversias mucho más estimulantes que las sostenidas en los tribunales o en las escuelas. La persona que lo lanzó en su nueva carrera era un hombre notable que, sin erudición, con pocas virtudes y sin fuerza de carácter dejó, sin embargo, imborrablemente impresa su huella en la historia, gracias a una vívida imaginación y a un amor genuino y ardiente a su prójimo. A cambio de esto último muchas cosas pueden serle perdonadas. Nunca hemos presenciado en nuestra generación -de hecho, nunca se ha visto en el mundo más que una o dos veces- una literatura que haya ejercido tan poderosa influencia en la mente humana, en cada matiz y tono del intelecto, como la que emanó de Rousseau entre 1749 y 1762. Fue el primer intento de reconstruir el edificio de la confianza humana después de los esfuerzos iconoclastas iniciados por Bayle y, en parte, por Locke, y consumado por Voltaire. Esa teoría, además de la superioridad que representa todo esfuerzo constructivo por encima de lo simplemente destructivo, poseía la inmensa ventaja de aparecer en medio de un escepticismo universal sobre la validez del conocimiento basado en materias teoricas. Ahora bien, en todas las especulaciones de Rousseau, la figura central, ya sea vestida en traje inglés, como signataria de un contrato social, o simplemente desnuda de todo aparato histórico, es uniformemente el hombre, en un supuesto estado natural. Toda ley o institución, que no cuadrara a este ser imaginario, en estas circunstancias ideales, debe ser condenada por haberse alejado de una perfección original. Toda transformación de la sociedad que diera una semejanza mayor al mundo sobre el que reinaba esta criatura de la naturaleza, es admirable y digna de efectuarse a cualquier costo aparente. La teoría era todavía la de los jurisconsultos romanos, pues en la fantasmagoría con que se puebla la condición natural, cada rasgo y característica elude la mente, excepto la simplicidad y la armonía que atraían tanto al jurisconsulto. Sin embargo, la teoría está, por decirlo así, patas arriba. El estado natural -y no el derecho natural- se convierte en el sujeto primario de la meditación. El romano había ideado que, mediante una cuidadosa observación de las instituciones existentes, algunas partes podían separarse porque mostraban o podían mostrar, tras una purificación sensata, los vestigios del reino natural cuya realidad afirmaba débilmente. La creencia de Rousseau era que un orden social perfecto podía ser desarrollado en base a la consideración del estado natural: un orden social totalmente independiente de la condición actual del mundo y totalmente distinto de ella. La diferencia entre los distintos puntos de vista es que, uno condena el presente, amarga y ampliamente, por su desemejanza con el pasado ideal; mientras que el otro, asumiendo que el presente es tan necesario como el pasado, no lo censura o lo desprecia. No vale la pena analizar particularmente esa filosofía de Ia política, del arte, de la educación, de la ética y de las relaciones sociales que fue construida sobre la base del estado natural. Todavía posee una fascinación singular entre los pensadores más indefinidos de cada país y es, sin duda, el antecesor más o menos remoto de todos los prejuicios que impiden el empleo del método histórico en la investigación; pero su descrédito entre las mentes más elevadas de nuestros días es tan profundo que asombra incluso a los que están familiarizados con la vitalidad extraordinaria del error especulativo. La cuestión más frecuentemente planteada hoy en día tal vez no sea cuál es el valor de esas opiniones sino cuáles fueron las causas que le dieron tan enorme prominencia hace unos cien años (Téngase en cuenta que esta obra de Henry Maine fue publicada en el año de 1881. Nota de Chantal López y Omar Cortés). La respuesta, en mi opinión, es muy sencilla. En el siglo pasado, el estudio de la religión hubiera podido corregir fácilmente los errores a que conduce una atención exclusiva a la antigüedad legal. Pero la religión griega, tal como se entendía entonces, estaba diluida en los mitos imaginarios. Las religiones orientales -cuando se les prestaba atención- aparecían perdidas en vagas cosmogonías. Existía solamente un cuerpo de testimonios primitivos que valía la pena estudiar: la historia antigua de los hebreos. Pero no se recurrió a ellos debido a los prejuicios de la época. Una de las pocas características que la escuela de Rousseau compartía con la escuela de Voltaire era un desdén terminante por todas las religiones antiguas y, más que ninguna, por la de la raza judía. Era bien sabido que, entre los hombres ilustrados de la época, era una cuestión de honor no sólo negar que todas las instituciones creadas por Moisés hubieran sido dictadas por orden divina, o que hubieran sido dictadas en una fecha posterior a la que se le atribuye, sino afirmar que dichas instituciones y el Pentateuco entero eran una falsificación gratuita realizada al regreso de la cautividad. Los filósofos franceses, privados, de este modo, de una garantía importante en contra del error especulativo, cayeron sin pensarlo, en su ansiedad por escapar de lo que creían superstición de curas, en una superstición de jurisconsultos.
Pero aunque la filosofía fundada en la hipótesis de un estado natural ha caído de la estima general, en cuanto que es observada en su aspecto más tosco y palpable, no se sigue que en sus formas más sutiles haya perdido plausibilidad, popularidad o poder. Creo, como ya he señalado, que es todavía la gran antagonista del método histórico y siempre que -objeciones religiosas aparte- se observe a cualquier mente resistir o despreciar ese modo de investigación, ésta se hallará generalmente bajo la influencia de un prejuicio o una parcialidad viciosa atribuibles a la creencia consciente o inconsciente en una condición de la sociedad o del individuo no histórica y natural. Las doctrinas sobre la naturaleza y el derecho natural han conservado su energía, sobre todo, por haberse aliado con tendencias políticas y sociales. Algunas de esas tendencias se han visto estimuladas por la doctrina del derecho natural; a otras las ha creado y a un gran número les ha dado expresión y forma. Es obvio que forman parte de las ideas que constantemente se irradian desde Francia al mundo civilizado y, de este modo, se vuelven parte del pensamiento general, mediante el cual se modifica la civilización. El valor de la influencia que así ejercen sobre el destino de la raza es naturalmente uno de los puntos más ardientemente debatidos de nuestro tiempo. Discutirlo está fuera del alcance de este tratado. No obstante, mirando hacia atrás, al periodo en que la doctrina del estado natural adquirió el máximo de importancia política, habrá pocos que nieguen su enorme contribución a los desengaños más crasos en los que fue tan fértil la primera Revolución Francesa. Reveló o contribuyó a revelar los vicios de ciertos hábitos mentales universales de la época: desdén por el derecho positivo, irritación con la experiencia, y preferencia por un a priori sobre cualquier otro razonamiento. En proporción, también, a medida que esta filosofía se ha apoderado de mentes que no se han dedicado mucho al pensamiento ni se han fortalecido mediante la observación, su tendencia es a volverse claramente anárquica. Es sorprendente observar cuántos de los Sophismes Anarchiques, que Dumont publicó para Bentham y que incorporan errores de Bentham de influencia claramente francesa, se derivan de la hipótesis romana, en su versión francesa, y son ininteligibles a menos que se relacionen con ella. En este punto, constituye asimismo un raro ejercicio consultar el Moniteur durante las principales etapas de la Revolución. Las apelaciones al derecho y estado natural se vuelven: más frecuentes a medida que los tiempos se hacen más ignorantes. Son comparativamente escasas en la Asamblea Constituyente; mucho más frecuentes en la Asamblea Legislativa, y durante la Convención -en medio del estrépito del debate sobre conspiración y guerra- se vuelven continuas.
Hay un ejemplo sencillo que ilustra muy bien los efectos de la teoría del derecho natural en la sociedad moderna e indica lo lejos que están esos efectos de haberse agotado. Creo que está fuera de toda duda el hecho de que debemos al supuesto derecho natural la doctrina de la igualdad fundamental de todos los hombres. El que todos los hombres son iguales es una proposición -de entre un gran número de ellas- que, con el transcurso del tiempo, se ha vuelto política. Los jurisconsultos romanos de la era Antonina establecieron que omnes homines natura requales sunt, pero, a sus ojos, éste era un axioma estrictamente jurídico. Intentaba afirmar que -bajo el hipotético derecho natural, y también en lo que el derecho positivo se le parecía- las distinciones arbitrarias que el derecho civil romano mantenía entre diferentes clases de personas cesaba de tener existencia legal. La regla era de considerable importancia para el practicante romano, al que había que recordarle que, puesto que se asumía que la jurisprudencia romana concordaba exactamente con el código natural, en los tribunales romanos no podía establecer diferencias entre ciudadanos y extranjeros, entre hombres libres y esclavos, entre agnate y cognate. Los jurisconsultos que así se expresaban ciertamente nunca pensaron en censurar el orden social, en el que el derecho civil no guardaba una relación exacta con la teoría; tampoco creyeron, aparentemente, que el mundo vería alguna vez una sociedad humana completamente asimilada a la naturaleza. Pero, cuando la doctrina de la igualdad humana hizo su aparición con un traje moderno, se había adoptado evidentemente un nuevo matiz significativo. Donde el jurisconsulto romano había escrito aequales sunt, significando exactamente lo que decía, el jurisconsulto moderno escribió todos los hombres, son iguales, en el sentido de todos los hombres deberían ser iguales. La peculiar idea romana de que el derecho natural coexistía con el derecho civil, y gradualmente, lo absorbía, había sido evidentemente perdida de vista, o se había vuelto ininteligible, y las palabras que a lo más, habían transmitido una teoría sobre el origen, composición y desarrollo de las instituciones humanas, comenzaban a expresar el sentido de un agravio duradero sufrido por la humanidad. Ya al principio del siglo XIV, el lenguaje ordinario sobre la condición innata de los hombres, aunque obviamente trata de ser idéntico al de Ulpiano y sus contemporáneos, había asumido una forma y significado totalmente diferentes. El preámbulo a la famosa ordenanza del rey Luis Hutin emancipando a los siervos de los dominios reales habría sonado extraño a oídos romanos. Mientras, según el derecho natural, todo el mundo debería nacer libre, y mediante algunos usos y costumbres que, desde la antigüedad, han sido introducidos y mantenidos hasta ahora en nuestro reino, y por ventura en razón de los delitos de sus predecesores, muchas personas del pueblo común han caído en el vasallaje, por tanto, Nosotros, etc.. Lo anterior no es la enunciación de una regla legal, sino de un dogma político. A partir de esta fecha, los jurisconsultos franceses hablan de la igualdad de los hombres como si se tratara de una verdad política que había sido conservada en los archivos de su ciencia. Igual que respecto a todas las deducciones de la hipótesis de un derecho natural, se asintió lánguidamente y se sufrió tener poca influencia sobre opinión y práctica, hasta que salió de la posesión de los jurisconsultos y fue a dar a los literatos del siglo XVIII y al público que se hallaba a sus pies. Entre ellos, se convirtió en el principio más claro de su credo e, incluso, fue considerado como un sumario de todos los otros. Es probable, sin embargo, que el poder que adquirió finalmente sobre los acontecimientos de 1789 no fuese enteramente debido a su popularidad en Francia, pues a mediados de siglo había cruzado a América. Los jurisconsultos norteamericanos, especialmente los de Virginia, parecen haber poseído un conjunto de conocimientos que difería principalmente del de sus contemporáneos ingleses al concluir partes que solamente podían haberse derivado de la literatura legal de la Europa continental. Un vistazo a los escritos de ]efferson mostraría hasta qué punto su mente se hallaba influenciada por las opiniones semi-jurídicas, semi-populares, entonces en boga en FrancIa, y no dudamos de que fue la simpatía por las ideas de los juristas franceses lo que llevó a él y a otros jurisconsultos coloniales, que guiaron la marcha de los acontecimientos en Norteamérica, a unir en las primeras líneas de su Declaración de Independencia el supuesto, típicamente francés, de que todos los hombres son iguales con el supuesto, más familiar entre los anglosajones, de que todos los hombres nacen libres. El pasaje fue de enorme importancia para la historia de la doctrina. Los jurisconsultos norteamericanos, al afirmar prominente y enfáticamente la igualdad fundamental de todos los seres humanos, dieron impulso a los movimientos políticos en su propio país y, en menor grado, a los de la Gran Bretana, que está aun lejos de haberse agotado. Pero además regresaron el dogma que ellos habían adoptado a su lugar de origen, Francia, dotado de mayor energía y disfrutando de mayores derechos a una buena acogida y al respeto general. Aun los más precavidos políticos de la primera Asamblea Constituyente repetían la proposición de Ulpiano como si se encomendara de inmediato a los instintos e instituciones de la humanidad, y, de todos los principios de 1789 es el que ha sido menos enérgicamente atacado, el que ha fermentado de una manera más completa la opinión moderna y el que promete modificar más profundamente la constitución de sociedades y la política de los Estados.
El derecho natural cumplió su función más importante al dar a luz el moderno Derecho Internacional y el actual derecho de guerra. Pero esta parte de sus efectos hay que descartarla aquí con una simple mención, indigna de su gran importancia.
Entre los postulados que forman la base del Derecho Internacional, o la parte que retenga todavía de la forma que le dio su arquitecto original, hay dos o tres de importancia preeminente. El primero está expresado en la posición de que hay un determinado derecho natural. Grocio y sus sucesores tomaron directamente de los romanos el supuesto, pero diferían ampliamente de los jurisconsultos romanos y entre sí en sus ideas sobre el modo de determinación. La ambición de casi todo publicista que ha florecido desde el Renacimiento ha sido proporcionar definiciones nuevas y más manejables sobre la naturaleza y el derecho natural. Es lógico que la concepción, al pasar por la larga serie de escritores de derecho público, haya reunido en torno a ella una larga acrecencia, consistente en fragmentos de ideas de casi todas las teorías éticas que, a su vez, han tomado posesión de las escuelas. Sin embargo, es una prueba notable del carácter esencialmente histórico de la concepción el que, después de todos los esfuerzos que se han hecho para desarrollar el código natural, a partir de las características necesarias del estado natural, gran parte del resultado sea igual al que habría sido si los hombres hubieran quedado satisfechos con adoptar las sentencias de los jurisconsultos romanos sin cuestionarlas o revisarlas. Poniendo a un lado el Convencional o Tratado del derecho de gentes, es sorprendente hasta qué grado el sistema está formado de puro Derecho Romano. Siempre que hay una doctrina de los jurisconsultos que afirma que está en armonía con el Jus Gentium, los publicistas han encontrado una razón para tomarla prestada, por muy claras que sean las señales de un origen claramente romano. Podemos observar también que las teorías derivativas sufren las debilidades de la noción primaria. Entre la mayoría de los publicistas, el modo de pensar es todavía mixto. Al estudiar a estos escritores, la gran dificultad siempre consiste en descubrir si están discutiendo sobre derecho o sobre moralidad; si el estado de las relaciones internacionales que describen es ideal o real y si formulan lo que es, o lo que, en su opinión, debería ser.
Entre los supuestos que sustenta el Derecho Internacional, el que le sigue en categoría es que el derecho natural obliga a los Estados inter se. Pueden trazarse una serie de afirmaciones o admisiones de este principio hasta la misma infancia de la ciencia jurídica moderna, y, a primera vista, parece una inferencia directa de la enseñanza de los romanos. El estado civil de la sociedad se distingue del natural por el hecho de que, en el primero, hay un autor explícito de la ley, mientras que en el último parece como si, desde el momento en que se admite que un cierto número de unidades no obedecen a un soberano común o superior político, fueran arrojados en los mandatos ulteriores del derecho natural. Los Estados son esas unidades; la hipótesis de su independencia excluye la noción de un legislador común y extiende, por tanto, según una cierta gama de ideas, la noción de sumisión al primitivo orden natural. La alternativa consiste en considerar las comunidades independientes, como no relacionadas entre sí por ninguna ley, pero esta condición de desorden es exactamente el vacío que la naturaleza de los jurisconsultos detestaba. Existen razones aparentes para creer que, si el juicio del jurisconsulto romano se basaba en una esfera de la que había desaparecido el derecho civil, instantáneamente se llenaría el vacío con las ordenanzas naturales. No es seguro, sin embargo, asumir que en cualquier periodo de la historia fueran sacadas las mismas conclusiones, por muy certeras e inmediatas que nos parezcan. Nunca se ha aducido un pasaje de las obras del Derecho Romano que, a mi juicio, pruebe que los jurisconsultos hayan creído que el desarrollo natural tuviese carácter obligatorio entre Repúblicas independientes y por la información que tenemos podemos ver que a los ciudadanos del Imperio Romano, que consideraban sus dominios soberanos como coextensivos con la civilización, el sometimiento igual de los diferentes Estados al derecho natural -en caso de que fuese proyectado tal sometimiento- debe haberles parecido, a lo más, el resultado extremo de una teoría rara. La verdad es que el Derecho Internacional moderno, sin duda alguna descendiente del Derecho Romano, está asociado con él solamente mediante una filiación irregular. Los primeros intérpretes modernos de la jurisprudencia romana, al juzgar erróneamente el significado del Jus Gentium, asumieron sin vacilaciones que los romanos les habían legado un sistema de reglas para el ajuste de las transacciones internacionales. Ese derecho de gentes fue, al principio, una autoridad que tuvo que enfrentarse a formidables competidores, y las condiciones europeas fueron durante largo tiempo de tal calibre que excluyeron su aceptación universal. Gradualmente, sin embargo, el mundo occidental adoptó una opinión más favorable hacia la teoría de los civiles; las circunstancias destruyeron la autoridad de las doctrinas rivales, y, finalmente, en una coyuntura peculiarmente oportuna, Ayala y Grocio pudieron conseguirle el beneplácito entusiasta de Europa. Ese beneplácito ha sido renovado una y otra vez en todo tipo de acuerdos solemnes. Huelga decir que los grandes hombres a los que se debe su triunfo trataron de establecerlo sobre una base enteramente nueva y es incuestionable que, en el curso de su cambio de situación, alteraron una buena parte de su estructura, aunque en menor grado de lo que comúnmente se supone. Habiendo tomado de los jurisconsultos antoninos la idea de que el Juris Gentium y el Jus Naturae eran idénticos, Grocio, junto con sus predecesores y sucesores inmediatos, atribuyó al derecho natural una autoridad que tal vez nunca hubiera sido reclamada para él, si derecho de gentes no hubiese sido en esa época una expresión ambigua. Afirmaron sin reservas que el derecho natural es el código de los Estados y, de este modo, pusieron en operación un proceso que ha continuado prácticamente hasta nuestros días: el proceso de injertar en el sistema internacional reglas que se supone han surgido de la simple contemplación de la naturaleza. Surge también una consecuencia de inmensa importancia práctica para la humanidad que, aunque no desconocida en la primera etapa de la historia moderna de Europa, no fue nunca clara y universalmente reconocida hasta que las doctrinas de la escuela de Grocio hubieron prevalecido. Si la sociedad de naciones es gobernada por el derecho natural, los átomos que la componen deben ser absolutamente iguales. Los hombres bajo el cetro de la naturaleza son todos iguales y, por tanto, las Repúblicas son iguales si el estado internacional es un estado natural. La proposición de que las comunidades independientes, por muy diferentes que sean en tamaño y poder, son todas iguales en vista del derecho de gentes, ha contribuido en buena medida a la felicidad de la humanidad, aunque está constantemente amenazada por las tendencias políticas de cada época. Es una doctrina que, probablemente, nunca habría obtenido una base segura si el Derecho Internacional no debiera enteramente sus majestuosos derechos naturales a los publicistas que escribieron después del Renacimiento.
En conjunto, sin embargo, es asombroso, como ya he señalado, la poca proporción que guardan las adiciones hechas al Derecho Romano desde la época de Grocio con los ingredientes que fueron sencillamente tomados del estrato más antiguo del Jus Gentium romano. La adquisición de territorio ha sido siempre el gran acicate de la ambición nacional, y las reglas que gobiernan esta adquisición, junto con las reglas que moderan las guerras en que muy frecuentemente resultan, son meramente transcritas de la parte del Derecho Romano que trata de los modos de adquirir propiedad jure gentium. Estos medios de adquisición fueron sacados de los jurisconsultos más antiguos, como he tratado de explicar, abstrayendo un ingrediente común de ciertos usos que fueron observados entre las varias tribus que circundaban Roma. Al clasificarlos, en base a su origen en el derecho común de gentes, los jurisconsultos posteriores creyeron que encajarían, por su simplicidad, en la concepción más reciente de un derecho natural. De este modo, se abrieron paso hasta el moderno Derecho Internacional. El resultado es que, aquellas partes del sistema internacional que se refieren a dominio, su naturaleza, sus limitaciones, los modos de adquirirlo y asegurarlo, son puro Derecho Romano sobre la propiedad. Es decir, contiene la parte del Derecho Romano sobre propiedad que los jurisconsultos antoninos estimaron adecuada para guardar cierta congruencia con el estado natural. Para que estos principios del Derecho Internacional puedan ser susceptibles de aplicación, es necesario que los soberanos estén relacionados entre sí, igual que lo estaban los miembros de un grupo propietario romano. Este es otro de los postulados que yacen en el umbral del código internacional, al que no hubiera sido posible suscribirse durante los primeros siglos de la moderna historia europea. Se puede resumir en la doble proposición de que la soberanía es territorial, es decir, que va siempre asociada a la propiedad de una porción de la superficie terrestre, y que los soberanos inter se son considerados no supremos, sino absolutos dueños del territorio del Estado.
Muchos escritores contemporáneos de Derecho Internacional asumen tácitamente que las doctrinas de su sistema, fundadas en los principios de equidad y sentido común, se prestaron fácilmente a ser razonadas en todas las etapas de la civilización moderna. Pero este supuesto, al mismo tiempo que esconde algunos defectos reales de la teoría internacional, es totalmente insostenible en lo que respecta a una buena parte de la historia moderna. No es cierto que la autorIdad del Jus Gentium, en cuanto a los intereses de las naciones, haya sido siempre aceptada; al contrario, ha tenido que luchar continuamente en contra de las pretensiones de varios sistemas en competencia. No es tampoco cierto que el carácter territorial de la soberanía haya sido reconocido siempre, pues, por largo tiempo, tras la disolución del dominio romano, los hombres se hallaban bajo la influencia de ideas irreconciliables con tal concepción. Tenía que decaer un viejo estado de cosas y de los puntos de vista asociados a él, tenía que surgir una nueva Europa, un aparato análogo de nociones nuevas, antes de que los dos postulados principales del Derecho Internacional pudieran admitirse universalmente.
Es sumamente importante tener presente que, durante gran parte del periodo que generalmente denominamos historia moderna, no se abrigaba una concepción del tipo de soberanía territorial. La soberanía no iba asociada al dominio sobre una porción o subdivisión de la tierra. El mundo había yacido tantos siglos bajo la sombra de la Roma Imperial como para haber olvidado esta distribución de los vastos espacios comprendidos dentro del Imperio. Este ya se había dividido en un cierto número de Repúblicas independientes, que reclamaban la inmunidad contra la interferencia extrínseca y pretendían tener igualdad de derechos nacionales. Después del apaciguamiento de las irrupciones bárbaras, la noción de soberanía que prevaleció parece haber sido doble. De una parte, asumió la forma de lo que podría llamarse soberanía-tribal. Los francos, los borgoñones, los vándalos, los lombardos y visigodos eran, naturalmente, amos de los territorios que ocuparon y a los que algunos de ellos habían dado un nombre geográfico; pero no basaban sus derechos en la posesión territorial y, de hecho, no le daban importancia alguna. Parecen haber retenido las tradiciones que les acompañaron desde la selva y la estepa, y haber continuado siendo una sociedad patriarcal, una horda nómada, simplemente acampados por un cierto tiempo en el suelo que les daba el sustento. Una parte de la Galia Transalpina, junto con una parte de Alemania, formaban ahora el país ocupado de facto por los francos -era Francia-; pero la línea de capitanes Merovingios, los descendientes de Clodoveo, no eran reyes de Francia, eran reyes de los Francos. La alternativa de esta noción particular de soberanía parece haber sido -y este es el punto importante- la idea de dominio universal. El momento en que un monarca se apartaba de la relación especial de jefe de clan, y solicitaba, por razones personales, ser investido con una nueva forma de soberanía, el único precedente que se presentaba era la dominación de los emperadores romanos. Para parodiar una cita común, él devenía aut Cesar aut nullus. O bien asumía todas las prerrogativas del emperador bizantino o carecía de todo status político. En nuestro propio tiempo, cuando una nueva dinastía desea arrasar con el título prescriptivo de una línea destronada, toma su designación del pueblo, en lugar del territorio. Así tenemos emperadores y reyes de los franceses, y un rey de los belgas. En el periodo de que hemos estado hablando, bajo circunstancias similares, se presentaba una alternativa diferente. El jefe que ya no pudiera llamarse rey de la tribu debía pretender ser emperador del mundo. Así, cuando los alcaldes hereditarios de palacio hubieron cesado de establecer un compromiso con los monarcas a los que ya hacía tiempo habían virtualmente destronado, pronto se mostraron reacios a llamarse reyes de los francos, título que pertenecía a los destronados merovingios; pero tampoco se avinieron a llamarse reyes de Francia, pues tal designación, aunque aparentemente no era desconocida, no era un título de dignidad. De conformidad, se hicieron aspirantes al imperio universal. Sus motivos han sido comprendidos muy mal. Escritores franceses recientes han dado por sentado que Carlomagno iba por delante de (o antecedió a) su época, tanto por el carácter de sus designios como por la energía con que los acometió. Sea o no cierto el que alguien, en algún momento, pueda ir por delante de su época, el hecho real es que Carlomagno, al aspirar a un dominio ilimitado, estaba tomando el único curso que las ideas características de su época le permitían seguir. Está fuera de toda duda su eminencia intelectual, pero ésta la han probado sus hechos y no su teoría.
Estos puntos de vista singulares no se alteraron ante la participación de la herencia de Carlomagno entre sus tres nietos. Carlos el Calvo, Luis y Lotario eran todavía, teóricamente -si es adecuado utilizar la palabra-, emperadores de Roma. Al igual que los césares de los Imperios Oriental y Occidental habían sido cada uno de ellos emperador de jure de todo el mundo, con un control de facto sobre la mitad. Los tres carolingios, de este modo parecen haber considerado su poder limitado, pero sus títulos absolutos. La misma universalidad teórica de la soberanía continuaba asociada con el trono imperial tras la segunda división a la muerte de Carlos el Gordo, y, de hecho, nunca fue totalmente disociado de él mientras duró el imperio de Alemania. La soberanía territorial -la idea que asocia soberanía con la posesión de una porción limitada de la superficie terrestre- fue claramente un vástago, aunque tardío, del feudalismo. Esto podría haberse esperado a priori, pues el feudalismo fue el primero que vinculó los deberes personales y, en consecuencia, los derechos personales a la propiedad de la tierra. Independientemente de cuál sea el punto de vista sobre su origen y naturaleza legal, el mejor modo de representar en forma vívida la organización feudal es comenzar con la base, considerar la relación del arrendatario al pedazo de tierra que creaba y limitaba sus servicios, y luego elevarse, por medio de círculos cada vez más estrechos de super-enfeudación, hasta aproximarse a la cúspide del sistema. No es fácil decidir dónde estaba exactamente esa cúspide durante la última parte de la Edad Media. Es probable que, toda vez que la concepción de la soberanía tribal había realmente decaído, el punto más alto le fuese siempre asignado al supuesto sucesor de los césares de Occidente. Pero antes de que transcurriese mucho tiempo, cuando ya la esfera real de la autoridad imperial había disminuido inmensamente, cuando los emperadores habían concentrado los escasos restos de su poder en Alemania y el norte de Italia, los grandes señores feudales de todas las porciones distantes del antiguo Imperio Carolingio se hallaban prácticamente sin una cabeza suprema. Poco a poco, se habituaron a la nueva situación y el hecho de la inmunidad dejó finalmente a un lado la teoría de dependencia. Sin embargo, existen numerosos vestigios de que este cambio no se logró muy fácilmente, y, de hecho, podemos indudablemente asignar la creciente tendencia a atribuir una superioridad secular a la Sede de Roma a la impresión general de que está dentro de la naturaleza de las cosas el que haya una dominación culminante en alguna parte. El fin de la primera etapa en la revolución de las ideas está marcado por la ascensión de la dinastía de los Capetos en Francia. Cuando el príncipe feudal de un territorio limitado de los alrededores de París comenzó a llamarse Rey de Francia pues, accidentalmente, había unido un número desusado de soberanías bajo su persona, se convirtió en rey, en un sentido totalmente nuevo: un soberano que mantenía la misma relación con el suelo de Francia que un barón con su heredad, o el arrendatario con su parcela. El precedente, no obstante, fue tan influyente como innovador, y la forma de la monarquía francesa tuvo efectos visibles en la activación de cambios que se estaban llevando a cabo en otras partes en la misma dirección. La monarquía de las casas reales anglosajonas se hallaba a medio camino entre la jefatura de una tribu y una supremacía territorial; pero la superioridad de los monarcas normandos, imitada de la del rey de Francia, era claramente una soberanía territorial. Todo dominio que fue establecido o consolidado posteriormente se conformó según el último modelo. España, Nápoles y los principados fundados sobre las ruinas de la libertad municipal en Italia, se hallaban bajo gobernantes cuya soberanía era territorial. Habría que añadir que pocas cosas son más curiosas que el lapso gradual de los venecianos de un punto de vista al otro. Al comienzo de sus conquistas extranjeras, la República se consideraba como la antítesis de la República romana, gobernante de un cierto número de provincias sometidas. Un siglo más tarde, uno encuentra que desea ser considerada como un soberano corporativo, con derechos de soberano feudal sobre sus posesiones en Italia y en el mar Egeo.
Durante el periodo en el que las ideas populares sobre el asunto de la soberanía estaban sufriendo este cambio notable, el sistema que continuó en el lugar de lo que ahora denominamos Derecho Internacional, era heterogéneo en forma e inconsistente con los principios a los que apelaba. En la parte de Europa que quedaba comprendida en el Imperio Romano-germánico, la conexión de los Estados confederados estaba regulada por el complejo y todavía incompleto mecanismo de la constitución imperial, y, por sorprendente que parezca, una de las nociones favoritas de los jurisconsultos alemanes era que las relaciones entre las Repúblicas dentro y fuera del imperio deberían ser reguladas no por el Jus Gentium, sino por la pura jurisprudencia romana, de la que el César era todavía el centro. Esta doctrina era menos abiertamente repudiada en los países distantes de lo que podríamos suponer. Pero, en lo sustancial, en el resto de Europa, las subordinaciones feudales proporcionaron un sustituto del derecho público, y, cuando aquéllas fueron socavadas o se volvieron ambiguas, quedaba detrás, al menos en teoría, una fuerza reguladora suprema en la autoridad de la cabeza de la Iglesia. Es cierto que la influencia eclesiástica y feudal decayó rápidamente durante el siglo XV, e incluso durante el siglo XIV, y, si examinamos de cerca los pretextos de las guerras y los motivos confesados de las alianzas, se verá que, paralelamente al desplazamiento de los viejos principios, los principios después armonizados y consolidados por Ayala y Grocio, estaban haciendo grandes avances, aunque en silencio y con lentitud. No es posible decidir ahora si la fusión de todas las fuentes de autoridad se habrían convertido finalmente en un sistema de relaciones internacionales y si este sistema habría mostrado diferencias materiales de la obra de Grocio, pues, de hecho, la Reforma destruyó todos sus elementos potenciales excepto uno. Nacida en Alemania dividió a los príncipes del imperio tan profundamente que ni siquiera la supremacía imperial pudo superar las diferencias, aun cuando el superior imperial había permanecido neutral. No obstante, se vio forzado a tomar partido al lado de la Iglesia en contra de los reformadores; el Papa se vio, como es natural, en el mismo predicamento, y, de este modo, las dos autoridades a quienes correspondía el papel de mediación entre los combatientes se convirtieron en los líderes de una gran facción en el cisma de las naciones. El feudalismo, ya debilitado y desacreditado como principio de relaciones públicas, no proporcionaba un lazo lo bastante estable para contrapesar las alianzas religiosas. En condiciones en que el derecho público se hallaba en un estado poco menos que caótico, aquellas opiniones sobre un sistema estatal, que supuestamente habían ratificado los jurisconsultos romanos, fue lo único que permaneció. La forma, la simetría. y la preeminencia que asumieron en manos de Grocio son conocidas de todo hombre culto; pero lo maravilloso del tratado De Jure Belli et Pacis fue su éxito rápido. completo y universal. Los horrores de la Guerra de los Treinta Años, el terror y piedad ilimitadas que provocaba la desenfrenada licencia de la soldadesca, deben indudablemente tomarse en cuenta para comprender, en cierto grado, ese éxito, pero no lo explican en su totalidad. No se necesita estar empapados de las ideas de aquella época para comprender que, si el plan básico del edificio internacional que fue diseñado en el gran libro de Grocio no hubiera sido teóricamente perfecto, habría sido descartado por los juristas y olvidado por estadistas y soldados.
Es obvio que la perfección teórica del sistema de Grocio está íntimamente relacionada con la concepción de soberanía territorial que hemos estado analizando. La teoría del Derecho Internacional asume que las Repúblicas se hallan, relativamente entre sí, en un estado natural; pero los átomos componentes de una sociedad natural tienen que, dado el supuesto fundamental, estar aislados e independientes entre sí. Si hubiere un poder superior relacionándolos, por muy superficial y ocasionalmente que fuese, mediante el derecho de una supremacía común, la misma concepción de un superior común introduce la noción de derecho positivo, y excluye la idea de un derecho natural. Se sigue, por tanto, que si se hubiera admitido la soberanía universal de una cabeza imperial, aun en simple teoría, los trabajos de Grocio habrían resultado en vano. Tampoco es éste el único punto de confluencia entre el derecho público moderno y la concepción de soberanía, cuyo desarrollo he tratado de describir. Ya he señalado que hay apartados completos de jurisprudencia internacional que traducen el Derecho Romano sobre propiedad. ¿Cuál es, entonces, la influencia? Es la siguiente: si no hubiera habido tal cambio como el que he descrito al hablar de soberanía, si la soberanía no hubiera estado relacionada con la propiedad de una porción limitada de la tierra, si, en otras palabras, la soberanía no se hubiera hecho territorial, tres cuartas partes de la teoría de Grocio habrían sido, inaplicables.
CAPÍTULO V
La sociedad primitiva y el derecho antiguo
En la época moderna nunca se ha perdido de vista la necesidad de someter el campo de la jurisprudencia al tratamiento científico. La conciencia de esa necesidad ha resultado en ensayos realizados por mentes de muy variado calibre. No creo que sea mucha presunción afirmar que lo que hasta la fecha ha ocupado el lugar de ciencia ha sido, en buena parte, un conjunto de conjeturas -las mismísimas conjeturas que se hacían los jurisconsultos romanos- que fueron analizadas en los dos capítulos precedentes. Una serie de enunciados explícitos, que reconocen y adoptan estas teorías conjeturales acerca de un estado natural, junto con un sistema de principios análogo, se ha desarrollado, con breves interrupciones, desde la época de sus inventores hasta nuestros días. Aparecen en las anotaciones de los glosadores que fundaron la jurisprudencia moderna, y en los estudios de los juristas escolásticos que los sucedieron. Se hallan asimismo visibles en los dogmas de los canonistas. Los eminentes jurisconsultos que florecieron durante el Renacimiento los hicieron famosos. Grocio y sus sucesores les dieron brillantez, plausibilidad e importancia práctica. Pueden también leerse en los capítulos introductorios de nuestro propio Blackstone, quien los ha transcrito textualmente de Burlamaqui. Finalmente, siempre que los manuales publicados hoy en día, para orientación de estudiantes y profesionales, comienzan con una discusión de los primeros principios del derecho, inevitablemente se transforman en un reenunciado de la hipótesis romana. Los disfraces que adoptan dichas conjeturas así como su forma original nos proporcionan una idea adecuada de la enorme sutileza con que se hallan entremezcladas en el pensamiento humano. La teoría de Locke, que atribuye el origen del derecho a un contrato social, apenas esconde su raíz romana y, en la realidad, fue solamente un traje con el que las ideas antiguas se presentaron en una forma más atractiva a una generación particular. De otra parte, la teoría de Hobbes sobre el mismo tema fue ideada a propósito para repudiar la realidad de un derecho natural tal como lo habían concebido los romanos y sus discípulos. Sin embargo, estas dos teorías, que durante largo tiempo dividieron a los políticos partidarios ingleses en campos hostiles, se parecen estrictamente en su supuesto fundamental: un estado de la raza no histórico e inverificable. Sus autores difieren sobre las características del estado presocial, y sobre la naturaleza de la extraordinaria acción mediante la cual los hombres se elevaron hasta la organización social que nosotros conocemos, pero estaban de acuerdo en que un gran abismo separaba al hombre primitivo del hombre social. Esta noción, indudablemente, la tomaron, consciente o inconscientemente, de los romanos. Si realmente se considera el fenómeno legal del modo en que estos teóricos lo consideraron -es decir, como una totalidad vasta y compleja- no es de extrañar que la mente evada a menudo la tarea que se ha señalado y recurra a alguna conjetura ingeniosa que (interpretada plausiblemente) parecerá reconciliar todo, o bien que, a veces, renuncie -desesperada- al trabajo de sistematización.
De entre las teorías de jurisprudencia que tienen la misma base especulativa que la doctrina romana hay que excepcionar a dos muy célebres. La primera es la que se halla asociada al nombre de Montesquieu. A pesar de que hay algunas expresiones ambiguas en la primera parte del Esprit des Lois, que parecen mostrar la renuencia del escritor a romper muy abiertamente con opiniones hasta entonces populares, la dirección general del libro es indicar una concepción de su tema muy diferente de cualquiera de las que se habían abrigado anteriormente. Se ha señalado con frecuencia que, de entre la enorme variedad de ejemplos que se pueden sacar de muchos estudios de los supuestos sistemas de jurisprudencia, hay un evidente cuidado en hacer resaltar aquellas costumbres e instituciones que asombran al lector civilizado por su tosquedad, rareza o indecencia. Lo que se infiere constantemente es que las leyes son producto del clima, la situación local, el accidente o la impostura, es decir, fruto de cualquier causa excepto de las que parecen operar con una mediana constancia. Montesquieu, de hecho, parece haber concebido la naturaleza humana como enteramente plástica, como algo que reproduce pasivamente las impresiones y se somete implícitamente a los impulsos que recibe del exterior. Y aquí se encuentra el error que, sin duda, vicia su sistema como tal. Menosprecia enormemente la estabilidad de la naturaleza humana. Presta muy poca o ninguna atención a las cualidades heredadas de la raza, las cualidades que cada generación recibe de sus predecesores y que transmite, con ligeras alteraciones, a la generación siguiente. Es muy cierto, de hecho, que no podrá darse ninguna explicación completa de los fenómenos sociales y, en consecuencia, de las leyes hasta que no se preste suficiente atención a las causas modificadoras que se han señalado en el Esprit des Lois; sin embargo, su número y fuerza parecen haber sido muy exageradas por Montesquieu. Posteriormente se ha demostrado que muchas de las anomalías que aducía como ejemplo se basaban en una información falsa o interpretación errónea. De las que siguen en pie, no pocas demuestran la permanencia más que la variabilidad de la naturaleza humana dado que son vestigios de estados anteriores que sobrevivieron obstinadamente a las influencias que se dejaron sentir en otros campos. Nuestra constitución mental, moral y física es muy partidaria de la estabilidad y opone una gran resistencia al cambio de tal modo que, a pesar de que las variaciones de la sociedad humana en una parte de mundo son claramente visibles, sin embargo, no son ni tan rápidas ni tan extensas que no se puedan determinar. En el estado actual del conocimiento no podemos aspirar más que a una cierta aproximación a la verdad, pero no existe razón alguna para creer que sea tan remota o (lo que equivale a lo mismo) que requerirá tantos cambios futuros como para que, finalmente, resulte enteramente inútil e ineducativa.
La otra teoría a la que se ha hecho referencia es la teoría histórica de Bentham. Esta teoría que es propuesta oscuramente (y puede incluso decirse que con timidez) en varias partes de las obras de Bentham es muy distinta del análisis de la concepción del derecho que inició en el Fragmento sobre el Gobierno y que ha sido completado recientemente por John Austin. La resolución de una ley en un mandato de una naturaleza particular, impuesta en condiciones especiales, no hace más que protegernos de una dificultad -una dificultad enorme, claro está- del lenguaje. Todo el debate permanece abierto en cuanto a los motivos de las sociedades para auto-imponerse estos mandatos, a la conexión de esos mandatos entre sí, y la naturaleza de su dependencia respecto de aquellos que los precedieron y a los que han superado. Bentham señala que las sociedades modifican, y siempre han modificado, sus leyes de acuerdo a los cambios operados en sus ideas acerca de lo que es la utilidad general. Es difícil afirmar que esta proposición sea falsa, pero ciertamente parece ser infructuosa. Pues lo que parece ser útil para una sociedad -o, más bien, para su parte gobernante- cuando altera un reglamento legal es seguramente lo mismo que tiene presente cuando realiza el cambio, independientemente de cuál sea ese objeto que tiene presente. La utilidad y el bien sumo no son más que nombres diferentes del impulso que incita a la modificación, y cuando establecemos la utilidad como regla del cambio de una ley u opinión, todo lo que obtenemos de la proposición es la sustitución de un término claro por un término que necesariamente se sobreentiende cuando afirmamos que un cambio ocurre.
Existe un descontento tan vasto hacia las teorías existentes de jurisprudencia y una convicción tan general de que realmente no resuelven las cuestiones que pretenden arreglar, que se empieza a justificar la sospecha de que alguna línea de investigación necesaria para obtener un resultado perfecto no ha sido seguida en su totalidad o ha sido enteramente omitida por sus autores. Y, de hecho, existe una notoria omisión atribuible a todas estas especulaciones, excepto tal vez a las de Montesquieu. No toma en cuenta lo que ha sido realmente el derecho en épocas anteriores al periodo particular en que hicieron su aparición. Sus creadores observaron con detenimiento las instituciones de su propia época y civilización y las de otras épocas y civilizaciones con las que guardaban cierta afinidad intelectual, pero, cuando dirigieron su atención a estados arcaicos de la sociedad, que presentaban bastantes diferencias superficiales con la suya, todos dejaron de observar y comenzaron a hacer conjeturas. El error que cometieron es, por tanto, análogo al error de alguien que, al investigar las leyes del universo material, comenzara contemplando el mundo físico existente en su conjunto, en lugar de comenzar con las partículas que son sus ingredientes más simples. A uno le es difícil ver por qué tal solecismo científico debe ser más defendible en jurisprudencia que en cualquier otro rubro de pensamiento. Debería parecer obvio comenzar a partir de las formas sociales más simples en un estado lo más cercano posible a su condición rudimentaria. En otras palabras, si siguiéramos el curso normal en tales investigaciones, deberíamos remontarnos lo más lejos posible en la historia de las sociedades primitivas. Las sociedades antiguas nos presentan una serie de fenómenos que no son fáciles, al principio, de comprender; sin embargo, la dificultad de abordarlos no guarda proporción con las dudas que nos asaltan al considerar el tremendo embrollo de la organización social moderna. Es una dificultad que surge de su carácter extraño y raro, no de su número y complejidad. Uno no supera fácilmente la sorpresa que ocasionan cuando se observan desde un punto de vista moderno; pero una vez que se supera esa dificultad son fenómenos escasos y simples. Sin embargo, aun si plantearan más problemas no se perdería nada en descubrir los orígenes de cada forma de restricción moral que controla nuestras acciones y conforma nuestra conducta en el presente.
Los rudimentos del estado social, hasta donde tenemos conocimiento de ellos, son conocidos por medio de tres clases de testimonios: narraciones de observadores contemporáneos de civilizaciones menos avanzadas que la suya; los datos que algunas razas han conservado de su historia primitiva, y el derecho antiguo. El primer tipo de testimonio es el mejor que podíamos esperar. Como las razas no avanzan al mismo tiempo, sino a diferentes tasas de progreso, han habido épocas en que ciertos hombres entrenados en el hábito de la observación metódica han estado realmente en posición de observar y descubrir la infancia de la humanidad. Tácito aprovechó muy bien tal oportunidad; pero Alemania, a diferencia de otros libros clásicos famosos, no ha inducido a otros a seguir el excelente ejemplo sentado por su autor y el número de esta clase de testimonios que poseemos es muy escaso. El altivo desprecio que una persona civilizada tiene hacia sus vecinos bárbaros ha resultado en un notable desinterés por observarlos, y este descuido se ha visto a veces agravado por el temor, por el prejuicio religioso, e incluso por la utilización de estos mismos términos -civilización y barbarie- que transmiten a la mayoría de la gente la impresión de una diferencia no meramente de grado sino de calidad. Algunos críticos sospechan que Alemania sacrificó la fidelidad a la acerbidad del contraste y al carácter pintoresco de la narración. Otras historias que han llegado hasta nosotros de entre los archivos de los pueblos a cuya infancia se refieren, se hacen asimismo sospechosas de estar distorsionadas por el orgullo racial o por el sentimiento religioso de una época más reciente. Es importante, entonces, observar que estas sospechas, ya sean infundadas o racionales, no son muy atribuibles al derecho arcaico. Gran parte del viejo derecho que ha llegado a nosotros se ha preservado meramente porque era viejo. Los que lo practicaron y obedecieron no pretendían comprenderlo, y, en algunos casos, incluso lo ridiculizaron y despreciaron. No ofrecieron ninguna explicación acerca de él, excepto que venía de sus antepasados. Si limitamos nuestra atención, entonces, a los fragmentos de las instituciones antiguas, que probablemente no hayan sido tocadas, podemos obtener una concepción clara de ciertas grandes características de la sociedad a la que pertenecieron. Si avanzamos un paso más, podemos aplicar nuestro conocimiento a sistemas legales que, como el Código de Menu, poseen en conjunto una sospechosa autenticidad, y, utilizando la clave que hemos conseguido, estamos en condiciones de discriminar aquellas porciones que son verdaderamente arcaicas de aquellas que se han visto afectadas por los principios, los intereses o la ignorancia del compilador. Al menos se admitirá que, si los materiales para este proceso son suficientes y si las comparaciones se realizan con rigor y exactitud, los métodos ultilizados son tan poco censurables como aquellos que han llevado a resultados tan sorprendentes en la filosofía comparada.
El significado del testimonio derivado de la jurisprudencia comparada es establecer una idea de la condición prístina de la raza humana que es conocida como Teoría Patriarcal. No hay duda de que esta teoría se basó en sus orígenes en las historias bíblicas de los patriarcas hebreos de Asia Menor; pero, como ya se ha explicado, su conexión con la Biblia más bien militaba en contra de su aceptación como teoría completa, puesto que la mayoría de los investigadores que hasta muy recientemente se dedicaban con la mayor honestidad a la coligación de los fenómenos sociales, o bien se hallaban influidos por un fuerte prejuicio en contra de la antigüedad hebrea o por un enorme deseo de construir su sistema sin ayuda de datos religiosos. Aún ahora hay cierta predisposición a infravalorar esas narraciones o, más bien, a rehusar hacer generalizaciones a partir de ellas, puesto que forman parte de las tradiciones de un pueblo semita. Es de señalar, no obstante, que el testimonio legal procede casi exclusivamente de las instituciones de sociedades que pertenecen al tronco indoeuropeo: romanos, hindúes y eslavos, proporcionan la mayor parte. En el estado actual de la investigación la dificultad reside en saber dónde parar, decir de qué razas no es admisible afirmar que la sociedad en que se hallan unidos estuvo originalmente organizada en base al modelo patriarcal. Los principales lineamientos de tal sociedad, compilados de los primeros capítulos del Génesis, no tengo por qué describirlos con detalle, dado que son conocidos por la mayoría de nosotros desde la infancia, y porque, por el interés que suscitó la controversia que toma su nombre del debate entre Locke y Filmer, llenan todo un capítulo, aunque no sea muy útil, de la literatura inglesa. Los puntos que yacen en la superficie de la historia son: el padre (varón) más viejo -el ascendiente más anciano- es un ser absolutamente supremo dentro de la familia. Tiene poder de vida o muerte, y ese poder incluye a sus hijos, a sus casas y a sus esclavos. La relación de hijo y siervo parecen diferir muy poco más allá de la capacidad que posee el hijo consanguíneo de llegar a ser un día el cabeza de una familia. Los rebaños y piaras de los hijos son los rebaños y piaras del padre: y las posesiones del padre, que posee con un carácter representativo más que propietario, son divididas en partes iguales a su muerte entre sus descendientes en primer grado. El hijo mayor recibe a veces una partida doble por derecho de primogenitura, pero más a menudo no tiene ventaja hereditaria alguna más allá de una precedencia honorífica. Una inferencia menos obvia de las narraciones bíblicas es que parecen encaminarnos sobre las huellas de la infracción primaria al poder del padre. Las familias de Jacob y Esaú se separan y forman dos naciones; pero las familias de los hijos de Jacob se mantienen juntas y forman un pueblo. Esto se asemeja al germen inmaduro de un Estado o República y de un orden de cosas superior a los derechos de la relación familiar.
Si, como jurista, deseara expresar brevemente las características de la situación en que se reveló la humanidad en el amanecer de su historia, me contentaría con citar unos cuantos versos de La Odisea de Homero: (versos en griego que nos es imposible reproducir, pero cuya traducción al español es como sigue):
No tienen asambleas consultivas ni temistes, pero todo el mundo ejerce jurisdicción sobre sus esposas e hijos y no hacen caso unos a otros. Estas líneas se refieren a los cíclopes, y tal vez no sea una idea extravagante sugerir que el cíclope es el estereotipo que tiene Homero sobre un extranjero y una civilización menos avanzada. La aversión casi física que cualquier comunidad primitiva siente por hombres de costumbres muy diferentes a las suyas generalmente se expresa describiéndolos como monstruos, tales como gigantes, o incluso (lo que es casi siempre el caso de la mitología oriental) como demonios. Como quiera que sea, los versos condensan la suma de las sugerencias que nos ofrece la antigüedad legal. Los hombres se ven primero distribuidos en grupos perfectamente aislados, cohesionados por su obediencia al padre. El derecho es la palabra del padre, pero todavía no ha alcanzado la etapa de las temistes que analizamos en el capítulo primero. Cuando llegamos al estado social en que estas primeras concepciones legales ya están formadas, encontramos que todavía participan del misterio y espontaneidad que deben haber caracterizado las órdenes de un padre despótico, pero al mismo tiempo, dado que proceden de un soberano, presuponen una unión de grupos familiares en alguna organización más amplia. La siguiente cuestión que se plantea es cuál es la naturaleza de esta unión y el grado de intimidad que implica. En este punto, justamente, el derecho arcaico nos presta un servicio enorme y llena un vacío que, de otro modo, tendría que haberse llenado mediante conjeturas. En todas sus áreas, el derecho arcaico está lleno de indicaciones clarísimas de que la sociedad en los tiempos primitivos no era lo que se asume hoy en día que era: una agregación de individuos. De hecho, y respecto de los hombres que la componían, era una agregación de familias. El contraste puede expresarse con mayor fuerza diciendo que la unidad de una sociedad antigua era la familia; la de una sociedad moderna es el individuo. Debemos estar preparados para hallar en el derecho antiguo todas las consecuencias de esta diferencia. Está ideado para que se ajuste a un sistema de pequeñas corporaciones independientes. Es, por tanto, reducido, puesto que se ve suplementado por las órdenes despóticas de los cabeza de familia. Es ceremonioso, porque las transacciones a las que presta atención se asemejan a asuntos internacionales más que al rápido juego de la relación entre individuos. Sobre todo posee una peculiaridad cuya importancia total no puede ser demostrada ahora. Tiene una visión de la vida totalmente distinta de cualquiera que aparezca en la jurisprudencia desarrollada. Las corporaciones nunca mueren y, en consecuencia, el derecho primitivo considera las entidades de las que se ocupa (por ejemplo, el grupo familiar o patriarcal) como perpetuas o inextinguibles. Este punto de vista se halla estrechamente unido al aspecto peculiar bajo el que, en tiempos muy antiguos, se presentaban los atributos morales. La elevación o degradación moral del individuo parece hallarse confundida o ser postergada por los méritos y ofensas del grupo al que pertenece el individuo. Si la comunidad peca, su culpa es mucho más que la suma de las ofensas cometidas por sus miembros; el crimen es un acto corporativo y sus consecuencias alcanzan a muchas más personas de las que, de hecho, la han perpetrado. Si, por otra parte, el individuo es claramente culpable, sus hijos, sus parientes, los miembros de su tribu o sus conciudadanos sufren con él, y a veces por él. Sucede así que las ideas de responsabilidad moral y retribución a menudo parecen ser más claramente asumidas en periodos muy antiguos que en épocas más avanzadas, pues, como el grupo familiar es inmortal y su exposición al castigo indefinida, la mente primitiva no se ve confundida por las cuestiones que se vuelven complicadas tan pronto como se concibe al individuo como algo totalmente separado del grupo. Un paso adelante en la transición del sencillo punto de vista antiguo sobre el tema a las explicaciones teológicas y metafísicas de tiempos posteriores, lo representa la temprana noción griega de la maldición heredada. El legado recibido del criminal original por su descendencia no era una exposición al castigo sino a la perpetración de nuevas ofensas que acarreaban una merecida retribución y, de este modo, la responsabilidad de la familia se ajustó a la nueva fase del pensamiento que limitaba las consecuencias del crimen a la figura del delincuente real.
Estaríamos simplificando el problema del origen de la sociedad si basáramos una conclusión general en las sugerencias que nos proporciona el ejemplo bíblico al que ya se ha hecho referencia, y supusiéramos que las comunidades comenzaron a existir cada vez que una familIa permaneció unida en lugar de separarse a la muerte de su jefe patriarcal. En la mayoría de los Estados griegos y en Roma persistieron largo tiempo los vestigios de una serie de grupos ascendentes que al principio constituyeron el Estado. La familia, el hogar y la tribu romanas pueden tomarse como prototipos y nos los han descrito de tal manera que apenas podemos evitar concebirlos como un sistema de círculos concéntricos que se habían expandido gradualmente a partir del mismo punto. El grupo elemental es la familia, unida por el acatamiento común al varón de más edad. La agregación de familias constituye la Gens u Hogar. La agregación de hogares forma la Tribu. La agregación de tribus constituye la República. ¿Estamos en libertad de seguir estas indicaciones y sentar que la República es una agregación de personas unidas por la descendencia común de una familia original? De una cosa podemos estar seguros: todas las sociedades antiguas se consideraban descendientes de un tronco original, e incluso batallaban en la incapacidad de comprender razones que no fueran la anterior para mantenerse juntos en una unión política. La historia de las ideas políticas comienza, de hecho, con el supuesto de que el parentesco consanguíneo es la única base posible de comunidad en las funciones políticas. No existía tampoco entonces ninguna de esas subversiones del sentimiento que nosotros denominamos enfáticamente revoluciones, tan alarmantes y completas como el cambio que se lleva a cabo cuando algún otro principio -tal como, por ejemplo, el de la contigüidad local- se establece por primera vez como la base de la acción política común. En las primeras Repúblicas, sus ciudadanos consideraban todos los grupos, a los que tenían derecho a pertenecer, como descendientes de un linaje común. Lo que era obviamente cierto de la familia, se creyó aplicable primero al hogar, luego a la tribu y, finalmente, al Estado. Y, sin embargo, hallamos junto con esta creencia o, si se nos permite usar el término, esta teoría, que cada comunidad guardaba memorias o tradiciones que demostraban palpablemente la falsedad del supuesto fundamental. Ya sea que miremos a los Estados griegos, o a Roma, o a las aristocracias teutónicas de Ditmarsh que dieron a Niubuhr tantas ilustraciones valiosas, o a las asociaciones de los clanes celtas, o a esa extraña organización social de los rusos y polacos eslavos que sólo últimamente han atraído la atención, en todas partes se descubren huellas de épocas históricas en que hombres de ascendencia extranjera fueron admitidos e integrados en la hermandad original. Si tomamos en cuenta a Roma solamente, percibimos que el grupo primario, la familia, estaba siendo adulterado constantemente mediante la práctica de la adopción, al mismo tiempo que parecen haberse difundido continuas historias sobre la extracción exótica de una de las tribus originales y sobre una gran adición hecha a los hogares por uno de los primeros reyes. La composición del Estado, que todo el mundo asumía como natural, era, en gran medida, artificial. Este conflicto entre creencia o teoría y hecho real es, a primera vista, muy extraño; pero lo que realmente ilustra es la eficiencia con que operan las ficciones legales en la infancia de la sociedad. La primera y más usada ficción legal fue la que permitió crear relaciones familiares artificiales y no creo que exista otra a la que la humanidad deba tanto. Si no hubiera existido, no veo cómo cualquiera de los grupos primitivos, independientemente de su naturaleza, podría haber integrado a otro, o en qué términos podrían haberse combinado, excepto en los de una superioridad absoluta, de una parte, y de sujeción absoluta, de la otra. Cuando contemplamos, a través de nuestras ideas modernas, la unión de comunidades independientes, podemos sugerir mil modos de llevarla a cabo. La forma más sencilla es que los individuos comprendidos en los grupos que se van a unir, voten o actúen en común conforme a la propincuidad local. Sin embargo, la idea de que un cierto número de personas ejerciera derechos políticos en común simplemente porque vivían dentro de los mismos límites topográficos resultaba totalmente extraña y monstruosa a la antigüedad primitiva. El recurso favorecido en aquellos tiempos era que la población recién llegada fingiese que descendía del mismo tronco que el pueblo en el que se estaba integrando. Lo que no podemos comprender ahora es precisamente la buena fe de esta ficción y la firmeza con que parecía imitar la realidad. Una circunstancia que es importante recordar es que los hombres que formaban los varios grupos políticos estaban habituados a reunirse periódicamente, con el fin de reconocer y consagrar su asociación mediante sacrificios comunes. Los forasteros incorporados a la hermandad eran sin duda admitidos a estos sacrificios, y una vez que se lograba eso, podemos asumir que era igualmente fácil -o no más difícil- considerarlos miembros del linaje común. La conclusión a la que llevan los datos es que no todas las sociedades tempranas descendían del mismo progenitor; pero todas las que gozaron de una cierta permanencia y solidez efectivamente descendían o fingían descender del mismo tronco. Un número indefinido de causas pueden haber quebrantado los grupos primitivos, pero siempre que sus ingredientes se volvieron a juntar, lo hicieron en base al modelo o principio de una asociación de parentesco. Independientemente de los hechos, pensamiento, lenguaje y derecho se ajustaron a ese supuesto. Pero, aunque todo esto, en mi opinión, parece estar basado en referencia a las comunidades cuyas memorias conocemos, el resto de sus historias sostiene la posición antedicha sobre la influencia esencialmente transitoria y efímera de las ficciones legales más poderosas. En un momento dado, probablemente tan pronto como se sintieron lo bastante fuertes para resistir la presión extrínseca, todos estos Estados dejaron de restablecerse mediante extorsiones artificiales de consanguinidad. De este modo, se convirtieron necesariamente en aristocracias en todos los casos en que una población recién llegada -y que por cualquier circunstancia, se uniese a ellas- no podía reclamar derechos en base a una comunidad de origen. Su rigor en el mantenimiento del principio central de un sistema en el que los derechos políticos no eran obtenibles bajo ningún término, excepto mediante la conexión sanguínea, real o artificial, enseñó a sus inferiores otro principio que, finalmente, demostró estar dotado de una gran vitalidad. Fue el principio de la contigüidad local, reconocida hoy en día en todas partes como la condición para formar una comunidad con funciones políticas. Inmediatamente surgió un nuevo conjunto de ideas políticas que, al ser las nuestras -nuestras contemporáneas-, y en gran medida las de nuestros antepasados, más bien oscurecen nuestra percepción de la teoría más antigua a la que conquistaron y suplantaron.
La familia es, pues, el tipo de una sociedad arcaica bajo las diferentes modificaciones que era capaz de asumir; pero la familia de la que hablamos no es exactamente la familia entendida en términos modernos. Para penetrar la concepción antigua tenemos que dar a nuestras ideas modernas una extensión y una limitación importantes. Debemos considerar a la familia como algo en constante expansión, dada la absorción de extraños dentro de su circulo, y debemos tratar de ver la ficción de la adopción en sus propios términos: simulaba tan bien la realidad del parentesco que ni el derecho ni la opinión establecen la más mínima diferencia entre una conexión real y una adoptiva. Por otra parte, las personas teóricamente reunidas en una familia por su descendencia común se mantenían, en la práctica, juntas mediante la obediencia al ascendiente superior vivo: padre, abuelo o bisabuelo. La autoridad patriarcal de un jefe es un ingrediente tan necesario en la noción del grupo familiar como el hecho (real o fingido) de haber surgido de sus lomos, y de ahí habrá que entender que si hubiera alguna persona, por muy incluida que estuviese en la hermandad por su relación consanguínea, pero que de facto se hubiese retirado del dominio del jefe de familia, siempre se convertirá en la época inicial del derecho, en alguien perdido para la familia. Este agregado patriarcal -la familia moderna podada así de un lado y extendida del otro- es lo que encontramos en el umbral de la jurisprudencia primitiva. Probablemente era más antiguo que el Estado, la tribu y el hogar, y dejó impresas sus huellas en el derecho privado aun mucho después de que el hogar y la tribu hubieron pasado al olvido, y después de que la consanguinidad hubiese dejado de relacionarse con la composición de los Estados. Dejó su marca en los grandes apartados de la jurisprudencia y puede detectarse, según creo, como la verdadera fuente de muchas de sus características más importantes y duraderas. Al principio, las peculiaridades del derecho en su estado más antiguo nos conducen de manera irresistible a la conclusión de que adoptó precisamente el mismo punto de vista sobre el grupo familiar que los que los sistemas de derechos y deberes ahora predominantes en Europa han tomado sobre los individuos. En este momento, existen sociedades abiertas a nuestra observación, cuyas leyes y usos apenas pueden ser explicadas al menos que se parta de que nunca han emergido de esta condición primitiva; pero en las comunidades cuyas circunstancias resultaron ser más afortunadas, la obra de la jurisprudencia se deslizó gradualmente, y si observamos con cuidado la desintegración percibiremos que tuvo lugar sobre todo en aquellas secciones de cada sistema que estuvieron más afectadas por la primitiva concepción de la familia. En un caso muy importante, el del Derecho Romano, el cambio se efectuó tan lentamente que se puede observar la línea y dirección seguida de una época a otra, y se puede, incluso, tener cierta idea del resultado último que buscaba. Al proseguir esta investigación, no tenemos por qué detenernos ante la barrera imaginaria que separa al mundo moderno del mundo antiguo. Pues un efecto de la mezcla de refinado Derecho Romano con bárbaros usos primitivos, conocidos por el engañoso nombre de feudalismo, fue revivir muchos rasgos de la jurisprudencia arcaica que habían desaparecido del mundo romano, de tal modo que la descomposición que parecía haber tocado a su fin comenzó de nuevo y, hasta cierto punto, continúa todavía.
La organización familiar de la sociedad más antigua ha dejado una huella abierta y amplia sobre unos cuantos sistemas legales. Esta marca se observa en la duradera autoridád del padre u otro antepasado sobre la persona y propiedad de sus descendientes, autoridad a la que es conveniente denominar por su tardío nombre romano de Patria Potestas. De ningún otro rasgo de las asociaciones primitivas de la humanidad quedan más pruebas que de éste, y, sin embargo, ninguno parece haber desaparecido tan general y rápidamente de los usos de las comunidades avanzadas. Gayo, que escribió bajo los antoninos, describe la institución como claramente romana. Cierto que, si hubiera echado una ojeada al otro lado del Rin o del Danubio a las tribus bárbaras que estaban despertando lá curiosidad de algunos de sus contemporáneos, habría visto ejemplos de poder patriarcal en su forma más cruda, y, en el Lejano Oriente, una rama del mismo tronco étnico que los romanos repetía su Patria Potestas en algunas de sus partes más técnicas. Pero, entre las razas comprendidas en el Imperio Romano, Gayo no pudo hallar ninguna que tuviera un poder semejante al poder del padre romano, a excepción de la Galacia asiática. Me parece que hay razones reales por las que la autoridad directa del antepasado debería muy pronto asumir, en la mayor parte de las sociedades progresivas, proporciones más humildes de las que había disfrutado en su estado anterior. La obediencia implícita de hombres rudos a su padre es indudablemente un hecho primario y sería absurdo explicarla en su totalidad atribuyéndoles un cálculo interesado. Al mismo tiempo, si bien es natural que los hijos obedezcan al padre, es igualmente natural que busquen en éste una fuerza y prudencia superiores. De ahí que, en las sociedades que otorgan un valor especial al vigor físico y mental, funciona una presión tendiente a confinar la Patria Potestas a los casos en que su poseedor es de hecho hábil y fuerte. Cuando echamos un primer vistazo a la sociedad helénica organizada, parece como si una prudencia supereminente mantuviera vivo el poder del padre en personas cuya fortaleza física ya había decaído; sin embargo, las relaciones de Ulises y Laertes en La Odisea parecen demostrar que, cuando se reunían en el hijo un valor y sagacidad extraordinarios, el padre en su etapa decrépita dejaba la jefatura de la familia. En la jurisprudencia griega madura, la regla avanza unos cuantos pasos en la dirección sugerida por la literatura homérica, y, aunque perduraban muchísimos rasgos de obligaciones familiares estrictas, la autoridad directa del padre se vio limitada, al igual que en los códigos europeos, a la minoría de edad de los hijos, es decir, al periodo durante el cual puede asumirse la existencia de una inferioridad física y mental. El Derecho Romano, sin embargo, con su fuerte tendencia a innovar los usos antiguos solamente hasta el grado en que lo requirieran las exigencias de la República, conservó la institución primitiva y la limitación natural a la que, en mi opinión, se hallaba sujeta. El filius familias, 0 hijo bajo dominio, era tan libre como el padre, en todas las relaciones vitales en que la comunidad colectiva podía tener ocasión de aprovechar su sabiduría y su fuerza con fines de consejo o de guerra. Una máxima de la jurisprudencia romana era que la Patria Potestas no abarcaba al Jus Publicum. Padre e hijo votaban en la ciudad y luchaban codo a codo en el campo de batalla; de hecho, el hijo, como general, podía mandar al padre, o en calidad de magistrado, resolver sus contratos y castigar sus transgresiones a la ley. Por el contrario, en todas las relaciones creadas por el derecho privado, el hijo vivía bajo un despotismo doméstico que, considerando la severidad que retuvo hasta el final, y el número de siglos que duró, constituye uno de los problemas más extraños de la historia legal.
La Patria Potestas de los romanos, que constituye necesariamente nuestro prototipo de autoridad paterna primitiva, es igualmente difícil de entender como una institución de la vida civilizada, ya sea que examinemos su incidencia sobre la persona, o sus efectos sobre la propiedad. Es lamentable que un vacío que existe en su historia no pueda ser completamente llenado. En lo concerniente a la persona, el padre, al inicio de la información que tenemos, ejerce sobre sus hijos el jus vitae necisque, el poder de vIda y muerte, y a fortiori el del castigo corporal incontrolado; puede modificar a placer sus estados personales; puede imponerle una esposa al hijo; entregar a su hija en matrimonio; puede divorciar a sus hijos de uno y otro sexo; puede transferirlos para adopción a otra familia, y puede venderlos. Al final del periodo imperial hallamos vestigios de todos estos diferentes poderes, pero ya se habían reducido a límites muy estrechos. El derecho omnímodo de castigo doméstico se ha convertido en un derecho de presentar las ofensas domésticas ante el magistrado; el privilegio de dictar matrimonio se ha reducido a un veto condicional; la libertad de venta ha sido virtualmente abolida, y la adopción misma, destinada a perder casi toda su antigua importancia en el reformado sistema de Justiniano, no puede ser realizada sin el consentimiento del niño transferido a los padres adoptivos. En suma, nos acercamos mucho al campo de las ideas que han prevalecido finalmente en el mundo moderno. Pero entre estas épocas muy distantes entre sí, hay un intervalo de oscuridad, y solamente podemos adivinar las causas que permitieron que la Patria Potestas durase tanto, probablemente haciéndole más tolerable de lo que parece. El desempeño activo de los deberes más importantes que el hijo debía al Estado tiene que haber mitigado la autoridad del padre, si es que no la anulaba. Es muy posible que el despotismo paterno no pudiera implementarse sobre un hombre maduro que ocupara un cargo importante sin gran escándalo. Durante la historia más temprana, no obstante, los casos de emancipación práctica serían raros comparados con los que deben haberse producido por las guerras constantes de la República romana. El tribuno militar y el soldado privado que pasaban tres cuartas partes del año en el campo de batalla durante las primeras contiendas; en un periodo posterior, el procónsul a cargo de una provincia, y los legionarios que la ocupaban, no pueden haber tenido razón práctica alguna para considerarse esclavos de un amo despótico, y todas estas vías de escape tendieron a multiplicarse constantemente. Las victorias llevaban a conquistas, las conquistas a ocupaciones; el modo de ocupación por medio de colonias fue sustituido por el sistema de ocupar provincias por medio de ejércitos permanentes. Cada paso adelante era una llamada a la expatriación de más ciudadanos romanos y una nueva succión de la sangre de la debilitada raza latina. Creo que podemos inferir que surgió un sentimiento muy fuerte en favor del relajamiento de la Patria Potestas, sentimiento que probablemente se volvió perentorio hacia la época de la pacificación del mundo a principios de la consolidación del Imperio. Los primeros golpes serios a la antigua institución son atribuidos a los primeros césares, y algunas injerencias aisladas de Trajano y Adriano parecen haber preparado el camino para una serie de promulgaciones de leyes especiales que, aunque no siempre podemos determinar sus fechas, sabemos que limitaron, de una parte, los poderes del padre y, de otra, multiplicaron las facilidades para que éste renunciara voluntariamente a ellos. Se puede señalar que el modo más antiguo de librarse de la Potestas, efectuando una triple venta de la persona del hijo, es la prueba de la aparición temprana de un sentimiento de repulsa en contra de la prolongación de los poderes. La regla que declaraba que el hijo debería ser libre tras haber sido vendido tres veces por su padre parece haber estado dirigida, originalmente, a imponer consecuencias penales sobre una práctica que repugnaba incluso a la inmoralidad burda del romano primitivo. Pero, aún antes de la publicación de las Doce Tablas, se había vuelto, debido al ingenio mostrado por los jurisconsultos, en un medio de destruir la autoridad paterna, siempre que el padre deseaba que ésta cesara.
Muchas de las causas que ayudaron a mitigar la rigidez del poder del padre sobre las personas de sus hijos, se cuentan indudablemente entre aquellas que no aparecen en los libros de la historia. No podemos precisar hasta qué punto la opinión pública puede haber paralizado una autoridad que la ley confería, o hasta qué punto el afecto natural puede haberla hecho soportable. Sin embargo, aunque los poderes sobre la persona posiblemente al final fueron nominales, todo el curso de la jurisprudencia romana existente sugiere que los derechos del padre sobre la propiedad del hijo fueron siempre ejercidos sin escrúpulo en toda la amplitud que les confería la ley. Nada nos asombra de la amplitud de estos derechos cuando aparecen por primera vez. El antiguo Derecho Romano prohibía a los hijos bajo tutela tener propiedades independientes de sus padres o, mejor dicho, nunca concibió la posibilidad de exigir el derecho a una propiedad separada. El padre podía tomar la totalidad de las adquisiciones del hijo y disfrutar del beneficio de los contratos de éste sin verse envuelto en las responsabilidades equivalentes. Lo anterior era de esperarse de la constitución de la sociedad romana más temprana, pues apenas podríamos formarnos una noción del grupo familiar primitivo a menos que asumamos que sus miembros ponían sus ganancias de todo tipo en un capital común, al mismo tiempo que no podían comprometerlo en empresas individuales impróvidas. El verdadero enigma de la Patria Potestas no radica aquí sino en la lentitud con que los privilegios propietarios del padre fueron restringidos, y en la circunstancia de que, antes de que fueran seriamente disminuidos, todo el mundo civilizado había caído bajo su esfera de acción. No se intentó llevar a cabo ninguna innovación sino hasta los primeros años del Imperio, cuando las adquisiciones de los soldados en servicio activo fueron retiradas de la operación de la Patria Potestas, sin duda en compensación al ejército que había depuesto a la República libre. Tres siglos más tarde, la misma inmunidad se extendió a las ganancias de personas que se hallaban al servicio del Estado. Los dos cambios eran obviamente limitados en su aplicación y fueron ideados en una forma técnica, de modo que interfirieran lo mínimo posible en el principio de la Patria Potestas. El Derecho Romano siempre había reconocido una cierta propiedad restringida y dependiente en las propinas y ahorros que los esclavos e hijos bajo tutela no estaban obligados a incluir en las cuentas de la casa, y el nombre especial de esta propiedad permitida, Peculium, era aplicado a las adquisiciones recientemente liberadas de la Patria Potestas, que eran denominadas en el caso de los soldados Castrense Peculium y Quasi-castrense Peculium en el caso de la burocracia oficial. Siguieron otras modificaciones de los privilegios paternos que mostraban un respeto exterior menos solícito por el antiguo principio. Poco después de la introducción del Quasi-castrense Peculium, Constantino el Grande abolió el control absoluto del padre sobre la propiedad que los hijos habían heredado de su madre y lo redujo al usufructo. Unos pocos cambios más se realizaron en el Imperio de Occidente, pero el punto culminante se alcanzó en Oriente, bajo Justiniano, quien decretó que, al menos que las adquisiciones del hijo derivaran de la propiedad del padre, los derechos del padre sobre ellas no se extenderían más allá del disfrute de su producto durante su vida. Aún así, en el momento de máximo relajamiento de la Patria Potestas romana, se le dejaba un campo más amplio y severo que a ninguna institución análoga del mundo moderno. Los primeros escritores modernos de jurisprudencia señalan que solamente los más bárbaros y crueles de los conquistadores del Imperio y, sobre todo, las naciones de origen eslavo tuvieron una Patria Potestas semejante a la descrita en las Pandectas y en el Código. Todos los inmigrantes germánicos parecen haber reconocido una unión corporativa de la familia bajo el mund o autoridad de un jefe patriarcal; pero sus poderes sólo constituían los restos de una debilitada Patria Potestas y eran bastante menores que los disfrutados por el padre romano. Los francos son mencionados como un caso particular entre los que no existía la institución romana, y, en consecuencia, los antiguos jurisconsultos franceses, aun cuando se dedicaron a rellenar los intersticios de costumbres bárbaras con reglas de Derecho Romano, se vieron obligados a protegerse de la intrusión de la Potestas mediante la máxima expresa de Puyssance de père en France n'a lieu. La tenacidad de los romanos en mantener esta reliquia de su época más remota es en sí misma notable; pero es menos notable que la difusión de la Potestas sobre toda una civilización de la que ya había desaparecido. Mientras el Castrense Peculium constituía todavía la única excepción al poder del padre sobre la propiedad, y cuando su poder sobre las personas de sus hijos era todavía amplio, la ciudadanía romana, y con ella la Patria Potestas, se extendía a todos los rincones del Imperio. Todo africano, español, galo, britano o judío, que recibía este honor por medio de dádiva, compra o herencia se colocaba bajo el derecho de gentes romano, y, aunque nuestras autoridades en la materia señalan que los hijos nacidos antes de la obtención de la ciudadanía no podían quedar sujetos al poder patriarcal sin su consentimiento, los hijos nacidos después de ella y todos sus descendientes ulteriores estaban en iguales condiciones que el filius familias romano. No cae dentro del alcance de este tratado examinar el mecanismo de la sociedad romana tardía, pero permítaseme señalar que hay pocas pruebas que sostengan que la constitución de Antonino Caracalla otorgando la ciudadanía romana a todos sus súbditos fue una medida de poca importancia. Independientemente de cómo la interpretemos, debe haber ampliado mucho la esfera de la Patria Potestas y, en mi opinión, el estrechamiento de las relaciones familiares que efectuó es una acción a tener más en cuenta de lo que se ha hecho, para explicar la gran revolución moral que estaba transformando al mundo.
Antes de terminar con este aspecto de nuestro tema, debe apuntarse que el Paterfamílias era responsable de los delitos -o agravios- de sus hijos bajo tutela. De modo similar respondía por los agravios de sus esclavos; pero en los dos casos, originalmente, poseyó el singular privilegio de poder ofrecer en pago la persona del delincuente en reparación del daño. La responsabilidad así incurrida en nombre de los hijos, unida a la incapacidad mutua de padre e hijo bajo tutela de procesar uno al otro, hay que explicarla, según algunos juristas, como el supuesto de una unidad de persona entre el Pater-familias y el filius-familias. En el capítulo sobre sucesiones, trataré de mostrar en qué sentido y hasta qué grado puede aceptarse esta unidad, como una realidad. Por el momento solamente puedo decir que estas responsabilidades del Pater-familias, y otros fenómenos legales que discutiremos seguidamente, parecen señalar ciertos deberes del primitivo jefe patriarcal que equilibraban sus derechos. Me imagino que, si disponía en forma absoluta de las personas y fortunas de los miembros del clan, esta propiedad representativa era coextensiva con la obligación de dar sustento del fondo común a todos los miembros de la hermandad. La dificultad radica en olvidarnos suficientemente de nuestras asociaciones habituales para imaginar la naturaleza de su obligación. No se trataba de un deber legal, pues el derecho no había penetrado el recinto de la familia. Denominarlo moral es, tal vez, anticipar ideas que pertenecen a una etapa posterior del desarrollo mental; pero la expresión obligación moral es bastante significativa para nuestro propósito, si entendemos por ella un deber seguido semiconscientemente y cumplido más bien por instinto y hábito que por sanciones precisas.
La Patria Potestas, en su forma normal, no ha sido y, en mi opinión, no podía haber sido, una institución generalmente duradera. La prueba de su pasada universalidad es, por tanto, incompleta en tanto que la examinemos en sí misma; sin embargo, la demostración puede llevarse mucho más lejos analizando otras áreas del derecho antiguo que, finalmente, dependen de él, pero no mediante una ilación fácilmente visible. Tomemos, por ejemplo, el parentesco o, en otras palabras, la escala de la jurisprudencia arcaica utilizada para calcular la proximidad de los parientes entre sí. De nuevo, será conveniente emplear los términos romanos: relación agnada y cognada. Relación cognada es simplemente la concepción del parentesco corriente entre las ideas modernas. Se trata de la relación que surge de la descendencia común del mismo par de personas casadas, ya sea que la descendencia provenga de varones o hembras. La relación agnada es algo muy dIferente: excluye un cierto número de personas a las que en la actualidad se las consideraría parientes e incluye muchas más que nosotros no contaríamos, hoy en día, entre nuestros allegados. Se trata de la conexión existente entre los miembros de la familia, concebida en sus términos más antiguos. Los límites de esta conexión distan de ser vecinos a los de la relación moderna.
Cognados, pues, son todas aquellas personas que descienden consanguíneamente de un solo anteceor y antecesora, o, si tomamos el significado técnico estricto de la palabra en el Derecho Romano, son aquellos que derivan consanguíneamente del matrimonio legítimo de un par común. Cognación es, por tanto, un término relativo, y el grado de parentesco consanguíneo que indica, depende del matrimonio particular que se seleccione al principio del cálculo. Si comenzamos con el matrimonio de padre y madre, la cognación expresará solamente la relación de hermanos y hermanas; si tomamos el de abuelo y abuela, entonces también incluirá tíos, tías y sus descendientes en la relación de cognación. Si se sigue el mismo procedimiento, se obtendrá continuamente un mayor número de cognates eligiendo el punto de partida cada vez más alto en la línea de ascendencia. Todo esto es fácilmente comprensible para una mente moderna, pero ¿quiénes son los agnados? En primer lugar, son todos los cognados que derivan su conexión solamente por vía paterna. Un cuadro de cognados se forma tomando cada antepasado lineal, incluyendo a todos sus descendientes de ambos sexos en el cuadro; si luego, al trazar las varias ramas de tal cuadro o árbol genealógico, nos detenemos al llegar al nombre de una mujer y no proseguimos con esa rama particular, todos los que restan, después de haber excluido a los descendientes de mujeres, son agnados y su conexión es una relación agnada. Explico un poco el proceso que se sigue en la práctica al separarlos de los cognados, porque explica una máxima legal memorable, Mulier est finis familiae: una mujer es el término de la familia. Un nombre de mujer cierra la rama de la genealogía en que aparece. Ninguno de los descendientes de una mujer se incluyen en la noción primitiva de relación familiar.
Si el sistema de derecho arcaico que estamos analizando admite la adopción, tenemos que añadir al agnado así obtenido todas las personas, hombres o mujeres que han sido incluidos en la familia por la extensión artificial de sus límites. Pero los descendientes de tales personas solamente serán agnados si cumplen los requisitos que acabamos de describir.
Entonces, ¿cuál es la razón de esta inclusión y exclusión arbitraria? ¿Por qué una concepción de la familia tan elástica como para incluir extraños mediante la adopción, sin embargo es tan estrecha que descarta a los descendientes de un miembro femenino? Para resolver estas cuestiones tenemos que recurrir a la Patria Potestas. El fundamento de la agnación no es el matrimonio del padre y la madre, sino la autoridad del padre. Están relacionadas por medio de la agnación todas aquellas personas que se hallan bajo el poder paterno, o que han estado, o que podían haber estado si su antepasado lineal hubiera vivido para ejercer su dominio. En realidad, en la comunidad primitiva, la relación se hallaba exactamente limitada por la Patria Potestas. Donde empieza la Potestas, empieza el parentesco, y, por esta razón, los parientes adoptivos se encuentran entre los deudos. Donde termina la Potestas, allí termina el parentesco; de tal modo que un hijo emancipado por su padre pierde todos los derechos de agnación. Y aquí hallamos la razón por la que los descendientes de mujeres se encuentran fuera de los límites del parentesco arcaico. Cuando ella contraía matrimonio sus hijos caían bajo la Patria Potestas, no de su padre, sino de su esposo y, de este modo, se perdían para su propia familia. Es obvio que la organización de las socIedades primitivas se habría complicado, si los hombres se hubieran considerado parientes de los deudos de su madre. Se habría inferido que una persona podría estar sujeta a dos Patriae Potestates distintas que implicaban Jurisdicción distinta, de manera que cualquiera que estuviese sometido a dos de ellas al mismo tiempo habría vivido bajo dos dispensaciones diferentes. Mientras la familia fuese un imperium in imperio, una comunidad dentro de la República gobernada por sus propias instituciones cuya fuente era el padre, la limitación de la relación a los agnados fue una seguridad necesaria para evitar un conflicto de leyes en el foro doméstico.
Los poderes paternos formales se extinguen con la muerte del padre pero la agnación es, por así decirlo, un molde que retiene su huella una vez que los padres han dejado de existir. De ahí viene el interés de la agnación para el investigador de la historia de la jurisprudencia. Los poderes mismos son discernibles en comparativamente pocas memorias del derecho antiguo, pero la relación agnada, que implica su existencia anterior, es distinguible en casi todas partes. Hay pocos cuerpos legales pertenecientes a comunidades del tronco indoeuropeo que no muestren peculiaridades claramente atribuibles a la agnación en la parte más antigua de su estructura. En el derecho hindú, por ejemplo, que está saturado de nociones primitivas sobre dependencia familiar, el parentesco es enteramente agnado y, según me han informado, en las genealogías hindús, en general, los nombres de mujeres se omiten totalmente. La misma idea sobre relación subyace en el derecho de las razas que invadieron el Imperio Romano. Entre éstas parece ser que formaba parte de sus usos primitivos, y se puede sospechar que se habría perpetuado aún más de lo que lo ha hecho en la jurisprudencia europea moderna, de no haber sido por la vasta influencia del Derecho Romano tardío sobre el pensamiento moderno. Los pretores pronto asieron la cognación como la forma natural de parentesco, y no ahorraron esfuerzo en purificar su sistema de la concepción anterior. Sus ideas han llegado hasta nosotros; pero todavía se pueden observar huellas de la agnación en muchas de las reglas modernas sobre la sucesión después de la muerte de alguien. La exclusión de las mujeres y de sus hijos de las funciones gubernamentales comúnmente atribuida al uso de la Ley Sálica que practicaban los francos, tiene ciertamente un origen agnaticio, por descender de la antigua regla germánica de sucesIón a la propiedad alodial. También hay que buscar en la agnación la explicación de esa regla extraordinaria del derecho inglés, sólo recientemente repelida, que prohibía a los medio hermanos heredar sus propiedades respectivas. Según las costumbres de Normandía, la regla se aplicaba a hermanos uterinos solamente, es decir, a hermanos por el lado materno pero no del mismo padre, y, limitado de este modo, es una deducción estricta del sistema agnaticio, bajo el cual los hermanos uterinos no son parientes entre sí. Cuando se trasplantó a Inglaterra, los jueces ingleses, quienes no tenían clave alguna sobre su origen, lo interpretaron como una prohibición general contra la sucesión del medio hermano y se hizo extensivo a los hermanos consanguineos, esto es, a los hijos del mismo padre con diferentes esposas. Entre toda la literatura que guarda como reliquia la pretendida filosofía del derecho, nadá hay más curioso que las páginas de elaborada sofistería en las que Blackstone intenta explicar y justificar la exclusión del medio hermano.
Se puede demostrar, en ml opinión, que la familia, mantenida unida por la Patria Potestas, es el núcleo del que germinó todo el derecho de gentes. El más importante capítulo de ese derecho es el relacionado con el status de las mujeres. Se acaba de señalar que la jurisprudencia primitiva aunque no permite a una mujer transmitir derechos agnaticios a sus descendientes, la incluye de todas formas en el vínculo agnaticio. La relación de una mujer con la familia en la que nació es mucho más estricta, cercana y duradera que la que une a sus parientes varones. Ya hemos indicado varias veces que el derecho temprano se ocupa solamente de las familias; esto es lo mismo que decir que sólo se ocupa de personas que ejercen Patria Potestas, y, en consecuencia, el único principio por el que emancipa a un hijo o nieto a la muerte de su padre, es la consideración de la capacidad inherente en tal hijo o nieto de convertirse en la cabeza de una nueva familia y la raíz de un nuevo conjunto de poderes paternos. Pero una mujer, naturalmente, no tiene capacidad de ese tipo y, en consecuencia, ningún título a la liberación que confiere. Hay, por tanto, una estratagema peculiar en la jurisprudencia arcaica para retenerla vinculada a la familia toda su vida. Se trata de la institución conocida por el más antiguo Derecho Romano como tutela perpetua de las mujeres, bajo la cual una mujer, aunque liberada de la autoridad paterna a la muerte del padre, continúa sujeta toda la vida a sus parientes varones más cercanos, quienes son sus guardianes. La tutela perpetua no es obviamente ni más ni menos que una prolongación artificial de la Patria Potestas, cuando ésta se ha disuelto para otros fines. En la India, el sistema sobrevive en su totalidad, y su operación es tan estricta que una madre hindú con frecuencia deviene pupila de sus propios hijos. Incluso en Europa, el derecho de las naciones escandinavas sobre las mujeres la conservó hasta fecha reciente. Los invasores del Imperio de Occidente la tenían entre sus usos nativos y, de hecho, sus ideas respecto al tutelaje, en todas sus formas, se encuentran entre las más retrógradas que introdujeron en el mundo occidental. Pero de la madura jurisprudencia romana ya había desaparecido enteramente. No sabríamos casi nada de ella, si contáramos solamente con las compilaciones de Justiniano para consultar; pero el descubrimiento del manuscrito de Gayo la despliega ante nuestros ojos en su época más interesante, justo cuando había caído en descrédito y estaba a punto de extinguirse. El mismo gran jurisconsulto rechaza con desdén la apología popular que la justificaba en términos de la inferioridad mental del sexo femenino, y una parte considerable de su volumen está dedicada a las descripciones de los numerosos medios, algunos de los cuales desplegaban un gran ingenio, que los jurisconsultos romanos habian ideado para permitir a las mujeres que vencieran las antiguas reglas. Llevados por su teoría del derecho natural, los jurisconsultos habían, evidentemente, asumido por estas fechas la igualdad de los sexos como un principio de su código de equidad. Es de notar que las restricciones que atacaban se referían a las limitaciones sobre la disponibilidad de su propiedad, para lo cual todavía se requería formalmente el consentimiento de los tutores de la mujer. El control de su persona estaba aparentemente anticuado.
El derecho antiguo subordina a la mujer a sus parientes consanguíneos, mientras que un fenómeno principal de la jurisprudencia moderna ha sido la subordinación al esposo. La historia del cambio es notable. Comienza ya en los anales de Roma. Antiguamente había tres modos de contraer matrimonio, según el uso romano: uno implicaba una solemnidad religiosa y los otros dos la observancia de ciertas formalidades seculares. Mediante el matrimonio religioso o Confarreation, mediante la forma superior de matrimonio civil o Coemption, y mediante la forma inferior, que se denominaba Usus, el esposo adquiría cierto número de derechos sobre la persona y la propiedad de su esposa, que eran en conjunto bastantes más que los conferidos en cualquier sistema de jurisprudencia moderna. Pero, ¿en qué capacidad los adquiría? No como esposo, sino como padre. Por medio de la Confarreation, Coemptium y Usus, la mujer pasaba in manum viri, es decir, de derecho se convertía en la hija de su esposo. Quedaba incluida en su Patria Potestas. Incurría en todas las responsabilidades que surgían de aquélla mientras subsistió y en las que le sobrevinieron una vez que había desaparecido. Toda la propiedad de la esposa era absolutamente de él, y en caso de viudez, permanecía bajo la tutela del guardián que él hubiere nombrado. No obstante, estas tres formas antiguas de matrimonio cayeron gradualmente en desuso, de tal forma que, en el periodo más espléndido de la grandeza romana, habían dejado lugar casi enteramente a un modo de connubio -aparentemente antiguo, pero hasta entonces no considerado honroso- que se basaba en una modificación de la forma inferior del matrimonio civil. Sin entrar a explicar el mecanismo técnico de la institución ahora generalmente popular, puede describirse como algo equivalente, de derecho, a poco más que un depósito temporal de la mujer por su familia. Los derechos de la familia permanecían incólumes y la dama continuaba bajo la tutela de guardianes a quienes habían nombrado sus padres y cuyos privilegios de control excedían, en muchos respectos materiales, a la autoridad inferior del esposo. La consecuencia fue que la situación de la mujer romana, casada o soltera, se volvió de una gran independencia personal y propietaria, pues la tendencia del derecho tardio, como ya he sugerido, fue reducir el poder del guardián a una nulidad, al mismo tiempo que la forma de matrimonio entonces de moda no confería al esposo ninguna superioridad compensatoria. El cristianismo tendió, en cierto modo, desde un principio a estrechar esta notable libertad. Llevados de un desagrado justificable por las prácticas disolutas del decadente mundo pagano y luego impelidos por una pasión ascética, los propagadores de la nueva fe miraban con desaprobación un vínculo marital que era, de hecho, el más relajado que haya presenciado el mundo occidental. El Derecho Romano más tardío, hasta donde se halla influido por las constituciones de los emperadores cristianos, muestra algunas señales de una reacción contra las doctrinas liberales de los grandes jurisconsultos antoninos, y el estado prevaleciente del sentimiento religioso puede explicar por qué la jurisprudencia moderna, forjada en el horno de las conquistas bárbaras, y formada por la fusión de jurisprudencia romana con usos patriarcales, ha absorbido, entre sus embriones, más reglas de las usuales sobre la posición de la mujer, las cuales pertenecen a una civilización imperfecta. Durante la conflictiva era que inició la historia moderna, y mientras las leyes de los inmigrantes germánicos y eslavos permanecieron superpuestas, a semejanza de una hilera separada, sobre la jurisprudencia romana de sus súbditos provincianos, las mujeres de las razas dominantes por todas partes se hallaban bajo varias formas de tutelaje y el marido que tomaba una esposa de cualquier familia, a excepción de la suya, pagaba un precio a los parientes de ella a cambio de la tutela que le entregaban. El código medieval se formó mediante la amalgamación de los dos sistemas, y en el derecho sobre la mujer se puede observar el sello de su doble origen. El principio de la jurisprudencia romana es hasta aquí triunfante, de suerte que las mujeres solteras se hallaban generalmente exentas de la esclavitud de la familia (aunque hay excepciones locales a la regla). Sin embargo, el principio arcaico de los bárbaros había fijado la posición de las mujeres casadas y el esposo había asumido, en su carácter marital, los poderes que, en otro tiempo, pertenecían a los parientes varones de su esposa; la única diferencia es que ya no compraba sus privilegios. En este punto, por tanto, el derecho moderno de Europa Occidental y Meridional comenzó a distinguirse por una de sus principales características: permite una relativa libertad a las solteras y viudas e impone una gran inmovilidad a las casadas. Tardó mucho en disminuir sensiblemente la subordinación que el matrimonio imponía al otro sexo. El principal y más poderoso disolvente del restablecido barbarismo de Europa fue siempre la jurisprudencia compilada por Justiniano, cada vez que era estudiada con el apasionado entusiasmo que nunca dejaba de despertar. Secreta y eficazmente fue socavando las costumbres que pretendía meramente interpretar. Pero el capítulo legal que versa sobre las mujeres casadas fue interpretado en su mayor parte no en base al Derecho Romano sino al Derecho Canónico, que en ningún detalle se alejaba tanto del espíritu de la jurisprudencia secular como en el punto de vista que adopta sobre las relaciones creadas por el matrimonio. Esto era, en parte, inevitable, puesto que no es probable que ninguna sociedad que conserve alguna capa de institución cristiana devuelva a las mujeres casadas la libertad personal que les confirió el derecho romano intermedio. Pero la impotencia propietaria de las mujeres casadas se basa en fundamentos muy diferentes de su impotencia física, y fue con objeto de mantener viva y consolidada la primera que los comentadores del Derecho Canónico perjudicaron tan profundamente la civilización. Hay numerosos vestigios de una lucha entre los principios seculares y eclesiásticos; sin embargo, el Derecho Canónico prevaleció casi en todas partes. En algunas provincias francesas, las mujeres casadas, de un rango por debajo de la nobleza, consiguieron para sí todos los poderes que la jurisprudencia romana permitía para manejar la propiedad. Este derecho local fue en gran parte seguido por el Código Napoleónico. Sin embargo, el Estado de derecho escocés muestra que la escrupulosa deferencia hacia las doctrinas de los jurisconsultos romanos no alcanzaba siempre a mitigar las incapacidades de las esposas. No obstante, los sistemas que son menos indulgentes con las mujeres casadas son aquellos que han seguido de manera exclusiva el Derecho Canónico, o aquellos que, por su tardío contacto con la civilización europea, nunca han visto desarraigados sus arcaísmos. El derecho escandinavo, hasta muy recientemente riguroso con todas las mujeres, es todavía notable por su severidad hacia las casadas. El derecho consuetudinario inglés, que toma la mayoría de sus principios fundamentales de la jurisprudencia de los canonistas, apenas es menos estricto en la incapacidad propietaria que impone a las mujeres. La parte del derecho consuetudinario que legisla la situación legal de las mujeres casadas puede servir para dar a un ciudadano inglés una clara noción de la gran institución que ha sido el tema central de este capítulo. No conozco otro modo de representar más vivamente la operación y naturaleza de la antigua Patria Potestas que reflexionando sobre las prerrogativas que el puro derecho consuetudinario inglés otorga al esposo, y recordando la rigurosa consistencia con que sostiene la sumisión legal completa de la esposa, que no se ha visto influida por la equidad o estatutos en ninguna de las partes sobre derechos, deberes y remedios. La distancia entre el derecho romano más antiguo y el más tardío en el asunto de los hijos bajo tutela puede considerarse equivalente a la diferencia entre el derecho consuetudinario y la jurisprudencia del Tribunal de Chancillería en las reglas que aplican respectivamente a las mujeres casadas.
Si perdiéramos de vista el verdadero origen de la tutoría en sus dos formas y empleáramos el lenguaje común sobre estos asuntos, notaríamos que, mientras que la tutela sobre las mujeres es un ejemplo en que los sistemas de derecho arcaico llevan un poco lejos la ficción de derechos suspendidos, las reglas que establecen para la tutoría de los varones huérfanos son ejemplo de una falla en, precisamente, la dirección opuesta. Todos esos sistemas terminan la tutela de los varones a una edad extraordinariamente temprana. Bajo el antiguo Derecho Romano, que puede tomarse como su prototipo, el hijo que era liberado de la Patria Potestas por la muerte de su padre o abuelo permanecía bajo tutela hasta la época en que llegaba a sus quince años. La llegada de esa época lo colocaba inmediatamente en una posición de total disfrute de la independencia personal y propietaria. El periodo de minoría de edad parece, de este modo, haber sido tan irrazonablemente corto como la duración de la incapacidad de la mujer era absurdamente largo. Pero, de hecho, no había ningún elemento de exceso o defecto en las circunstancias que dieron su forma original a las dos clases de tutela. Ni una ni otra se basaban en la menor consideración a la utilidad pública o privada. La tutela de los varones huérfanos no fue originalmente ideada con la intención de protegerlos hasta la llegada de su mayoría de edad, como tampoco se preveía que la tutela de las mujeres protegiese al otro sexo de su propia debilidad. La razón por la cual la muerte del padre liberaba al hijo de la servidumbre familiar era la capacidad del hijo de convertirse en cabeza de una nueva familia y en fundador de una nueva Patria Potestas. La mujer no poseía tal capacidad y, por tanto, nunca era emancipada. En consecuencia, la tutela de los varones huérfanos era un artificio para mantener la apariencia de subordinación a la familia del padre, hasta el momento en que se consideraba al niño capaz de convertirse en padre él mismo. Se trataba de una prolongación de la Patria Potestas hasta el momento de la simple masculinidad física. Terminaba con la pubertad, pues el rigor de la teoría así lo exigía. Sin embargo, por cuanto no pretendía conducir la protección del huérfano hasta su madurez intelectual o hasta que estuviese capacitado para llevar sus asuntos, era totalmente ineficaz para propósitos de utilidad general, y esto parece haber sido descubierto por los romanos en una etapa temprana de su progreso social. Uno de los hitos antiquísimos de la legislación romana es la Lex Laetoria o Plaetoria que colocaba a todos los varones libres, que eran mayores de edad y tenían todos sus derechos, bajo el control temporal de una nueva clase de tutores, llamados curatores, cuya sanción era necesaria para validar sus actos o contratos. La edad de veintiséis años era el límite de esta supervisión estatuida, y es exclusivamente en referencia a la edad de veinticinco años que se utilizan los términos mayoría y minoría en Derecho Romano. En la jurisprudencia moderna el pupilaje se ha adaptado con una regularidad tolerable al simple principio de protección a la inmadurez de la juventud física y mental. Tiene su terminación natural con la mayoría de edad. Los romanos, sin embargo, buscaron dos instituciones diferentes en relación a la protección de la debilidad física, y en relación a la incapacidad intelectual, distintas en teoría y en intención. Las ideas concomitantes a las dos se hallan combinadas en la idea moderna de la tutoría.
El derecho de gentes contiene solamente un apartado que puede citarse en relación a nuestro propósito actual. Las reglas legales mediante las cuales los sistemas de jurisprudencia natural regulan la relación amo y esclavo, no presentan huellas muy claras del estado original común a las sociedades antiguas. Pero hay razones para esta excepción. Parece existir algo en la institución de la esclavitud que, en todos los tiempos, ha horrorizado o molestado a la humanidad, por muy poco habituada que se halle a la reflexión o por muy poco avanzada que se encuentre en el ejercicio de sus instintos morales. El escrúpulo que las sociedades antiguas experimentaron casi inconscientemente parece haber resultado siempre en la adopción de algún principio imaginario sobre el cual basar, con cierta plausibilidad, una defensa o, al menos, una exposición razonada de la esclavitud. En su historia más temprana, los griegos explicaron la institución en términos de la inferioridad intelectual de ciertas razas y su consiguiente aptitud natural para la condición servil. Los romanos, adoptando una actitud igualmente característica, la derivaron de un supuesto acuerdo entre el vencedor y el vencido en el que el primero contrataba los servicios perpetuos de su enemigo, y el otro ganaba en retorno a la vida que había legítimamente perdido. Tales teorías eran no sólo erróneas sino insuficientes para el caso que trataban de explicar. Con todo, ejercieron una poderosa influencia en muchos aspectos. Satisficieron la conciencia del amo; perpetuaron y, tal vez, aumentaron la degradación del esclavo, y, naturalmente, tendieron a borrar la relación en que se había mantenido originalmente la servidumbre respecto del resto del sistema doméstico. La relación, aunque no claramente mostrada, está casualmente indicada en muchas partes del sistema primitivo, y, más particularmente, en el sistema típico: el de la antigua Roma.
En los Estados Unidos, se ha dedicado mucha energía y cierta erudición a la cuestión de si el esclavo, en las primeras etapas de la sociedad, era un miembro reconocido de la familia. En un cierto sentido hay que dar, ciertamente, una respuesta afirmativa. El testimonio del derecho antiguo y muchas historias primitivas prueban que el esclavo podía, bajo ciertas condiciones, convertirse en el heredero, o sucesor universal, del amo, y esta facultad significativa, como explicaré en el capítulo sobre sucesión, implica que el gobierno y representación de la familia podía, en ciertas circunstancias particulares, recaer en el esclavo. Los argumentos norteamericanos, no obstante, parecen asumir a propósito de este asunto que, si admitimos que la esclavitud ha sido una institución familiar primitiva, el reconocimiento lleva implícito la admisión del carácter moral defendible de la actual esclavitud negra. ¿Qué se quiere decir, pues, al afirmar que el esclavo estaba originalmente en la familia? No que su situación no podía ser fruto de los motivos más burdos que puedan impulsar al hombre. El simple deseo de utilizar la fuerza física de otra persona como un medio de atender la comodidad o el placer propios es sin duda el fundamento de la esclavitud, y tan viejo como la naturaleza humana. Cuando decimos que el esclavo antiguamente estaba incluido en la familia, no tratamos de hacer afirmaciones sobre los motivos de aquellos que lo pusieron en esa situación o lo mantuvieron en ella; simplemente queremos afirmar que el vínculo que lo unía a su amo tenía el mismo carácter general que el que ataba a todos los otros miembros del grupo a su jefe. Esta consecuencia, de hecho, se incluía en la afirmación general, ya hecha, de que las ideas primitivas de la humanidad no servían para concebir cualquier base de la relación de los individuos inter se, a excepción de las relaciones familiares. La familia consistía, primero, en aquellos miembros que pertenecían a ella por consanguinidad y, luego, en aquellos que habían sido insertos por medio de la adopción, y una tercera clase de personas que se habían unido a ella por la sumisión común a su jefe: los esclavos. Los vasallos, nacidos y adoptados por el jefe, se elevaban por encima del esclavo por tener la certeza de que, en el curso ordinario de los acontecimientos, serían liberados de su servidumbre y habilitados para ejercer poderes propios. En mi opinión, la inferioridad del esclavo no era tanta como para colocarlo fuera de la esfera de la familia, o para degradarlo al nivel de la propiedad inanimada, como han demostrado claramente muchos testimonios de su antigua capacidad de heredar en el último caso. Sería, naturalmente, muy aventurado adelantar conjeturas sobre el grado en que la suerte del esclavo se vio mitigada en los inicios de la sociedad al tener reservado un lugar definido en el dominio del padre. Es, tal vez, más probable que el hijo estuviese prácticamente asimilado al esclavo a que el esclavo compartiese algo de la ternura que, posteriormente, se le mostraba al hijo. Pero se puede afirmar sin temor respecto de los códigos avanzados y completos que, siempre que la esclavitud se halla sancionan la servidumbre, la condición servil nunca se vuelve intolerable en los sistemas que conservan alguna memoria de su condición anterior más que bajo aquellos que han adoptado alguna otra teoría de su degradación civil. El punto de vista de la jurisprudencia sobre el esclavo es de gran importancia para éste. La teoría del derecho natural contuvo al Derecho Romano en su creciente tendencia a considerarlo un artículo de propiedad, y de ahí que, siempre que instituciones profundamente afectadas por la jurisprudencia romana sancionan la servidumbre, la condición servil nunca se vuelve intolerablemente desdichada. Hay pruebas abundantes de que en aquellos Estados norteamericanos que han adoptado el código, muy romanizado, de Luisiana como base de su jurisprudencia, la suerte y perspectivas de la población negra, en muchos aspectos materiales, son mejores que bajo instituciones basadas en el derecho consuetudinario inglés que, tal como se interpreta ahora, no tiene un verdadero lugar para el esclavo y, por tanto, solamente lo puede tratar como a una propiedad mueble.
Hemos examinado ahora todas las partes del antiguo derecho de gentes que cae dentro del alcance de este tratado, y confío en que el resultado de la investigación dará exactitud y precisión adicional a nuestra visión de la infancia de la jurisprudencia. El derecho civil de los Estados hizo por primera vez su aparición como las temistes de un soberano patriarcal y ahora podemos ver que estas temistes probablemente sólo son una forma desarrollada de los mandatos irresponsables que, en un estado anterior de la raza, la cabeza de cada familia aislada debe haber dirigido a sus esposas, hijos y esclavos. Pero, aún después de haber sido organizado el Estado, las leyes tenían una aplicación extremadamente limitada. Ya sea que retengan su primitivo carácter de temistes o ya sea que avancen a la condición de costumbres o textos codificados son obligatorias para las familias, no para los individuos. La jurisprudencia antigua, si es que puede utilizarse una engañosa comparación, puede asemejarse al Derecho Internacional, que no llena por decirlo así, nada excepto los intersticios entre los grandes grupos que son los átomos de la sociedad. En una comunidad así organizada, la legislación de asambleas y la jurisdicción de los tribunales alcanza solamente a los jefes de familia, y para el resto de los individuos la regla de conducta es la ley de su hogar, cuyo legislador es el padre. Pero la esfera del derecho civil, pequeña al principio, tiende constantemente a ampliarse. Los agentes del cambio legal, ficciones, equidad y legislación, asumen, a su vez, el rumbo de las instituciones primitivas, y cada vez que se avanza un poco, un mayor número de derechos personales y una mayor cantidad de propiedades son trasladadas del foro doméstico a la jurisdicción de los tribunales públicos. Las ordenanzas del gobierno obtienen gradualmente la misma eficacia en los asuntos privados que en los asuntos de Estado, y ya no están expuestas a ser anuladas por los requerimientos de un déspota entronizado en cada hogar. Tenemos en los anales de Derecho Romano una historia casi completa del desmoronamiento de un sistema arcaico, y de la formación de nuevas instituciones mediante la recombinación de materiales. Algunas instituciones han llegado intactas al mundo moderno, mientras que otras, destruidas o corrompidas por el contacto con la barbarie durante la Edad Media, tuvieron que ser recuperadas por la humanidad. Cuando dejamos esta jurisprudencia en la época en que Justiniano hizo su reconstrucción final, se pueden descubrir pocas huellas de arcaísmo excepto en el único apartado de los amplios poderes todavía reservados al padre vivo. En todo lo demás, principios de utilidad, simetría o simplificación -principios nuevos en cualquier caso- han usurpado la autoridad de las consideraciones estériles que satisfacían la conciencia de los tiempos antiguos. En todas partes una nueva moralidad ha desplazado los cánones de conducta y las razones de aquiescencia que se hallaban al unísono con los usos antiguos, porque, de hecho, habían surgido de ellos.
El movimiento de las sociedades progresivas ha sido uniforme en un respecto. A lo largo de todo su curso se ha distinguido por la disolución gradual de la dependencia familiar y el crecimiento de la obligación individual en su lugar. La familia es sustituida por el individuo como unidad responsable ante el derecho civil. El avance ha sido logrado a una celeridad variable, y hay sociedades no absolutamente estacionarias en las que el derrumbe de la organización antigua puede solamente ser percibido mediante un estudio cuidadoso de los fenómenos que presentan. Pero, independientemente de su paso, el cambio no ha estado sujeto a reacción o rechazo. Se puede descubrir que los rechazos aparentes fueron ocasionados gracias a la absorción de ideas y costumbres arcaicas de alguna fuente enteramente extraña. Tampoco es difícil ver cuál es el vínculo entre hombre y hombre que remplaza poco a poco aquellas formas de reciprocidad de derechos y deberes que tienen su origen en la familia. Se trata del contrato. Partiendo de una condición social en la que todas las relaciones de las personas se reducen a las relaciones de familia, parece que nos hemos movido progresivamente hacia una fase del orden social en el que todas las relaciones surgen del libre acuerdo de los individuos. El progreso logrado en Europa Occidental en esta dirección ha sido considerable. Así, el status del esclavo ha desaparecido; ha sido remplazado por la relación contractual del sirviente y su patrón. El status de mujer bajo tutela, si se entiende la tutela de otras personas que no sea el esposo, también ha dejado de existir; desde su mayoría de edad hasta su matrimonio todas las relaciones que puede entablar son relaciones contractuales. De modo similar, el status de hijos bajo tutela tampoco tiene cabida en el derecho de las sociedades europeas modernas. Si alguna obligación civil vincula al padre y al hijo mayor de edad, solamente tendrá validez legal si media un contrato. Las excepciones aparentes son excepciones que hacen la regla. El niño antes de su mayoría de edad, el huérfano bajo tutela, el lunático médicamente comprobado, todos tienen sus capacidades e incapacidades reguladas por el derecho de gentes. Pero, ¿por qué? La razón se expresa de modo diferente en el lenguaje convencional de los diferentes sistemas; pero, en sustancia, tiene los mismos efectos en todos. La gran mayoría de los juristas se mantienen apegados al principio de que las personas mencionadas están expuestas a control extrínseco porque no poseen la facultad de formar un juicio sobre sus propios intereses; en otras palabras, que carecen de lo esencial para establecer un contrato.
La palabra status puede ser útilmente empleada para elaborar una fórmula que exprese la ley del progreso así indicado, que, independientemente de su valor, me parece que está bastante indagado. Todas las formas del status anotadas en el derecho de gentes se derivaron de los poderes y privilegios que antiguamente radicaban en la familia y, hasta cierto punto, todavía están teñidas de éstos. Si entonces empleamos el término status, de acuerdo con el sentido que le dan los mejores escritores, para significar solamente estas condiciones personales y evitamos aplicarlo a condiciones tales como el resultado del acuerdo inmediato o remoto, podemos afirmar que el movimiento de las sociedades porgresivas ha sido, hasta aquí, un movimiento del status al contrato.
CAPÍTULO VI
La historia temprana de la sucesión testamentaria
Si se hiciera, en Inglaterra, un intento de demostrar la superioridad del método histórico de investigación sobre los modos de investigación de jurisprudencia actualmente de moda entre nosotros, ningún otro apartado del derecho sería un ejemplo más idóneo que los testamentos. Debe esta capacidad particular a su larga duración y continuidad. Al principio de su historia, nos encontramos en la infancia misma del estado social, rodeados por una serie de concepciones que requieren un gran esfuerzo mental si se quieren comprender en su forma antigua; mientras que ahora, en el otro extremo del curso de su progreso, nos hallamos en medio de nociones legales que no son otra cosa que aquellas mismas concepciones legales disfrazadas con la fraseología y los hábitos de pensar que pertenecen a los tiempos modernos, y que muestran, por tanto, dificultades de otra índole: la dificultad de creer que ideas que forman parte de nuestro bagaje mental diario pueden tener necesidad de análisis y examen. El desarrollo del derecho testamentario entre estos dos puntos extremos puede trazarse con una notable claridad. En la etapa del nacimiento del feudalismo no sufrió una interrupción tan radical como la mayoría de las otras ramas legales. Cierto que, en lo tocante a la jurisprudencia en general, la ruptura causada por la división entre la historia antigua y la moderna o, en otras palabras, por la disolución del Imperio Romano, ha sido muy exagerada. La indolencia ha disuadido a muchos escritores de molestarse en buscar los hilos conductores embrollados y oscurecidos por la confusión creada por seis siglos turbulentos, mientras que otros investigadores, no naturalmente carentes de paciencia y espíritu de trabajo, han sido conducidos a conclusiones erróneas por un vano orgullo en el sistema legal de su país, y por la renuencia consiguiente a confesar la deuda contraída con la jurisprudencia romana. Pero estas influencias desfavorables han tenido comparativamente poco efecto en el campo del derecho testamentario. Los bárbaros carecían totalmente de una concepción semejante a la de testamento. Las mejores autoridades sobre el tema convienen en que no se halla vestigio alguno de él en las partes de sus códigos escritos que comprenden las costumbres practicadas por ellos en sus lugares de origen, y en los asentamientos subsiguientes que ocuparon en las márgenes del Imperio Romano. Pero poco después de haberse mezclado con la población de las provincias romanas, se apropiaron, de entre la jurisprudencia imperial, de la concepción de testamento, primero en parte, y luego en su integridad. La influencia de la Iglesia tuvo mucho que ver en esta rápida asimilación. El poder eclesiástico había logrado casi desde un principio los privilegios de custodia y registro de testamentos que varios de los templos paganos habían disfrutado, y ya por entonces las fundaciones religiosas debían sus posesiones temporales casi exclusivamente a donaciones privadas. De ahí gue los decretos de los primeros consejos provinciales tuvieran continuos anatemas contra los que negaban la santidad de los testamentos. Aquí, en Inglaterra todo el mundo admite que la influencia eclesiástica se encuentra ciertamente entre las causas principales que evitaron la discontinuidad en la historia del derecho testamentario. Dicha discontinuidad se dio en otros apartados de la jurisprudencia. La jurisdicción de cierta clase de testamentos fue delegada en los tribunales eclesiásticos, que le aplicaron, aunque no siempre con inteligencia, los principios de la jurisprudencia romana, y, a pesar de que ni los tribunales del derecho consuetudinario ni el Tribunal de Chancillería tenían ninguna obligación positiva de seguir a los tribunales eclesiásticos, no podían escapar a la fuerte influencia de un sistema de reglas establecidas que se hallaban en curso de aplicación al mismo tiempo. El derecho inglés sobre sucesión testamentaria a los bienes muebles ha devenido una forma modificada del tipo de distribución bajo la que se administraban las herencias de los ciudadanos romanos.
No es difícil señalar la enorme diferencia entre las conclusiones a que nos lleva el tratamiento histórico del tema y las que sacamos cuando, sin ayuda de la historia, tratamos simplemente de analizar nuestras impresiones prima facie. No creo que haya nadie que, partiendo de la concepción popular o incluso legal de un testamento, no imagine que éste lleva necesariamente implícitas ciertas cualidades. Diría, por ejemplo, que un testamento necesariamente surte efecto sólo a la muerte -que es secreto, no conocido como algo natural por aquellas personas interesadas en sus estipulaciones-, que es revocable, esto es, siempre es posible anularlo mediante un nuevo acto de testamentación. Sin embargo, podré demostrar que hubo un tiempo en que el testamento no tenía estas características. Los testamentos de los que descienden directamente los nuestros, al principio se efectuaban de inmediato tras su ejecución; no eran secretos; no eran revocables. Pocos instrumentos legales son, de hecho, fruto de órganos históricos más complejos que el testamento mediante el cual las intenciones escritas de un hombre controlan la disposición póstuma de sus posesiones. Los testamentos lenta y gradualmente reunieron en sí las cualidades que acabo de mencionar; y lo hicieron por causas y bajo presión de acontecimientos que podríamos llamar casuales, o que, de cualquier modo, no tienen interés para nosotros actualmente, excepto en cuanto han afectado la historia del mundo.
En una época en que las teorías legales abundaban más que en el presente -teorías que, justo es reconocerlo, eran en su mayoría irrelevantes y prematuras, pero que sirvieron para rescatar la jurisprudencia de una pésima e innoble condición, no desconocida entre nosotros, en esa época en que no se aspiraba a nada semejante a una generalización, y en la que el derecho era considerado un nuevo ejercicio empírico- estaba de moda explicar la percepción fácil y aparentemente intuitiva que tenemos de ciertas cualidades de un testamento, alegando que eran naturales, es decir, conferidas por el derecho natural. Me imagino que nadie pretendería mantener esta doctrina, una vez que se hubo aceptado que todas estas características tenían un origen histórico verificable; al mismo tiempo, vestigios de la teoría de la que se desprende la doctrina, se mantienen en formas expresivas que todos usamos y a las que difícilmente sabríamos renunciar. Puedo ilustrar lo anterior mencionando una posición común en la literatura del siglo XVII. Los juristas de aquel periodo, muy a menudo, afirman que el mismo poder de testamentación es de derecho natural, es decir, una prerrogativa conferida por el derecho natural. Su doctrina, aunque no todo el mundo vea de inmediato la relación, es seguida en sustancia por aquellos que afirman que el derecho de dictar o controlar la repartición póstuma de la propiedad es una consecuencia necesaria o natural de los derechos propietarios. Y todo estudiante de jurisprudencia técnica se habrá encontrado con el mismo punto de vista, revestido en el lenguaje de una escuela más bien diferente, que, en su exposición razonada de este apartado del derecho, trata la sucesión ex testamento como el modo de devolución que la propiedad de las personas muertas deberá originalmente seguir, y luego procede a explicar la sucesión ab intestato como la provisión incidental del legislador en descarga de una función que sólo quedó irrealizada por descuido o desgracia del propietario muerto. Estas opiniones constituyen simplemente una forma ampliada de la doctrina más breve para la que la disposición testamentaria es una institución del derecho natural. Siempre resulta un tanto aventurado pronunciarse dogmáticamente sobre el orden de asociación aceptado por mentes modernas cuando desprestigian el derecho natural; pero creo que la mayoría de las personas que afirman que el poder testamentario es de derecho natural, puede tomarse como que implica de hecho, que es universal, o que las naciones se ven empujadas a sancionarlo por un instinto o impulso primitivo. Respecto a la primera de estas posiciones creo que, cuando se manifiesta explícitamente, nunca puede ser disputada en serio en una época que ha presenciado las severas restricciones impuestas al poder testamentario por el Código Napoleónico, y ha visto la continua multiplicación de sistemas cuyo modelo ha sido el código francés. A la segunda afirmación tenemos que objetarle que sea contraria a los hechos mejor comprobados de la historia temprana del derecho, y me aventuro a afirmar que, generalmente, en todas las sociedades nativas, un estado jurídico en que no se admitan los privilegios testamentarios, o más bien, en que no se conciban, ha precedido al periodo posterior del desarrollo legal en que sólo está permitida la mera voluntad del propietario, con más o menos restricciones, con objeto de anular los derechos de sus parientes consanguíneos.
La concepción del testamento no puede ser considerada en sí misma. Es una, y no la primera, de una serie de concepciones. En sí mismo el testamento es simplemente el instrumento por el que se declara la intención del testador. En mi opinión, debe quedar claro que antes de discutir tal instrumento, hay que examinar varios puntos preliminares, como, por ejemplo, ¿qué es (qué tipo de derecho o interés) lo que pasa del muerto tras su defunción?, ¿a quién y en qué forma pasa?, ¿cómo se llegó a permitir que los muertos controlaran la disposición póstuma de su propiedad? Puesto en lenguaje técnico, así se expresa la dependencia de la varias concepciones que contribuyen a la noción de un testamento. Un testamento es el instrumento por el que se prescribe el traspaso de una herencia. La herencia es una forma de sucesión universal. Una sucesión universal es una sucesión a una universitas juris, o universidad de derechos y deberes. Invirtiendo este orden tenemos que preguntar ¿qué es una universitas juris?; ¿qué es una sucesión universal?; ¿cuál es la forma de sucesión universal que es denominada herencia? Y hay además otras dos cuestiones, independientes hasta cierto grado de los puntos que he discutido, pero que exigen solución antes de que el asunto de los testamentos se agote. Se trata de las dos cuestiones siguientes: ¿qué sucedió para que la herencia fuese controlada por la volición del testador?, y ¿cuál es la naturaleza del instrumento mediante el cual se controla?
La primera cuestión se relaciona con la universitas juris; esto es, una universidad (o paquete) de derechos y deberes. Una universitas juris es una colección de derechos y deberes unida por la sencilla circunstancia de haber pertenecido en un momento dado a una persona. Es, por decirlo así, el traje legal de un determinado individuo. No se forma agrupando cualesquiera deberes o cualesquiera derechos. Solamente puede constituirse tomando todos los derechos y todos los deberes de una persona particular. El vínculo que une así un cierto número de derechos de propiedad, servidumbres de paso, derechos de herencia, deberes de acciones específicas, deudas, obligaciones para compensar agravios, que relaciona de tal modo todos esos privilegios legales y deberes hasta constituirlos en una universitas juris, es el hecho de haberse reunido en un individuo capaz de ejercerlos. La expresión universitas juris no es clásica, a no ser porque la noción de jurisprudencia está exclusivamente obligada hacia el Derecho Romano, y tampoco es difícil de comprender. Debemos tratar de reunir bajo una sola concepción todo el conjunto de relaciones legales en las que nos hallamos cada uno de nosotros frente al resto del mundo. Estas, independientemente de su carácter y composición, conforman una universitas juris, y existe poco peligro de error al idear la noción, si nos cuidamos mucho de recordar que los deberes y los derechos forman igualmente parte de ella. Nuestros deberes pueden desequilibrar nuestros derechos. Un hombre puede deber más de lo que vale y, por tanto, si se señala un valor monetario a sus relaciones legales colectivas puede ser insolvente. A pesar de todo eso, el grupo entero de derechos y deberes que se centra en él constituye un juris universitas.
Nos topamos seguidamente con la sucesión universal. Una sucesión universal es una sucesión a una universitas juris. Ocurre cuando un hombre es investido con el traje legal de otro, convirtiéndose al mismo tiempo sujeto de todas sus responsabilidades y revestido de todos sus derechos. Para que la sucesión universal sea verdadera y perfecta, el traspaso debe tener lugar uno ictu, como dicen los juristas. Es posible imaginar a un hombre comprando todos los derechos y deberes de otro en periodos diferentes, como, por ejemplo, mediante compras sucesivas; o puede adquirirlos en diferentes capacidades, en parte como heredero, en parte como comprador, en parte como legatario. Pero aunque el conjunto de deberes y derechos así compuesto debería, de hecho, equivaler a la personalidad legal total de un individuo particular, la adquisición no sería una sucesión universal. Para que haya una verdadera sucesión universal, la transmisión debe ser tal que pase todo el agregado de derechos y deberes al mismo tiempo y en virtud de la misma capacidad legal del recibidor. La noción de una sucesión universal, al igual que la de un juris universitas, es permanente en la jurisprudencia, aunque en el sistema legal inglés se halla opacada por la gran variedad de capacidades en que se adquieren derechos y, sobre todo, por la distinción entre los dos grandes apartados de la propiedad inglesa: bienes raíces y bienes muebles. También constituye una sucesión universal el caso en que un apoderado recibe una herencia en quiebra, aunque este apoderado sólo paga las deudas hasta donde ajustan los activos; es solamente una forma modificada de la noción primaria. Si fuera común entre nosotros el que las personas aceptaran cesiones de toda la propiedad de un hombre bajo la condición de que pagase todas sus deudas, tales traspasos serían exactamente iguales a la sucesión universal del más antiguo Derecho Romano, cuando un ciudadano romano se arrogaba un hijo, es decir, tomaba como su hijo adoptivo a un hombre que ya no estaba bajo la Patria Potestas, heredaba universalmente el patrimonio del niño adoptado, esto es, recibía toda la propiedad y se hacía responsable de todas las obligaciones. Otras formas varias de sucesión universal aparecen en el primitivo Derecho Romano, pero definitivamente la más importante y duradera fue aquella que nos concierne de un modo más inmediato: la Hereditas o herencia. La herencia era una sucesión universal que ocurría a la muerte de alguien. El sucesor universal era el Haeres o heredero. Se posesionaba de inmediato de todos los derechos y deberes del muerto. Quedaba instantáneamente revestido con su persona legal completa y, huelga decir, que el carácter especial del Haeres permanecía igual, ya fuese nombrado por un testamento o ya asumiera el papel intestado. El término Haeres no es usado más enfáticamente para referirse al intestado que para el heredero testamentario, pues el modo en que un hombre se convertía en Haeres no tenía nada que ver con el carácter legal que sustentaba. Era el sucesor universal del muerto y se convertía en heredero, ya fuese testado o intestado. Pero el heredero no era necesariamente una sola persona. Un grupo de personas consideradas por ley una sola unidad, podían recibir la herencia como coherederos.
Permítaseme citar ahora la definición romana usual de herencia. El lector estará en posición de apreciar toda la fuerza de los términos separados. Haereditas est successio in universum jus quod defunctus habuit (una herencia es una sucesión a la entera posición legal de un muerto). La idea era que, aunque la persona física del muerto había perecido, su personalidad legal sobrevivía y pasaba intacta a su heredero o coherederos, en quienes se prolongaba su identidad en términos legales. Nuestro propio derecho, al nombrar al albacea o administrador representante del difunto en todos sus bienes personales, puede servirnos de ejemplo de la teoría de la que emanó, pero, aunque la ejemplifica, no la explica. El punto de vista, aun del tardío Derecho Romano, implicaba una estrecha relación entre la posición del muerto y su heredero, que no es precisamente uno de los rasgos de una representación inglesa, y en la primitiva jurisprudencia todo giraba en torno a la continuidad de la sucesión. El testamento perdía todo su efecto al menos que en él se estipulara el traspaso instantáneo de los derechos y deberes del testador al heredero o coherederos.
En la moderna jurisprudencia testamentaria, al igual que en el Derecho Romano tardío, el objeto básico es la ejecución de las intenciones del testador. En el antiguo derecho de Roma se prestaba un cuidado equivalente a la entrega de la sucesión universal. A nuestros ojos, una de estas reglas parece un principio dictado por el sentido común, mientras que la otra suena a institución antediluviana. Empero, sin el segundo, el primero no habría surgido.
Para resolver esta aparente paradoja y poner más en claro el curso de las ideas que he estado tratando de indicar, tengo que tomar los resultados de la investigación que fue acometida en la primera parte del capítulo anterior. Observábamos que una peculiaridad distinguía invariablemente la infancia de la sociedad. Los hombres son siempre tratados y considerados, no como individuos, sino como miembros de un grupo particular. Todo el mundo, primero, es ciudadano, y luego, como ciudadano, es miembro de su orden, de una aristocracia o democracia, de una clase de patricios o plebeyos, o, en las sociedades que tuvieron el infortunio de sufrir una perversión especial en el curso de su desarrollo, de una casta. Luego, es miembro de una gens, casa o clan, y, por último, es miembro de su familia. Esta última era la relación más estrecha y personal que mantenía. Por paradójico que parezca, nunca era considerado él mismo, como un individuo distinto. Su individualidad quedaba absorbida en su familia. Repito, la definición de una sociedad primitiva ya dada: sus unidades las componen, no individuos, sino grupos de hombres unidos por la realidad o ficción de una relación consanguínea.
Es en las peculiaridades de una sociedad rudimentaria donde hallamos la primera huella de una sucesión universal. En comparación con la organización de un estado moderno, las Repúblicas de los tiempos primitivos pueden describirse como un cierto número de gobiernos despóticos, cada uno perfectamente distinto del resto, y todos controlados de manera absoluta por la prerrogativa de un solo monarca. Pero aunque el patriarca, pues todavía no debemos referirnos a él como el Pater-familias, tenía derechos muy amplios, no es posible creer que no estuviera bajo obligaciones igualmente amplias. Si gobernaba la familia, era para ventaja de ésta; si era señor de sus posesiones, las mantenía como depositario en nombre de sus hijos y parientes. No gozaba de privilegio o posición alguna distinta de la conferida por su relación con la Republiquilla que gobernaba. La familia, de hecho, era una corporación, y él era su representante o, casi podríamos decir, su funcionario público. Disfrutaba derechos y sufría deberes, pero los derechos y deberes eran, en la expectación de sus conciudadanos, y en los ojos de la ley, tanto del cuerpo colectivo como propios. Examinemos por un momento el efecto que produciría la muerte de tal representante. A los ojos de la ley y del magistrado civil, la traslación de dominio de la autoridad doméstica sería un acontecimiento perfectamente inmaterial. La persona representante del cuerpo colectivo de la familia y principal responsable ante la jurisdicción municipal llevaría un nombre diferente. Eso sería todo. Los derechos y obligaciones vinculados al difunto cabeza de familia, se vincularían a su sucesor sin ruptura en la continuidad; pues, de hecho, se tratará de los derechos y obligaciones de la familia, y la familia tenía características distintivas de una corporación: nunca moría. Los acreedores tendrían las mismas reparaciones frente al nuevo jefe que frente al viejo, pues existía la obligación de que la familia existente permaneciera absolutamente inalterada. Todos los derechos asequibles a la familia estarían disponibles tras la defunción de su jefe como antes, excepto que la corporación -si es que se puede utilizar un lenguaje tan preciso y técnico referido a aquellos tiempos- se hallaría obligada a entablar juicios bajo un nombre ligeramente modificado.
Debe seguirse la historia de la jurisprudencia en todo su curso, si vamos a entender lo gradual y tardíamente que se disolvió la sociedad en los átomos componentes que ahora la forman; mediante qué pasos graduales e insensibles la relación de hombre a hombre fue sustituida por la relación del individuo con su familia y de las familias entre sí. El punto a examinar ahora es que, aun cuando la revolución se había aparentemente realizado, aun cuando el magistrado había asumido en buena parte el lugar del Pater-familias, y el tribunal civil había sustituido al foro doméstico, el esquema total de derechos y deberes administrado por las autoridades judiciales permaneció regulado por la influencia de los privilegios anticuados y desfigurado en todas sus partes por su acción refleja. Casi está fuera de duda que el traslado de la Universitas juris, en el que tan enérgicamente insistía el Derecho Romano como primera condición de una sucesión testamentaria o intestada, era un rasgo de la forma más antigua de la sociedad que las mentes humanas no habrían podido disociar de la nueva, aunque con aquella fase más nueva no tenía una relación verdadera y apropiada. En realidad, parece que la prolongación de la existencia legal de un hombre en su heredero, o en un grupo de coherederos, no es ni más ni menos que una característica de la familia transferida por medio de una ficción al individuo. La herencia de las corporaciones es necesariamente universal, y la familia era una corporación. Las corporaciones nunca mueren. La defunción de miembros individuales no implicaba diferencia alguna para la existencia colectiva del cuerpo agregado, y no afectaba de ningún modo sus incidentes legales, sus facultades o responsabilidades. Ahora bien, en la idea de una herencia universal romana, todas estas cualidades de una corporación parecen haber sido transferidas al ciudadano individual. No se permitía que su muerte física ejerciera ningún efecto sobre la posición legal que ocupaba, aparentemente bajo el principio de que esa posición debe ajustarse tan estrechamente como sea posible a las analogías de una familia, que, en su carácter corporativo, no estaba naturalmente sujeta a la extinción física.
Observo que no pocos juristas europeos tienen gran dificultad en comprender la naturaleza de la relación entre las concepciones combinadas en una herencia universal, y, tal vez, no haya tema en la filosofía de la jurisprudencia en que sus especulaciones, por regla general, posean menos valor. Pero el estudioso del derecho inglés no debiera estar en peligro de atascarse en el análisis de la idea que estamos examinando. Una ficción de nuestro propio sistema, con la que todos los jurisconsultos están familiarizados, arroja mucha luz. Los jurisconsultos ingleses clasifican las corporaciones en dos: corporaciones agregadas y corporaciones exclusivas. Una corporación agregada es una verdadera corporación, pero una corporación exclusiva es un individuo, un miembro entre una serie de individuos que se halla investido de una ficción con las cualidades de una corporación. Huelga citar al rey o al pastor de una parroquia como ejemplos de corporaciones exclusivas. El empleo o cargo aquí se considera parte de la persona particular que de vez en cuando pueda ocuparlo, y, al ser perpetuo este empleo, la serie de individuos que lo ocupan están investidos con el atributo principal de la corporación: la perpetuidad. Ahora bien, en la teoría más antigua del Derecho Romano, el individuo tenía con la familia precisamente la misma relación que en la expósición razonada de la jurisprudencia inglesa una corporación exclusiva mantiene con la corporación agregada. La derivación y asociación de ideas son exactamente las mismas. De hecho, si nos decimos a nosotros mismos que para los propósitos de la jurisprudencia testamentaria romana cada ciudadano individual era una corporación exclusiva, nos daremos cuenta no solamente de todo lo que implicaba la concepción de herencia sino también tendremos a nuestra disposición la clave del supuesto en que se basó. Entre nosotros, es un axioma que el rey nunca muere, por ser una corporación exclusiva. Sus facultades son inmediatamente asumidas por el sucesor, y no se cree que la continuidad de mando haya sido interrumpida. A los romanos les parecía un proceso igualmente sencillo y natural eliminar el hecho de la muerte del traspaso de derechos y obligaciones. El testador vivía en su heredero o en el grupo de coherederos. Ante la ley, él era la misma persona con ellos, y si alguien en sus estipulaciones testamentarias hubiera violado, aun constructivamente, el principio que unía su existencia presente y póstuma, la ley rechazaba el instrumento defectuoso y entregaba la herencia a los parientes consanguíneos, cuya capacidad para cumplir las condiciones de herencia les era conferida por la misma ley, y no por ningún documento que implicaba la posibilidad de estar erróneamente ideado.
Cuando un ciudadano romano moría intestado o no dejaba testamento válido, sus descendientes o parientes se convertían en sus herederos de acuerdo a una graduación que vamos a describir. La persona o clases de personas que le sucedían no representaban simplemente al muerto, sino que, de conformidad con la teoría que se acaba de delinear, continuaban su vida civil, su existencia legal. Los mismos resultados ocurrían cuando el orden de sucesión estaba determinado por un testamento, pero la teoría de la identidad entre el difunto y sus herederos era ciertamente mucho más antigua que cualquier forma de testamento o fase de la jurisprudencia testamentaria. Este es realmente el momento adecuado de presentar al lector una duda que nos asaltará con mayor fuerza cuanto más nos adentremos en este tema: uno se pregunta si los testamentos habrían surgido de no haber sido por estas notables ideas relacionadas con la sucesión universal. El derecho testamentario es la aplicación de un principio que puede explicarse en base a una variedad de hipótesis filosóficas tan plausibles como injustificables; está entretejido en todas las partes de la sociedad moderna, y es defendible en los términos vagos de una utilidad general. Pero no está por demás repetir la advertencia de que la fuente de muchos errores en cuestiones de jurisprudencia es la impresión de que las razones que nos determinan en el momento actual en favor del mantenimiento de una institución existente, tienen necesariamente algo en común con el sentimiento en que se originó la institución. Es cierto que, en el viejo derecho romano sobre la herencia, la noción de un testamento está inextricablemente mezclada, casi puedo decir confundida, con la teoría de la existencia póstuma de un hombre en la persona de su heredero.
La concepción de una sucesión universal, arraigada profundamente en jurisprudencia, no les ha llegado espontáneamente a los constructores de cada cuerpo legal. Siempre que se encuentra ahora, puede demostrarse que desciende del Derecho Romano, y con él han caído una multitud de reglas legales sobre el asunto de los testamentos o dádivas testamentarias, que los profesionales modernos aplican sin discernir su relación con la teoría principal. Pero, en la pura jurisprudencia romana, el principio de que un hombre vive en su heredero -la eliminación, por decirlo así, del hecho de la muerte- es demasiado evidente como para confundir el centro alrededor del cual gira todo el derecho de sucesión testamentaria e intestada. El firme rigor del Derecho Romano en hacer cumplir la teoría gobernante sugeriría por sí mismo que la teoría se originó en algún aspecto de la primitiva Constitución de la sociedad romana; pero podemos llevar las pruebas más allá de la simple conjetura. Varias expresiones técnicas, que datan del mismo momento de la institución de los testamentos en Roma, se han conservado accidentalmente. Encontramos en Gayo la fórmula de investidura mediante la cual se creó el sucesor universal. Contamos con el nombre que recibió al principio la persona después llamada heredero. Tenemos además el texto de la célebre cláusula de las Doce Tablas por la que se reconocía expresamente el poder testamentario. Las cláusulas que regulan la sucesión intestada han sido igualmente conservadas. Todas estas frases arcaicas tienen una peculiaridad notoria. Indican que lo que pasaba del testador a su heredero era la familia, es decir, el agregado de derechos y deberes contenido en el Patria Potestas y de ella surgido. La propiedad material no es mencionada en absoluto en tres casos; en otros dos, es abiertamente llamada adjunta o apéndice de la familia. El testamento original era, por tanto un instrumento (pues al principio probablemente no estaba escrito) o un trámite por el que se regulaba el traspaso de la familia. Era un modo de declarar quién iba a tener la jefatura, heredada del testador. Cuando se entiende que los testamentos tuvieron este objeto original, vemos de inmediato cuál fue el proceso por el que se vinieron a relacionar con una de las reliquias más curiosas de la religión y del derecho antiguo: las sacra o ritos familiares. Estas sacra eran la forma romana de un tipo de institución que aparece en toda sociedad que no se haya liberado todavía de su ropaje primitivo. Son los sacrIficios y ceremonias que conmemoran la fraternidad familiar, promesa y testigo de su perpetuidad. Independiente de su naturaleza -ya sea o no verdad que en todos los casos se trate del culto a algún antepasado mítico-, en todas partes se emplean para dar fe de la santidad de la relación familiar, y por tanto adquieren un gran significado e importancia siempre que la existencia continua de la familia se vea en peligro por el cambio de jefe. En consecuencia, donde los hallamos más a menudo es en relación a las traslaciones de soberanía doméstica. Entre los hindús, el derecho a heredar la propiedad de un muerto es exactamente coextensivo con el deber de celebrar las exequias. Si los ritos no se realizan de la forma adecuada o no los realiza la persona oportuna, no se considera que se ha establecido relación alguna entre el muerto y el que sobrevive; no se aplica el derecho sucesorio y nadie puede heredar la propiedad. Todo gran acontecimiento en la vida de un hindú parece llevar y estar dirigido a estas solemnidades. Si se casa, es para tener hijos que puedan celebrarlas después de su muerte; si no tiene hijos, se halla en la enorme obligación de adoptarlos de otra familia, con vistas, escribe el doctor hindú, al pastel de funeral, al agua y al solemne sacrificio. La esfera reservada a las sacra romanas en tiempos de Cicerón no tenía un alcance menor. Abarcaba herencias y adopciones. No era permitida ninguna adopción sin la debida disposición para las sacra de la familia de la que el hijo adoptivo era transferido, y ningún testamento podía distribuir la herencia sin un prorrateo estricto de los gastos de estas ceremonias entre los diferentes coherederos. Las diferencias entre el derecho romano de esta época, momento del que data nuestra última información sobre las sacra, y el sistema hindú existente, son muy instructivas. Entre los hindúes, el elemento religioso ha logrado un predominio completo sobre el derecho. Los sacrificios familiares se han convertido en la clave de todo el derecho de gentes y, en una buena parte, del derecho de cosas. Es más, incluso han recibido una monstruosa ampliación, pues es una opinión plausible el que la auto-inmolación de la viuda en el funeral de su esposo, práctica continuada por los hindúes hasta épocas históricas, y conmemorada en las tradiciones de varias razas indoeuropeas, era una adición injertada en las primitivas sacra, bajo la influencia de la impresión, que siempre acompaña a la idea de sacrificio, de que la sangre humana es el más precioso de todos los sacrificios. Al contrario, entre los romanos, la obligación legal y el deber religioso dejaron de estar mezclados. La necesidad de solemnizar las sacra no forma parte de la teoría del estado civil, sino que éstas se hallan bajo la jurisdicción separada del Colegio de Pontífices. Las cartas de Cicerón a Atticus, que están llenas de alusiones a ellas, no dejan lugar a dudas de que constituían una carga intolerable sobre las herencias; pero el punto de desarrollo en el que el derecho parte de la religión ya había pasado, y nos hallamos preparados para su entera desaparición de la jurisprudencia posterior.
En el derecho hindú no existe nada parecido a un verdadero testamento. El lugar llenado por los testamentos lo ocupan las adopciones. Podemos ver ahora la relación del poder testamentario con la facultad de adopción y la razón por la que el ejercicio de cualquiera de ellas podía exigir una peculiar solicitud para el cumplimiento de las sacra. El testamento y la adopción amenazan los dos con distorsionar el curso ordinario de la descendencia familiar, pero son obviamente artificios para impedir que la descendencia sea totalmente interrumpida, cuando no existen parientes para controlarla. De los dos ejemplos, la adopción, es decir, la creación ficticia de una relación consanguínea, es la única que surgió en la mayoría de las sociedades arcaicas. Los hindúes han avanzado, de hecho, un paso más sobre lo que indudablemente constituía la práctica antigua, al permitir a la viuda la posibilidad de adoptar, cuando el padre no lo había hecho. En las costumbres locales de Bengala hay algunas señales muy borrosas de los poderes testamentarios. Sin embargo, pertenece preeminentemente a los romanos el crédito de inventar el testamento, institución que, junto con el contrato, ha ejercido una enorme influencia en la transformación de la sociedad humana. Debemos tratar de no atribuirle en su forma más temprana las mismas funciones que ha desempeñado en tiempos más recientes. Al principio era, no un modo de distribuir las pertenencias de un muerto, sino uno de los varios modos de transferir la representación de una familia a un nuevo jefe. Las pertenencias pasan sin duda alguna al heredero, pero eso sólo porque el gobierno de la familia lleva implícito en su traspaso el poder de manejar las existencias comunes. Nos encontramos muy lejos todavía de aquella etapa en la historia de los testamentos en que éstos se vuelven instrumentos poderosos en la modificación de la sociedad mediante el estímulo que dan a la circulación de la propiedad y la ductilidad que producen en los derechos propietarios. Ninguna consecuencia de esta naturaleza parece, de hecho, haber ido asociada al poder testamentario aun entre los últimos jurisconsultos romanos. Los testamentos nunca fueron considerados en la comunidad romana como un artificio para separar la propiedad y la familia, o para crear una variedad de intereses misceláneos, sino más bien como un medio de crear una mejor provisión para los miembros de una familia de la que podrían asegurar las reglas de la sucesión intestada. Nos podemos imaginar que la testamentación evocara asociaciones muy diferentes en un romano que entre nosotros. El hábito de considerar la adopción y la testamentación como modos de continuar la familia tiene que haber influido en el relajamiento de las nociones romanas sobre la herencia de la soberanía. Es imposible no ver que la sucesión de los primeros emperadores romanos era considerada razonablemente regular, y que, a pesar de todo lo ocurrido, no se creía absurda la pretensión de que príncipes como Teodosio o Justiniano se denominaran César o Augusto.
Cuando surgen a la luz los fenómenos de las sociedades primitivas, se vuelve imposible disputar una proposición que los juristas del siglo XVII consideraban dudosa: la herencia intestada es una institución más antigua que la sucesión testamentaria. Tan pronto como esto queda bien sentado, surge una cuestión de sumo interés: cómo y bajo qué condiciones se permitió por primera vez que un testamento estuviese dirigido a regular el traslado de la autoridad sobre la familia y, consiguientemente, la distribución póstuma de la propiedad. La dificultad de decidir el punto surge de la rareza del poder testamentario en las comunidades arcaicas. Es dudoso que alguna sociedad primitiva, a excepción de la romana, haya conocido un verdadero poder de testamentación. Aparecen aquí y allá ciertas formas rudimentarias, pero la mayoría no se encuentran exentas de la sospecha de tener un origen romano. El testamento ateniense era, sin duda, autóctono, pero, como veremos, era solamente un testamento incoado. En cuanto a los testamentos que se hallan sancionados por los cuerpos legales que nos han llegado en forma de código de los conquistadores bárbaros de la Roma Imperial son ciertamente romanos. La crítica alemana más aguda ha estado dirigida recientemente a estas leges Barbarorum, cuyo principal objeto de investigación es separar las partes de cada sistema que formaban las costumbres de la tribu en su localización original de los ingredientes adventicios que fueron tomados de las leyes de los romanos. En el curso de este proceso, se ha encontrado invariablemente que el núcleo antiguo del código no contiene huellas de un testamento. El derecho testamentario que existe ha sido tomado de la jurisprudencia romana. De modo similar, el testamento rudimentario, que (según se me informa) admite el derecho judío rabínico, ha sido atribuido al contacto con los romanos. La única forma de testamento -que no pertenece a las sociedades romana o helénica y que razonablemente puede suponerse indígena- es el reconocido por los usos de la provincia de Bengala. Pero este testamento bengalí es solamente un testamento rudimentario.
Los datos con que contamos nos llevan a la conclusión de que los testamentos, al principio, surten efecto ante la ausencia de personas autorizadas a recibir la herencia por derecho de consanguinidad genuina o ficticia. De este modo, cuando las Leyes de Solón facultaron a los ciudadanos atenienses a ejecutar testamentos por primera vez, se les prohibía desheredar a sus descendientes varones directos. De modo similar, el testamento bengalí gobierna solamente la sucesión en cuanto es consistente con ciertos derechos prevalecientes de la familia. Igualmente, las instituciones originales de los judíos no dejaban lugar a los privilegios de la testamentación; la jurisprudencia judía tardía, que pretende reemplazar los casu omissi de la ley mosaica, permite el poder de testamentación cuando todos los parientes, con derechos a heredar según el sistema mosaico, han fallado o son indescubribles. Las limitaciones que los antiguos códigos germánicos impusieron a la jurisprudencia testamentaria que fue incorporada a ellos son igualmente significativas y apuntan en la misma dirección. La peculiaridad de la mayoría de estas leyes germánicas, en la única forma en que las conocemos, es que, además del allod o dominio de cada familia, reconocen varias clases subordinadas o tipos de propiedad, cada uno de los cuales probablemente representa una transfusión separada de principios romanos en el cuerpo primitivo del uso teutónico. La primitiva propiedad germánica o alodial se reservaba estrictamente a los parientes. No solamente era imposible disponer de ella mediante testamento, sino que apenas se podía alienar por traslación de dominio inter vivos. El antiguo derecho germánico, al igual que la jurisprudencia hindú, hace a los hijos varones copropietarios del padre, y la dote de la familia no puede enajenarse excepto mediante el consentimiento de todos sus miembros. Pero las otras formas de propiedad, de origen más moderno y menor dignidad que las posesiones alodiales, son más fácilmente alienables, y según reglas mucho más indulgentes en caso de repartición. Las mujeres y sus descendientes las heredan, obviamente bajo el principio de que yacen fuera del sagrado recinto de la fraternidad agnada. Ahora bien, los testamentos tomados de Roma pudieron operar inicialmente bajo estos últimos tipos de propiedad. Estos solamente.
Las anteriores indicaciones pueden servir para prestar plausibilidad adicional a la que parece ser la explicación más probable de un hecho descubierto en la historia temprana de los testamentos romanos. Tenemos establecido con abundantes pruebas que los testamentos, durante el periodo primitivo del Estado romano, eran ejecutados en la Comitia Calata, esto es, en la Comitia Curiata, o Parlamento de los Ciudadanos Patricios de Roma, cuando se reunían para asuntos privados. Este modo de ejecución ha sido la fuente de la afirmación, pasada de una generación de civiles a otra, de que todo testamento en una época de la historia romana era una solemne promulgación legislativa. Pero no hay necesidad alguna de recurrir a una explicación que tiene el defecto de atribuir demasiada precisión a los procedimientos de la asamblea antigua. La clave adecuada de la historia sobre la ejecución de testamentos en la Comitia Calata debe sin duda buscarse en el más antiguo Derecho Romano sobre la sucesión intestada. Los cánones de la primitiva jurisprudencia romana que regulaban la herencia de los parientes entre sí tenían hasta donde permanecieron inmodificados por el Derecho de los Edictos Pretorianos el efecto siguiente: Primero, los sui o descendientes directos que nunca habían sido emancipados, heredaban. A falta del sui, la persona o clase de pariente más cercana que estuviese o hubiera podido estar bajo la misma Patria Potestas que el difunto. El tercer y último grado venía seguidamente: la herencia recaía sobre los gentiles, esto es, sobre los miembros colectivos de la gens o casa del muerto. La casa era, como ya he explicado, una extensión ficticia de la familia, consistente en todos los ciudadanos patricios de Roma que llevaban el mismo nombre, supuestamente descendían de un antepasado común. Ahora bien, la asamblea patricia denominada Comitia Curiata era una legislatura en la que estaban exclusivamente representadas Gentes o casas. Era una asamblea representativa del pueblo romano, constituida bajo el supuesto de que la unidad componente del Estado era la Gens. Siendo así, parece inevitable el inferir que la jurisdicción de la Comitia sobre los testamentos se relacionaba con los derechos de los Gentiles y estaba abocada a asegurarles el privilegio de ser los herederos en último caso. Se salva toda anomalía aparente, si suponemos que un testamento sólo podía hacerse cuando el testador no tenía gentiles distinguibles, o cuando renunciaban a sus derechos, y que cada testamento era sometido a la Asamblea General de las Gentes Romanas, de modo que los que se considerasen vejados por sus estipulaciones pudieran poner su veto, si así lo deseaban, o en caso de dejarlo pasar, se presumía que habían renunciado a su revocación. Es posible que en vísperas de la publicación de las Doce Tablas este poder de veto haya sido muy cercenado o sólo ocasional y caprichosamente ejercido. Es mucho más fácil, no obstante, indicar el significado y origen de la jurisdicción confiada a la Comitia Calata que trazar su desarrollo gradual o decadencia progresiva.
El testamento al que todos los testamentos modernos atribuyen su linaje no es, sin embargo, el testamento ejecutado en la Calata Comitia, sino otro testamento diseñado para competir con él y destinado a superarlo. La importancia histórica de este testamento temprano y la luz que arroja sobre una buena parte del pensamiento antiguo, justifican el que la describa con cierta amplitud.
Cuando el poder testamentario se nos manifiesta por primera vez en la historia legal, hay señales de que, al igual que casi todas las instituciones romanas, era objeto de disputa entre patricios y plebeyos. El efecto de la máxima política, Plebs Gentem non habet, Un plebeyo no puede ser miembro de una casa, era excluir a los plebeyos enteramente de la Comitia Curiata. Algunos críticos han supuesto, por tanto, que un plebeyo no podía lograr que su testamento fuese leído o recitado a la Asamblea Patricia, y se veía así privado totalmente de los privilegios testamentarios. Otros han quedado satisfechos con señalar las penalidades de tener que someter un proyectado testamento a la jurisdicción enemiga de una asamblea en la que el testador no estaba representado. Cualquiera que sea el punto de vista correcto, el hecho es que surgió una forma de testamento, que tiene todas las características de un artificio diseñado para evadir alguna obligación desagradable. El testamento en cuestión era una traslación de dominio inter vivos, una alienación completa e irrevocable de la familia y el caudal del testador en favor de la persona a quien él designaba heredero. Las reglas estrictas del Derecho Romano deben haber permitido siempre tal alienación pero cuando se quería que la transacción tuviese un efecto póstumo, deben haberse suscitado disputas sobre si era válido con propósitos testamentarios sin el consentimiento formal del Parlamento Patricio. Si existía una diferencia de opinión sobre el punto entre las dos clases de la población romana se extinguió, junto con otras fuentes de animosidad, mediante el gran compromiso decenviral. Todavía persiste el texto de las Doce Tablas que dice: Paterfamilias uti de pecuniâ tutelâve rei suae legâssit, ita jus esto, ley que apenas puede haber tenido otro objeto que la legislación del testamento plebeyo.
Los eruditos saben perfectamente que, siglos después de que la Asamblea Patricia dejó de ser la legislatura del Estado Romano, continuaba manteniendo sesiones formales para atender asuntos de carácter privado. Por lo tanto, mucho después de la publicación del Derecho Decenviral, hay razón para creer que la Comitia Calata se reunía aún para la validación de testamentos. Sus probables funciones pueden indicarse de modo más adecuado diciendo que era un tribunal de registro, en el entendimiento, no obstante, de que los testamentos exhibidos no eran registrados sino simplemente recitados a sus miembros. Se asumía que éstos tomarían nota de su contenido y lo aprenderían de memoria. Es muy probable que esta forma de testamento no haya sido nunca puesta por escrito, pero, en cualquier caso, si el testamento hubiera estado originalmente escrito, el ministerio de la Comitia estaba ciertamente limitado a escuchar el documento leído en voz alta, y éste era retenido después bajo la custodia del testador o depositado en el resguardo de alguna corporación religiosa. Esta publicidad puede haber sido uno de los aspectos del testador ejecutado en la Comitia Calata que le acarreó el disgusto popular. En los primeros años del Imperio, la Comitia todavía celebraba sus reuniones, pero parecen haber caído en la más pura forma, y pocos testamentos, o probablemente ninguno, se presentaban en la sesión periódica.
El antiguo testamento plebeyo -la alternativa al testamento acabado de describir- es el que en sus efectos remotos ha modificado profundamente la civilización del mundo moderno. En Roma ganó toda la popularidad que el testamento sometido a la Calata Comitia parece haber perdido. La clave de todas sus características radica en su origen en el mancipium, o antigua traslación de dominio romana, procedimiento al que podemos asignar sin titubeos la paternidad de dos grandes instituciones sin las que la sociedad moderna apenas habría podido mantenerse unida: el contrato y el testamento. El mancipium o mancipación, como se exhibiría posteriormente en el mundo latino, nos devuelve con sus incidentes a la infancia de la sociedad civil. Dado que surgió en época muy anterior, si no a la invención, en cualquier caso sí a la popularización del arte de escribir, gestos, actos simbólicos y frases solemnes ocupan el lugar de formas documentales. Igualmente, un largo y complicado ceremonial estaba dirigido a llamar la atención de las partes sobre la importancia de la transacción y, de este modo, dejarla grabada en la memoria de los testigos. Asimismo, la imperfección del testimonio oral, comparado con el escrito, necesita la multiplicación de los testigos y ayudantes más allá de lo que en tiempos posteriores sería un límite tolerable o inteligible.
La mancipación romana exigía la presencia primero de las partes, vendedor y comprador, o tal vez deberíamos decir más bien, para usar términos legales modernos, el otorgante y el concesionario. También participaban no menos de cinco testigos, y un personaje anómalo, el Libripens, que traía consigo una báscula para pesar las monedas de cobre sin acuñar de la antigua Roma. El testamento que estamos examinando -el testamento per aes et libram, con el cobre y la balanza, como continuó siendo llamado técnicamente por mucho tiempo- era una mancipación ordinaria, sin cambios en la forma y, muy pocos, en las palabras. El testador era el otorgante; los cinco testigos y el libripens se hallaban presentes, y el lugar del concesionario era ocupado por una persona conocida técnicamente como el familiae emptor, el comprador y la familia. Luego proseguía la ceremonia ordinaria de la mancipación. Se hacían ciertos gestos formales y se pronunciaban unas frases. El emptor familiae simulaba el pago de un precio golpeando la balanza con una moneda, y finalmente el testador ratificaba lo que se había hecho por medio de un conjunto de palabras fijas denominadas Nuncupatio o publicación de la transacción, frase que, apenas necesito recordarle al jurisconsulto, tiene una larga historia en la jurisprudencia testamentaria. Es necesario prestar particular atención al carácter de la persona llamada familiae emptor. No hay duda de que al principio se trataba del heredero mismo. El testador le transfería sin reserva toda su familia, esto es, todos los derechos que disfrutaba sobre y por medio de la familia; su propiedad, sus esclavos, y todos sus prlvilegios ancestrales, junto con, por otra parte, todos sus deberes, obligaciones.
Con todos estos datos ante nosotros, podemos notar varios puntos importantes en los que el testamento mancipador, como puede llamarse, difería en su forma primitiva del testamento moderno. Como equivalía a una traslación total de dominio de los bienes del testador, no era revocable. No podía haber un nuevo ejercicio de un poder que se había gastado. Por otra parte, no era secreto. El familiae emptor, al ser él mismo el heredero, conocía exactamente cuáles eran sus derechos y era consciente de que estaba autorizado de modo irreversible a la herencia, conocimiento que la violencia inseparable de las sociedades antiguas, aun de las mejor organizadas, volvía extremadamente peligroso. Pero, tal vez, la consecuencia más sorprendente de esta relación de los testamentos con las traslaciones de dominio era la inmediata entrega de la herencia al heredero. Esto ha parecido tan increíble a muchos jurisconsultos que han hablado del caudal del testador como algo entregado condicionalmente a la muerte del testador o concedido a partir de un momento incierto, por ejemplo, la muerte del otorgante. Pero hasta el periodo más tardío de la jurisprudencia romana había una cierta clase de transacciones que nunca pudieron ser directamente modificadas por una condición, o limitadas a un periodo de tiempo. En lenguaje técnico no admitían conditio o dies. La mancipación era una de ellas, y, por tanto, aunque parezca extraño, tenemos que concluir que el primitivo testamento romano surtía efecto de inmediato, aun si el testador sobrevivía a su acto de testamentación. Es muy probable que los ciudadanos romanos originalmente hicieran sus testamentos solamente en artículo de muerte, y que una estipulación en favor de la continuación de la familia efectuada por un hombre en la flor de la vida tomara más bien la forma de una adopción que de un testamento. No obstante, tenemos que creer que, si el testador se recuperaba, solamente podría continuar gobernando su casa con el consentimiento de su heredero.
Habría que hacer dos o tres comentarios más antes de explicar cómo estas inconveniencias fueron remediadas y cómo los testamentos vinieron a ser investidos de todas las características ahora universalmente asociadas a ellos. El testamento no era necesariamente escrito: al principio, parece haber sido invariablemente oral, e, incluso en tiempos posteriores, el instrumento declaratorio de los legados sólo estaba indirectamente relacionado con el testamento y no formaba parte esencial de él. Mantenía, de hecho, exactamente la misma relación con el testamento que la de la escritura, que dirigía los usos, mantenía con las multas y fallos del viejo derecho inglés, o que la de la carta constitucional de un feudo mantenía con el feudo mismo. Antes de las Doce Tablas, de hecho ningún escrito hubiese sido de utilidad, pues el testador no tenía poder de dar legados, y las únicas personas que podían resultar favorecidas por un testamento eran el heredero o coherederos. Pero la extrema generalidad de la cláusula de las Doce Tablas en seguida produjo la doctrina de que el heredero debe aceptar la herencia cargada con las instrucciones que el testador pueda darle, o, en otras palabras, aceptarla sujeta a mandas. Los instrumentos testamentarios escritos asumieron por tanto un nuevo valor, como un seguro contra la negativa fraudulenta del heredero a satisfacer a los legatarios; pero hasta el final fue deseo del testador confiar exclusivamente en el testimonio de los testigos y declarar oralmente los legados que el familiae emptor estaba encargado de cumplir.
Los términos de la expresión Emptor familiae exigen explicación. Emptor indica que el testamento era literalmente, una venta, y la palabra familiae, al compararla con la fraseología de la cláusula testamentaria en las Doce Tablas, nos lleva a algunas conclusiones instructivas. Familia, en la latinidad clásica, significa siempre los esclavos de un hombre. Aquí, sin embargo, y de un modo general en el lenguaje del antiguo Derecho Romano, incluye a todas las personas bajo su Potestas, y se sobreentiende que la propiedad material o bienes del testador pasan como aditamento o apéndice de su casa. Volviendo a la ley de las Doce Tablas, se verá que habla de tutela rei sua, la custodia de su caudal, una forma de expresión que es el exacto reverso de la frase ahora examinada. No parece haber, por tanto, modo alguno de escapar a la conclusión de que, aun en una época tan comparativamente reciente como la del compromiso decenviral, términos que denotaban familia y propiedad se hallaban mezclados en la fraseología corriente. Si se hubiera hablado de la familia de un hombre como su propiedad podriamos haber explicado la expresión señalando el alcance de la Patria Potestas, pero, como el intercambio es recíproco, debemos admitir que la forma del lenguaje nos devuelve al periodo primitivo en que la propiedad era detentada por la familia, y la familia estaba gobernada por el ciudadano, de tal modo que los miembros de la comunidad no poseían su propiedad y su familia, sino que, más bien, poseían su propiedad por medio de la familia.
En un momento difícil de señalar con precisión, los pretores romanos cayeron en el hábito de influir en los testamentos solemnizados de conformidad más estrecha con el espíritu que con la letra de la ley. Las distribuciones casuales se convirtieron insensiblemente en la práctica establecida hasta que al final una forma totalmente nueva de testamento fue madurada e injertada regularmente en la jurisprudencia de los edictos. El nuevo testamento pretoriano derivaba todo su carácter inexpugnable del Jus Honorarium o Equidad de Roma. El pretor de algún año particular debe haber insertado una cláusula de su proclamación inaugural en la que declaraba su intención de sostener todos los testamentos que hubieran sido ejecutados con tales y tales solemnidades, y, al descubrir que la reforma había sido ventajosa, el artículo relacionado con ella debe haber sido reintroducido por el sucesor del pretor, y repetido por el que le siguió en el cargo, hasta que, finalmente, constituyó una porción reconocida del cuerpo de jurisprudencia que, a causa de sus incorporaciones sucesivas, fue denominado Edicto Perpetuo o Continuo. Al examinar las condiciones de un testamento pretoriano válido, se verá claramente que han estado determinados por los requerimientos del testamento mancipador. El pretor innovador se había obviamente auto-prescrito la conservación de las viejas formalidades en tanto que fueran garantías de legitimidad y protección contra el fraude. En la ejecución del testamento mancipador tenían que estar presentes siete personas además del testador. Por tanto, eran esenciales siete testigos para el testamento pretoriano: dos de ellos correspondían al libripens y familiae emptor que fueron despojados de su carácter simbólico, y estaban presentes meramente para otorgar su testimonio. No se realizaba ninguna ceremonia emblemática; el testamento se recitaba meramente; pero entonces es probable (aunque no absolutamente seguro) que un instrumento escrito fuese necesario para perpetuar la declaración de las disposiciones del testador. En todo caso, siempre que una escritura era leída o mostrada como la última voluntad de una persona, sabemos ciertamente que el Tribunal Pretoriano no lo avalaba mediante una intervención especial, a menos que cada uno de los siete testigos hubiera rigurosamente fijado su sello en el exterior. Esta es la primera aparición del acto de sellar en la historia de la jurisprudencia, considerado como un modo de autentificación. Es de notar que los sellos de los testamentos romanos, y de otros documentos de importancia, no servían simplemente como índice de la presencia o asentimiento del signatario, sino que eran literalmente ligazones que tenían que ser rotas antes de que la escritura pudiera ser registrada.
Las leyes de los edictos observaban, por tanto, las disposiciones de un testador, cuando, en lugar de estar simbolizadas mediante las formas de mancipación, se hallaban simplemente patentizadas por los sellos de siete jueces. Pero puede establecerse como proposición general que las principales cualidades de la propiedad romana eran incomunicables excepto mediante procesos que se suponían contemporáneos al origen del Derecho Civil. El pretor, por esta razón, no podía conferir a nadie una herencia. No podía colocar al heredero o coherederos en la mismísima relación en que se había mantenido el testador respecto a sus propios derechos y obligaciones. Todo lo que podía hacer era conferir a la persona designada heredera el disfrute práctico de la propiedad legada, y darle fuerza de descargo legal a sus pagos de la deuda del testador. Cuando ejercía sus poderes con estos fines, se decía que el pretor técnicamente comunicaba el Bonorum Possessio. El heredero especialmente instalado en estas circunstancias, o Bonorum Possessor , tenía todo el privilegio propietario del heredero según el Derecho Civil. Obtenía los beneficios y podía enajenar, pero entonces, para todas sus reparaciones, por ejemplo, obtener satisfacción de los agravios, debía recurrir, como diríamos nosotros, no al Derecho Consuetudinario sino a la parte de la Equidad del Tribunal Pretoriano. No incurriríamos en el peligro de caer en un grave error si lo describimos como poseedor de un patrimonio equitativo de la herencia; pero, en ese caso, para evitar que nos podamos engañar debido a la analogía, debemos tener siempre presente que por un año la Bonorum Possessio funcionaba en base a un principio del Derecho Romano conocido por Usucapion, y el poseedor se convertía en dueño quiritario de toda la propiedad comprendida en la herencia.
Sabemos demasiado poco del derecho más antiguo de Proceso Civil para poder hacer un balance de ventajas y desventajas entre las diferentes clases de remedios ofrecidos por el Tribunal Pretorial. Es cierto, no obstante, que a pesar de sus muchos defectos, el testamento mancipador por el cual el universitas juris es traspasado inmediatamente y mantenido intacto, nunca fue superado en su totalidad por el nuevo testamento, y en un periodo menos fanático de las formas anticuadas, y, tal vez, no tan sensible a su significancia, todo el ingenio de los jurisconsultos parece haberse gastado en el mejoramiento del instrumento más venerable. En la era de Gayo, que es la de los césares antoninos, los grandes defectos del testamento mancipador habían desaparecido. Originalmente, como hemos visto, el carácter esencial de las formalidades había requerido que el heredero mismo fuera el comprador de la familia, y la consecuencia era no sólo que adquiría instantáneamente intereses creados en la propiedad del testador sino que se le hacía formalmente sabedor de sus derechos. Pero la época de Gayo permitió que alguna persona desaprensiva oficiase como comprador de la familia. El heredero, de este modo, no era necesariamente informado de la sucesión a la que estaba destinado, y en adelante los testamentos obtuvieron la propiedad del secreto. La sustitución de un extraño por el heredero real en las funciones de Familiae emptor tuvo otras consecuencias ulteriores. Tan pronto como se legalizó, un testamento romano vino a consistir de dos partes o etapas -una traslación de dominio, que era pura forma, y un Nuncupatio, o publicación-. En este último pasaje del procedimiento, el testador o bien declaraba verbalmente a los asistentes los deseos que debían realizarse a su muerte o bien presentaba un documento escrito en el que se incorporaba su voluntad. Probablemente no fue hasta que su atención se había retirado bastante de la imaginaria traslación de dominio, y se hubo concentrado en la Nuncupation como parte esencial de la transacción, que se permitió que los testamentos pudieran hacerse revocables.
He recorrido, así, el linaje de los testamentos a través de su historia legal. Su raíz se encuentra en el testamento viejo con cobre y balanza, basado en una mancipación o traslación de dominio. Este antiguo testamento tiene, no obstante, múltiples defectos, que son remediados, aunque sólo indirectamente, por el derecho pretoriano. Mientras el ingenio de los jurisconsultos efectúa, en el testamento consuetudinario o mancipador, los mismos mejoramientos que el pretor puede haber realizado concurrentemente en la equidad. Estos últimos mejoramientos dependen, sin embargo, de la nueva destreza legal, y vemos en consecuencia que el derecho testamentario de la época de Gayo y Ulpiano es solamente transitorio. No sabemos qué cambios siguieron; pero, finalmente, justo antes de la reconstrucción de la jurisprudencia por Justiniano, encontramos que los súbditos del Imperio Romano Oriental emplean una forma de testamento cuyo linaje es atribuible, por una parte, al testamento pretoriano y, por otra, al testamento de cobre y balanza. Al igual que el testamento del pretor, no requería mancipación, y era inválido a menos que estuviese sellado por siete testigos. A semejanza del testamento mancipador, pasaba la herencia y no meramente un Bonorum Possessio. Varios de sus rasgos más importantes, sin embargo, fueron anexados a promulgaciones de ley positivas, y es con respecto a esta triple derivación del Edicto Pretoriano, del Derecho Civil y de las Constituciones Imperiales, que habló Justiniano del Derecho Testamentario, en su propio día, como Jus Tripartitum. El estamento nuevo así descrito es el conocido generalmente como el Romano. Pero se trataba solamente del testamento del Imperio de Oriente. Las investigaciones de Savigny han demostrado que en Europa Occidental el viejo testamento mancipador, con todo su aparato de traslación de poder, cobre y balanza, continuó siendo la forma utilizada hasta bien entrada la Edad Media.
CAPÍTULO VII
Ideas antiguas y modernas sobre testamentos y sucesiones
Aunque una buena parte del moderno Derecho Testamentario europeo, se halla estrechamente relacionada con las reglas más antiguas del orden testamentario practicado entre los hombres, existen, sin embargo, algunas diferencias entre las ideas antiguas y las modernas sobre el asunto de testamentos y sucesiones. En el presente capítulo trataré de mostrar algunos de los puntos de divergencia.
Durante un cierto periodo, separado por varios siglos de la era de las Doce Tablas, encontramos una variedad de reglas injertadas en el Derecho Civil romano con el fin de evitar el desheredamiento de los hijos. Tenemos la jurisdicción del pretor ejercida muy activamente con el mismo fin. Se nos presenta asimismo un nuevo tipo de reparación, de carácter muy anómalo y origen incierto, llamado el Querela lnofficiossi Testamenti, la queja del testamento irrespetuoso, dirigido a la reinstalación de la progenie en la herencia de la que han sido injustamente excluidos por el testamento del padre. Comparando este estado del derecho con el texto de las Doce Tablas que concede, de palabra, la mayor libertad de testamentación, varios escritores se han visto tentados a entretejer una buena cantidad de incidentes dramáticos en sus respectivas memorias del Derecho Testamentario. Nos hablan de la ilimitada licencia de desheredamiento en la que comenzaron a caer instantáneamente los cabeza de familia, del escándalo y perjuicio que las nuevas prácticas creaban, y de la aprobación de todos los hombres prudentes que saludaban el valor del pretor en detener el progreso de la depravación paterna. Esta historia, que no carece de fundamento en el hecho principal al que se refiere, es a menudo contada de un modo que revela interpretaciones erróneas muy serias de los principios de la historia legal. La ley de las Doce Tablas hay que explicarla por el carácter de la época en que fue promulgada. No autoriza una tendencia que una era posterior se vio obligada a contrarrestar, sino que prosigue bajo el supuesto de que no existe tal tendencia o, tal vez deberíamos decir en la ignorancia de la posibilidad de su existencia. No hay probabilidad alguna de que los ciudadanos romanos comenzaran de inmediato a aprovecharse libremente de la facultad de desheredar. Va en contra de toda razón y sana apreciación de la historia suponer que el yugo de la servidumbre familiar, todavía pacientemente aceptado en el aspecto en que su presión irritaba con mayor crueldad, sería descartado en la mismísima particularidad en que su incidencia en nuestros días no es sino bienvenida. La ley de las Doce Tablas permitía la ejecución de testamentos en el único caso en que se creía posible que podían ejecutarse, a saber, a falta de hijos o parientes. No prohibía el desheredamiento de los descendientes directos, por cuanto no legislaba en contra de una eventualidad que ningún legislador romano de la época habría imaginado. Era indudable que, a medida que los buenos oficios del afecto familiar perdieron progresivamente el aspecto de deberes personales primarios, el desheredamiento de los hijos se intentó ocasionalmente. Pero la interferencia del pretor, lejos de ser solicitada por la universalidad del abuso, se vio sin duda impulsada por el hecho de que tales ejemplos de capricho desnaturalizado eran pocos y excepcionales, y entraban en conflicto con la moralidad prevaleciente.
Las indicaciones proporcionadas por esta parte del Derecho Testamentario romano son de una clase muy diferente. Llama la atención el que los romanos no parecen haber considerado el testamento un medio de desheredar a la familia, ni de efectuar una distribución desigual del patrimonio. Las reglas legales que prevenían que se utilizara con tal propósito, aumentaron en número y rigor a medida que se desarrollaba la jurisprudencia, y estas reglas correspondían sin duda al sentimiento perdurable de la sociedad romana, independiente de las variaciones ocasionales de los sentimientos individuales. Parecería más bien como si el poder testamentario se valuara principalmente por la ayuda que prestaba en proveer a una familia, y en dividir la herencia más equitativa e imparcialmente que el derecho de sucesión intestada lo habría hecho. Si esta es una interpretación acertada del sentimiento general sobre el particular, explica, hasta cierto punto, el singular horror que la falta de testamento producía entre los romanos. Ningún mal parece haber sido considerado peor que la pérdida legal de los privilegios testamentarios; ninguna maldición era, aparentemente, mas amarga que la deseada a un enemigo para que muriese sin testamento. El sentimiento no tiene contrapartida, o ninguna fácilmente reconocida, en la opinión actual. Todos los hombres de todos los tiempos preferirán sin duda llevar la cuenta del destino de su caudal a que la ley realice esa tarea por ellos; pero la pasión romana por testar se diferencia del mero deseo de cumplir un capricho por su intensidad, y no tiene, por supuesto, nada en común con el orgullo familiar, creación exclusiva del feudalismo, que acumula una clase de propiedad en las manos de un solo representante. Es probable, a priori, que hubiera algo en las reglas de la sucesión intestada que producía esta preferencia vehemente por la distribución de la propiedad bajo un testamento a la distribución hecha por la ley. La dificultad, sin embargo, radica en que, al echar una ojeada al Derecho Romano sobre sucesión intestada, en la forma que tomó durante muchos siglos antes de que Justiniano la adaptase al esquema de herencia que ha sido recogido por los legisladores modernos, no le repugna a uno como algo irrazonable o inequitativo. Al contrario, la distribución que prescribe es tan justa y racional y difiere tan poco de la que ha satisfecho a la sociedad moderna, que no se halla ninguna razón por la que debiera ser mirada con tanto disgusto, especialmente bajo una Jurisprudencia que dejaba márgenes muy estrechos a los privilegios testamentarios de las personas con hijos a los que habia que proveer de lo necesario. Más bien esperaríamos que los cabeza de familia se ahorrarían generalmente la molestia de ejecutar un testamento, y dejaran que la ley hiciera lo que gustase con sus bienes. Creo, sin embargo, que si observamos detenidamente la escala pre-Justiniana de la sucesión intestada, descubriremos la clave del misterio. La contextura de la ley consiste en dos partes distintas. Un apartado de reglas proviene del Jus Civile, el derecho consuetudinario de Roma; el otro, del Edicto Pretoriano. El Derecho Civil, como ya he señalado al referirme a otro asunto, admite como herederos sólo tres clases de sucesores por turno: los hijos no emancipados, la clase más cercana de parientes agnados y los gentiles. Entre estas tres clases, el pretor interpola varios tipos de parientes, a los que el Derecho Civil no tomaba en cuenta. Finalmente, la combinación del Edicto y el Derecho Civil forma una tabla sucesoria materialmente no diferente de la que ha llegado a la generalidad de los códigos modernos.
El punto a recordar es que, antiguamente, debe haber existido un tiempo en que las reglas del Derecho Civil restringían exclusivamente el esquema de la sucesión intestada, y las medidas del Edicto no existían, o no eran llevadas acabo de manera consistente. No dudamos que, en su infancia, la jurisprudencia pretoriana tuvo que lidiar con formidables obstáculos, y es más que probable que, mucho después de que el sentimiento popular y la opinión legal la hubieran aceptado, las modificaciones que periódicamente introdujo no se hallaban gobernadas por ningunos principios estables, y fluctuaban según las preferencias cambiantes de los sucesivos magistrados. Las reglas de sucesión intestada, que los romanos deben haber practicado en este periodo, explican, en mi opinión -y más que explican- la vehemente aversión por la falta de testamento que retuvo la sociedad romana durante muchos siglos. El orden de sucesión era el siguiente: a la muerte de un ciudadano que no tenía testamento o éste no era válido, sus hijos no emancipados se convertían en sus herederos. Sus hijos emancipados no participaban de la herencia. Si no dejaba descendientes directos vivos a su muerte, le sucedía el pariente agnado más cercano. Ninguna parte de la herencia correspondía a un pariente relacionado -por muy cercano que fuese- con el difunto por medio de la descendencia femenina. El resto de las ramas de la familia quedaban excluidas, y la herencia confiscada iba a los Gentiles, o cuerpo completo de ciudadanos romanos que portaban el mismo apellido que el finado. Así, pues, si no dejaba un testamento eficaz, un ciudadano romano de la época que estamos analizando, dejaba a sus hijos emancipados absolutamente sin provisiones, al mismo tiempo que, bajo el pretexto de que moría sin hijos había un riesgo inminente de que sus posesiones se fueran de las manos de la familia y se entregaran a un cierto número de personas con las que se hallaba simplemente relacionado por la ficción sacerdotal que presuponía que todos los miembros de la misma gens descendían de un antepasado común. La probabilidad de tal resultado es por sí misma una explicación casi suficiente del sentimiento popular; pero, de hecho, lo entenderemos sólo a medias, si olvidamos que el estado de cosas que acabo de describir es probable que haya existido en el mismo momento en que la sociedad romana se hallaba en la primera etapa de la transición de su organización primitiva en familias separadas. El dominio del padre había recibido uno de sus primeros golpes por medio del reconocimiento de la emancipación como un uso legítimo, pero la ley, considerando todavía la Patria Potestas como la raíz de la relación familiar, continuó viendo en los hijos emancipados extraños sin derechos de parentesco y ajenos al linaje. Sin embargo, no podemos suponer ni por un momento que las limitaciones de la familia impuestas por la pedantería legal tenían su contrapartida en el afecto natural de los padres. Los lazos familiares todavía conservaban la santidad e intensidad casi inconcebibles que se daba bajo el sistema patriarcal, y, es tan poco probable que se hubieran extinguido por el hecho de la emancipación, que las probabilidades son totalmente las contrarias. Puede darse por sentado sin titubeos que la emancipación del dominio del padre era una demostración, más que una separación, del afecto; una señal de gracia y favor acordada al más querido y estimado de los hijos. Si hijos así honrados por encima del resto eran absolutamente privados de su herencia por falta de testamento, la reluctancia a no caer en ese problema ya no requiere más explicación. Podríamos haber asumido a priori que la pasión por testar era generada por alguna injusticia moral vinculada a las reglas de la sucesión intestada y aquí las hallamos discordes con el mismísimo instinto que había dado cohesión a la sociedad primitiva. Es posible poner en forma muy sucinta todo lo que ha sido presentado. Todo sentimiento dominante de los romanos primitivos estaba entrelazado con las relaciones familiares, Pero, ¿qué era la familia? El derecho la definía de un modo; el afecto natural de otro. En el conflicto entre los dos, el sentimiento que analizábamos crecía, tomando la forma de un entusiasmo hacia la institución mediante la cual los dictados del afecto determinaban los destinos de sus objetos.
Considero, por tanto, el horror romano a la falta de testamento como un hito de un conflicto muy temprano entre el derecho antiguo y el antiguo sentimiento, que iba cambiando lentamente, respecto a la familia. Algunos pasajes del Derecho Romano Escrito y un estatuto en particular que limitaba la capacidad de las mujeres para heredar, debe haber contribuido a mantener vivo el sentimiento, y es creencia general que el sistema de crear Fidei-Commisa, o legados en depósito, fue ideado para evadir las incapacidades impuestas por estos estatutos. Pero el sentimiento mismo, en su notable intensidad, parece señalar un antagonismo más profundo entre derecho y opinión; tampoco es nada asombroso que los mejoramientos de la jurisprudencia hechos por el pretor no se extinguieran. Todo el que sea versado en filosofía de la opinión sabe que un sentimiento no muere, necesariamente, con la desaparición de las circunstancias que lo produjeron. Puede sobrevivirlas durante mucho tiempo; más aún, puede alcanzar un punto y culminación de una intensidad que nunca logró durante su persistencia real.
La idea de un testamento como instrumento que confiere la capacidad de apartar la propiedad de la familia, o de distribuirla en proporciones tan desiguales como dicte el capricho o el buen sentido del testador, no es más antigua que la última parte de la Edad Media, cuando ya el feudalismo se hallaba bien consolidado. Cuando aparece por primera vez la jurisprudencia moderna, todavía poco pulida, los testamentos no podían disponer con absoluta libertad de los bienes de un muerto. Durante este periodo, siempre que la herencia de la propiedad estaba regulada por un testamento -y en la mayor parte de Europa la propiedad mobiliaria o personal estaba sujeta al orden testamentario- el ejercicio del poder testamentario casi nunca podía interferir con el derecho de la viuda a una parte definida, y el de los hijos a ciertas proporciones fijadas, de la herencia. Las partes de los hijos, como su monto prueba, estaban determinadas por la autoridad del Derecho Romano. La provisión para la viuda era atribuible a las diligencias de la Iglesia, que nunca cedió en su cuidado de los intereses de las viudas que sobrevivían a sus esposos, ganando, tal vez, uno de sus triunfos más arduos cuando, tras exigir durante dos o tres siglos una promesa explícita del marido en el momento del matrimonio de dotar a su esposa, finalmente logró injertar el principio de los bienes gananciales en el Derecho Consuetudinario de toda Europa Occidental. Curiosamente, los bienes gananciales de tierras resultaron una institución más estable que la reserva análoga y más antigua de cierta participación de la viuda y los hijos en la propiedad personal. Unas pocas costumbres locales de Francia conservaron ese derecho hasta la Revolución, y hay huellas de usos similares en Inglaterra; pero, en conjunto, prevaleció la doctrina de que los bienes raíces podían ser libremente legados mediante testamento, y, aun cuando los derechos de la viuda continuaron siendo respetados, los privilegios de los hijos fueron borrados de la jurisprudencia. No dudamos en atribuir el cambio a la influencia de la primogenitura. Como el derecho feudal de la tierra, prácticamente desheredaba a todos los hijos en favor de uno, la distribución equitativa, aun de aquellas clases de propiedad que podían haber sido divididas en partes iguales, dejó de considerarse un deber. Los testamentos fueron los principales instrumentos empleados en la generación de la desigualdad, y ese estado de cosas provocó la ligera diferencia que existe entre la concepción moderna y la antigua de un testamento. Pero aunque la libertad de un legado disfrutada por medio de los testamentos era de este modo fruto accidental del feudalismo, no hay distinción más amplia que aquella que existe entre un sistema de orden testamentario libre y un sistema, semejante al del derecho feudal sobre la tierra, bajo el que la propiedad desciende mediante líneas prescritas de traspaso. Los autores de los códigos franceses parecen haber perdido de vista esta verdad. En el orden social que resolvieron destruir, vieron la primogenitura como algo fundamentado básicamente en los caseríos familiares, pero también percibieron que los testamentos eran empleados con frecuencia para dar al hijo mayor precisamente la misma preferencia que le estaba reservada bajo el más estricto de los mayorazgos. Por tanto, para asegurar su tarea, no sólo hicieron imposible preferir al hijo mayor sobre el resto en los acuerdos matrimoniales, sino que casi eliminaron la sucesión testamentaria del derecho para evitar que fuese usada en derrotar su principio fundamental de una igual distribución de la propiedad entre los hijos a la muerte del padre. El resultado es el establecimiento de un sistema de pequeños mayorazgos perpetuos, que es infinitamente más análogo al sistema de la Europa feudal de lo que sería una perfecta libertad de legado. El derecho inglés sobre la tierra, el Herculano del feudalismo, está ciertamente mucho más relacionado con el derecho sobre la tierra de la Edad Media que cualquier otro de Europa, y los testamentos, entre nosotros, son usados con frecuencia para ayudar o imitar esa preferencia por el hijo mayor y su descendencia que constituye un rasgo casi universal de los arreglos matrimoniales que conllevan bienes raíces. Sin embargo, el sentimiento y la opinión en Inglaterra se han visto profundamente afectados por la práctica de la disposición testamentaria libre, y me parece que el estado de ánimo de una gran parte de la sociedad francesa sobre el tema de la conservación de la propiedad en las familias, es mucho más semejante al que prevalecía en Europa hace dos o tres siglos de lo que son las opiniones actuales de los ingleses.
La mención de la primogenitura introduce uno de los problemas más difíciles de la jurisprudencia histórica. Aunque no me he detenido a explicar mis expresiones, se puede haber notado que he hablado frecuentemente de un cierto número de coherederos colocados por el Derecho Romano de sucesión en igualdad de condiciones con un heredero único. De hecho, no conocemos ningún periodo de la jurisprudencia romana en el que el lugar del heredero, o sucesor universal, no pudiera haber sido ocupado por un grupo de coherederos. Este grupo sucedía como una sola unidad, y los bienes eran posteriormente divididos entre ellos mediante un procedimiento legal separado. Cuando la sucesión se producía ab intestato, y el grupo consistía en los hijos del finado, cada uno recibía una parte igual de la propiedad; tampoco existe en este caso la menor huella de primogenitura, aunque los varones tuvieron en alguna ocasión ciertas ventajas sobre las mujeres. El modo de distribución es el mismo en toda la jurisprudencia arcaica. Ciertamente parece que, cuando la sociedad civil comienza y las familias dejan de mantenerse juntas por varias generaciones, la idea que espontáneamente surge es dividir el dominio en partes iguales entre los miembros de cada generación sucesiva, y no reservar ningún privilegio para el hijo o rama mayor. Algunas sugerencias particularmente significativas sobre la estrecha relación de este fenómeno con el pensamiento primitivo son aportadas por sistemas todavía más arcaicos que el romano. Entre los hindúes, en el mismo instante que nace un hijo, éste adquiere un interés creado en la propiedad de su padre, la cual no puede ser vendida sin reconocimiento de la copropiedad. Al llegar el hijo a la mayoría de edad, puede a veces obligar a una partición de la heredad aun contra el consentimiento del padre y, en caso de que el padre acepte, un hijo puede siempre obtener una partición aun contra la voluntad de los otros. Al tener lugar tal partición, el padre no tiene ventajas sobre sus hijos, excepto que tiene dos de las partes en lugar de una. El derecho antiguo de las tribus germánicas era muy similar. El allod o dominio de la familia era propiedad conjunta del padre y de sus hijos. No parece, sin embargo, que haya sido habitualmente dividida aun a la muerte del padre, y de un modo semejante las posesiones de un hindú, por muy divisibles que sean teóricamente, de hecho se dividen en raras ocasiones, de tal modo que muchas generaciones se suceden constantemente a otras sin que se haga una partición. De este modo, la familia en la India tiene una perpetua tendencia a expandirse y formar una comunidad aldeana, bajo condiciones que voy a tratar de elucidar. Todo lo anterior señala de manera muy clara la división absolutamente igual de los bienes entre los hijos varones a la muerte del padre como práctica más usual en la sociedad durante el periodo en que la dependencia familiar se encuentra en sus primeras etapas de desintegración. Aquí surge entonces la dificultad histórica de la primogenitura. Cuanto más claramente percibamos esto, en un momento en que las instituciones feudales se hallaban en proceso de formación y no había fuente alguna en el mundo de la que pudiera derivar sus eIementos excepto, por una parte, del Derecho Romano de las provincias y, por la otra, de las costumbres arcaicas de los bárbaros, más nos sorprenderá a primera vista saber que ni los romanos ni los bárbaros acostumbraban a dar preferencia al hijo mayor o a sus descendientes en la herencia de la propiedad.
La primogenitura no era una de las costumbres practicadas por los bárbaros cuando se asentaron dentro del Imperio Romano. Se sabe que tuvo su origen en las prebendas o dádivas beneficiarias de los capitanes invasores. Estas prebendas que fueron sólo ocasionalmente conferidas por los primeros reyes inmigrantes, y distribuidas ya en gran escala por CarIomagno, eran concesiones de tierras de las provincias de Roma a un beneficiario, a condición de obligaciones militares. Los propietarios alodiales aparentemente no seguían a su soberano en empresas difíciles y distantes, y todas las expediciones más importantes de los jefes francos y de Carlomagno se realizaron con fuerzas compuestas de soldados personalmente dependientes de la casa real u obligados a servir a cambio de la tenencia de sus tierras. Las prebendas, sin embargo, al principio no eran hereditarias en ningún sentido. Su ocupación dependía del capricho del otorgante, o, como máximo, de la vida del concesionario. No obstante, desde el principio, los beneficiarios no parecen haber ahorrado esfuerzos para ampliar la posesión y retener las tierras en la familia después de su muerte. Gracias a la debilidad de los sucesores de Carlomagno, estos intentos tuvieron éxito en todas partes y la prebenda se transformó gradualmente en el feudo hereditario, el cual no pasaba necesariamente al hijo mayor. Las reglas de sucesión que seguían se hallaban determinadas en su totalidad por los términos convenidos entre el otorgante y el beneficiario, o impuestos por uno de ellos en caso de debilidad del otro. Las tenencias originales eran por tanto muy varias; no, de hecho, tan caprichosamente varias como se afirma a veces, pues todo lo que ha sido descrito hasta ahora presenta cierta combinación de los modos de sucesión corriente entre los romanos y entre los bárbaros, pero todavía muy diversos. En algunos de ellos, el hijo mayor y su descendencia heredaban indudablemente el feudo, pero tales sucesiones, lejos de ser universales, a lo que parece, no eran ni siquiera generales. Precisamente, el mismo fenómeno recurre durante la más reciente transmutación de la sociedad europea que sustituyó por entero la forma feudal de la propiedad por la dominical (o romana) y la alodial (o germánica). Los alodios se hallaban totalmente absorbidos por los feudos. Los grandes propietarios alodiales se transformaron en señores feudales mediante enajenaciones condicionales de parte de sus tierras a dependientes. Los pequeños propietarios trataron de escapar a las opresiones de aquel tiempo terrible mediante la entrega de su propiedad a algún poderoso, y la recuperaban de sus manos a cambio de prestar servicio en sus guerras. Mientras la vasta masa de la población de Europa Occidental cuya condición era la de siervo o semisiervo -los esclavos personales romanos y germánicos, el coloni romano y el lidi germánico- se hallaban concurrentemente absorbidos por la organización feudal, algunos asumieron una relación servil con los señores, pero la mayor parte recibieron tierras en condiciones que en aquella época se consideraban degradantes. Las tenencias creadas durante esta época de enfeudación universal eran tan varias como las condiciones que los arrendatarios contrajeron con sus nuevos amos o fueron obligados a aceptar. Como en el caso de las prebendas, la herencia de algunas, pero de ningún modo de todas las propiedades, seguía las reglas de la primogenitura. No obstante, no bien se había consolidado el sistema feudal en todo el Occidente, se hizo evidente que la primogenitura tenia algunas grandes ventajas sobre cualquier otro sistema de herencia. Se extendió por Europa con una rapidez notable. Sus principales difusores fueron los asientos familiares, los pactes de famille de Francia y los Hans-Gesetze de Alemania, que estipulaban universalmente que las tierras obtenidas a cambio de prestar servicio de caballero deberían pasar al hijo mayor. Finalmente, el derecho se sometió a seguir la práctica inveterada y nos encontramos con que en todos los cuerpos de Derecho Consuetudinario, que fueron elaborados gradualmente, el hijo mayor y su rama familiar son preferidos en la herencia de las propiedades cuya tenencia es libre y militar. En cuanto a las tierras cuya tenencia era servil (y originalmente todas las tenencias que obligaban al arrendatario a pagar dinero o a prestar trabajo manual eran serviles), el sistema de sucesión prescrita por la costumbre difería mucho en diferentes países y diferentes provincias. La regla más general era que tales tierras se dividían en partes iguales entre todos los hijos, pero, en algunos casos, se prefería al hijo mayor y, en, otros casos, al más joven. La primogenitura usualmente regía la herencia de aquella clase de propiedades, en algunos respectos la más importante, cuya tenencia, al igual que la del Socage (tenencia feudal de la tierra que implicaba el pago de una renta o la prestación de un servicio a un señor) inglés, tenían un origen más tardío que el resto y no eran ni totalmente libres ni totalmente serviles.
La difusión de la primogenitura es generalmente explicada asignándole razones feudales. Se afirma que el señor feudal lograba una mayor seguridad de obtener servicio militar que él requería cuando el feudo pasaba a una sola persona, en vez de ser distribuido entre varios a la muerte del último arrendatario. Sin negar que esta consideración pueda explicar parcialmente el favor que la primogenitura fue adquiriendo paulatinamente, hay que señalar que la primogenitura se volvió costumbre en Europa más por su populandad entre los arrendatarios que por las ventajas que confiriese a los señores. Además, la razón dada no explica en absoluto su origen. En derecho nada surge enteramente por un sentido de conveniencia. Existen siempre ciertas ideas previas sobre las que obra el sentido de conveniencia, y sobre las que no puede hacer otra cosa más que formar alguna nueva noción. El problema es encontrar precisamente esas ideas en el caso presente.
La India, lugar muy rico en este tipo de indicaciones, nos proporciona una sugerencia altamente valiosa a este respecto. Aunque en India las posesiones del padre son divisibles a su muerte, y pueden ser divisibles en partes iguales durante su vida entre todos los hijos varones, y a pesar de que este principio de la distribución igual de la propiedad se extiende a todas las instituciones hindúes, sin embargo, siempre que un cargo público o poder político se entrega a la muerte del ultimo poseedor del cargo, la sucesión se hace casi universalmente de acuerdo a las leyes de la primogenitura. La soberanía recae, por tanto, en el hijo mayor, y donde los asuntos de la India con algunas de las organizaciones sociales más toscas hindú, se confían a un administrador único, es generalmente el hijo mayor el que asume la administración a la muerte del padre. Todos los cargos, de hecho, tienden a hacerse hereditarios en la India, cuando su naturaleza lo permite, y a investirlos en el miembro más viejo de la rama familiar más antigua. Comparando estas sucesiones de la comunidad aldeana, la unidad corporativa de la sociedad que han sobrevivido en Europa casi hasta nuestros días, se llega a la conclusión de que, cuando el poder patriarcal no es doméstico sino político, éste no es distribuido entre toda la progenie a la muerte del padre, sino que es derecho de nacimiento del primogénito. La jefatura del clan escocés, por ejemplo, seguía el orden de la primogenitura. Parece existir realmente una forma de dependencia familiar todavía más arcaica que cualquiera de las que conocemos por las memorias primitivas de las sociedades civiles organizadas. La unión ganada de los parientes en el primitivo Derecho Romano, y una multitud de ejemplos similares, señalan un periodo en el que todas las ramificaciones del árbol genealógico se mantenían unidas en un todo orgánico, y no es una conjetura temeraria, el que, cuando la corporación así formada por los parientes era en sí misma una sociedad independiente, estaba gobernada por el varón de más edad de la línea más antigua. Es cierto que no tenemos conocimientos reales de ninguna sociedad así. Aun en las comunidades más elementales, las organizaciones familiares, tal como las conocemos, son como máximo imperia in imperio. Pero la oposición de algunas, en particular de los clanes célticos, se halló suficientemente cercana a la independencia en tiempos históricos como para llevarnos a la convicción de que en otro tiempo constituyeron una imperia separada y de que la primogenitura regulaba la sucesión a la jefatura. No obstante, es necesario estar alerta contra las asociaciones modernas del término derecho. Hablamos de una relación familiar todavía más estrecha y rigurosa de la que muestra la sociedad hindú o el antiguo Derecho Romano. Si el Paterfamilias romano era el administrador visible de las posesiones familiares, si el padre hindú es solamente copropietario con sus hijos, todavía con más razón debe el verdadero jefe patriarcal ser un mero administrador del fondo común.
Los ejemplos de sucesión primogénita que se encontraron entre las prebendas pueden, por tanto, haber sido copiados de un sistema de gobierno familiar conocido por las razas invasoras, aunque no de uso general. Algunas tribus más rudas pueden haberla practicado todavía, o, lo que es aún más probable, la sociedad puede haber estado tan ligeramente alejada de su condición más arcaica que las mentes de algunos hombres recurrieron espontáneamente a ella cuando se encontraron en la obligación de establecer reglas de la herencia para una nueva forma de propiedad. Pero queda todavía la cuestión de, ¿por qué la primogenitura remplazó gradualmente a todo otro principio de sucesión? La respuesta, en mi opinión, es que la sociedad europea sufrió un retroceso durante la disolución del Imperio Carolingio. Se hundió uno o dos puntos más abajo aun del grado miserablemente bajo que había alcanzado durante las primeras monarquías bárbaras. La gran característica del periodo fue la debilidad, o, más bien, la inacción transitoria de la autoridad real y, por ende, civil; de ahí que parezca como si, ante la falta de cohesión de la sociedad civil, los hombres se arrojaran en brazos de una organización social más antigua que los inicios de las comunidades civiles. El señor y sus vasallos, durante los siglos noveno y décimo, pueden considerarse como una familia patriarcal, reclutados, no como en los tiempos primitivos por medio de la adopción sino por medio de la enfeudación y la sucesión primogénita; pero tal confederación, era una fuente de fortalecimiento y durabilidad. Mientras la tierra en la que se basaba toda la organización se mantuviese unida, era poderosa para la defensa y el ataque; y dividir la tierra significaba dividir la pequeña sociedad e invitar voluntariamente a la agresión en una época de violencia generalizada. Podemos estar totalmente seguros de que en esta preferencia por la primogenitura no entró en juego la idea de desheredar a todos los hijos en favor de uno. Todo el mundo habría sufrido las consecuencias de la división del feudo. Todo el mundo salía ganando con su consolidación. La familia se volvió más fuerte por la concentración de poder en las mismas manos. No es probable que el señor honrado con la herencia gozase de ventajas sobre sus hermanos y parientes en términos de ocupación, intereses o gratificaciones. Sería un anacronismo singular calcular los privilegios obtenidos por el heredero de un feudo, por la situación en que es puesto el hijo mayor bajo un asentamiento inglés.
Ya he señalado que considero las tempranas confederaciones feudales descendientes de una forma arcaica de la familia con la que guardan un fuerte parecido. Pero, en el mundo antiguo y en las sociedades que no han pasado por el calvario del feudalismo, la primogenitura que parece haber prevalecido nunca se transformó en la primogenitura de la Europa feudal tardía. Cuando el grupo de parientes dejaba de ser gobernado por un jefe hereditario de generación en generación, el dominio que había sido administrado en nombre de todos fue dividido entre todos por igual. ¿Por qué no ocurrió esto en el mundo feudal? Si durante la confusión del primer periodo feudal el hijo primogénito mantuvo la tierra en provecho de toda la familia, ¿por qué una vez que Europa estuvo consolidada y se establecieron de nuevo las comunidades normales, toda la familia no recuperó la capacidad de heredar por igual, capacidad de la que habían gozado tanto romanos como germánicos? La llave que abre esta dificultad raras veces ha sido hallada por los escritores que se ocupan de trazar la genealogía del feudalismo. Perciben los materiales de las instituciones feudales, pero se olvidan del cemento. Las ideas y formas sociales que contribuyeron a la formación del sistema eran incuestionablemente arcaicas y bárbaras, pero tan pronto como tribunales y jurisconsultos fueron llamados a interpretarlas y definirlas, los principios de interpretación que aplicaron eran los de la jurisprudencia romana más tardía y estaban, por tanto, muy elaborados y maduros. En una sociedad gobernada patriarcalmente, el hijo mayor podía suceder en el gobierno del grupo agnado y disponer de una manera absoluta de su propiedad. Pero no es, empero, un verdadero propietario. Tiene deberes correlativos que no están implicados en la conservación de la propiedad, pero muy indefinidos e incapaces de definición. La tardía jurisprudencia romana, sin embargo, al igual que la nuestra, consideraba el poder incontrolado sobre la propiedad como equivalente a la posesión, y no tomaba en cuenta, y de hecho no podía hacerlo, responsabilidades de esa clase, cuya misma concepción pertenecía a un periodo anterior al derecho ordenado. El contacto de la noción bárbara y de la noción refinada tuvo el efecto inevitable de convertir al hijo mayor en el propietario legal de la herencia. Los jurisconsultos eclesiásticos y seglares definieron así su posición desde el principio; pero ocurrió sólo paulatinamente que el hermano menor, de participar en iguales términos en todos los peligros y placeres del primogénito, cayó en sacerdote, en aventurero, o en el gorrista de la mansión. La revolución legal fue idéntica a la que ocurrió en una escala menor, y bastante recientemente, en la mayor parte de los Altos de Escocia. Cuando fueron llamados a determinar los poderes legales del jefe sobre las heredades que daban sustento al clan, la jurisprudencia escocesa había pasado el punto desde hacía mucho tiempo en que podía notar las vagas limitaciones a la indivisibilidad de la propiedad impuestas por las reclamaciones de los miembros del clan, y era, por tanto, inevitable que convirtiera el patrimonio de muchos en posesión de uno solo.
Por razones de simplicidad, he llamado primogenitura al modo de sucesión que implica que un solo hijo o descendiente hereda la autoridad sobre una familia o sociedad. Es notable, sin embargo, que en los pocos ejemplos muy antiguos que nos quedan de esta clase de sucesión, no es siempre el hijo mayor, en el sentido que nosotros le damos, el que asume la representación. La forma de primogenitura que se ha extendido por Europa Occidental ha sido también perpetuada entre los hindúes, y existen razones abundantes para creer que es la forma normal. Bajo ella, no sólo se prefiere siempre al hijo mayor, sino también la línea más antigua. Si falla el hijo mayor, su hijo primogénito tiene preferencia sobre sus hermanos y tíos, y si él también falla, se sigue la misma regla en la generación siguiente. Pero cuando la sucesión no es meramente al poder civil sino al político, se puede presentar una dificultad que aparecerá de mayor magnitud entre menos perfecta sea la cohesión de la sociedad. El último jefe en ejercer la autoridad puede haber sobrevivido a su hijo mayor, y, el nieto habilitado primariamente para suceder puede ser demasiado joven e inmaduro para emprender la dirección real de la comunidad y la administración de sus asuntos. En tal caso, la medida que adoptan las sociedades más estables es colocar al infante bajo tutela hasta que alcanza la edad adecuada para el gobierno. La tutela es ejercida generalmente por los varones agnados; pero es interesante observar que la eventualidad supuesta constituye uno de los casos raros en que las sociedades antiguas han consentido que las mujeres ejerzan el mando, sin duda por respeto a los derechos de la madre. En la India, la viuda de un soberano hindú gobierna en nombre de su hijo infante, y hay que recordar que la costumbre que regula la sucesión al trono de Francia -el cual, independientemente de su origen es sin duda de gran antigüedad- prefería a la reina madre por encima de cualquier otro pretendiente a la Regencia, al mismo tiempo que excluia rigurosamente a todas las mujeres del trono. Hay, sin embargo, otro modo de salvar los inconvenientes que acarrean el traspaso de la soberanía a un niño, y es un medio que sin duda se presentaba de manera espontánea en las comunidades todavía toscamente organizadas. Se trata de dejar totalmente a un lado al infante, y conferir la jefatura al varón vivo más viejo de la primera generación. Las asociaciones de clan celtas, entre los muchos fenómenos que han conservado de una época en que la sociedad civil y política no estaban todavía rudimentariamente separadas, han continuado esta regla de sucesión hasta épocas históricas. Entre ellos, parece haber existido bajo la forma de un canon positivo, que, en ausencia del hijo mayor, su hermano próximo le sigue en prioridad a todos los nietos, independientemente de sus edades, en el momento en que se traspasa la soberanía. Algunos escritores han explicado la costumbre asumiendo que la costumbre celta tomaba al último jefe como una especie de raíz o tronco, y luego otorgaba la sucesión al descendiente que estuviese menos alejado de él. Así se prefería al tío sobre el nieto por ser más cercano a la raíz común. No puede hacerse ninguna objeción a esta aseveración si se toma simplemente como una descripción del sistema sucesorio; pero sería un grave error pensar que los hombres que adoptaron la regla por primera vez utilizaron un modo de pensar que evidentemente data de la época en que los esquemas feudales de sucesión comenzaron a ser debatidos entre los jurisconsultos. El verdadero origen de la preferencia por el tío sobre el sobrino es indudablemente un simple cálculo de parte de hombres rudos en una sociedad ruda de que es mejor ser gobernados por un jefe maduro que por un niño, y que es más probable que el hijo más joven haya llegado a la madurez que cualquiera de los descendientes del hijo mayor. Al mismo tiempo, existen algunas pruebas de que la forma de primogenitura más familiar entre nosotros es la primaria, en la tradición de solicitar el consentimiento del clan cuando se pasaba por encima al heredero en favor de su tío. Hay un ejemplo bastante bien probado de esta ceremonia en los anales de los Macdonalds.
Bajo el Derecho Mahometano, que probablemente ha conservado una antigua costumbre árabe, la herencia se divide en partes iguales entre los hijos varones y medias partes para las hijas. Pero, si alguno de los hijos muere antes de la división de la herencia, dejando progenie, estos nietos son enteramente excluidos de la herencia por sus tíos y tías. De conformidad con este principio, la sucesión, cuando se traspasa la autoridad política, se efectúa de acuerdo a la forma de primogenitura que parece haber prevalecido entre las sociedades celtas. En las dos grandes familias mahometanas de occidente, se cree que la regla era que el tío sucede al trono con preferencia al sobrino, aunque este ultimo sea el hijo del hermano mayor, pero aunque esta regla ha sido seguida recientemente en Egipto, me dicen que existen algunas dudas sobre su aplicación en el traspaso de la soberanía turca. La política de los sultanes, de hecho, ha prevenido que ocurran tales casos, y es muy posible que las masacres totales de los hermanos menores hayan prevalecido tanto en interés de los hijos propios como para evitar peligrosos competidores al trono. Es evidente, sin embargo, que en sociedades polígamas la forma de la primogenitura tenderá siempre a variar. Muchas consideraciones pueden constituir un derecho a la sucesión; por ejemplo, la categoría de la madre, o el lugar de ésta en el afecto del padre. En consecuencia, algunos de los soberanos mahometanos de la India, sin aparentar ningún poder testamentario distinto, reclaman el derecho a nombrar sucesor. La bendición mencionada en la historia bíblica de Isaac y sus hijos ha sido a veces interpretada como un testamento, pero parece más bien haber sido un modo de nombrar al hijo mayor.
CAPÍTULO VIII
La historia temprana de la propiedad
Los tratados institucionales romanos, después de dar su definición de las varias formas y modificaciones de la propiedad, discuten los modos naturales de adquirirla. Los que no estén familiarizados con la historia de la jurisprudencia probablemente no considerarán esos modos naturales de adquisición como portadores, a primera vista, de mucho interés especulativo o práctico. El animal salvaje que cae en una trampa o es cazado, el suelo vegetal que se añade a nuestro campo por los depósitos imperceptibles de un río, el árbol que arraiga en nuestro suelo, todos son adquiridos, según los jurisconsultos romanos, naturalmente. Los jurisconsultos más viejos habían sin duda observado que tales adquisiciones estaban sancionadas universalmente por los usos de las pequeñas sociedades que les rodeaban, y así los jurisconsultos de una época posterior, al encontrarlas clasificadas en el antiguo Jus Gentium, y percibiendo que eran de una descripción muy simple, les destinaron un lugar entre las ordenanzas naturales. La dignidad con que fueron investidas ha continuado creciendo en los tiempos modernos hasta alcanzar una importancia desmesurada en comparación con la original. La teoría las ha convertido en su alimento favorito y les ha permitido ejercer la más seria influencia en la práctica.
Será necesario que nos limitemos a uno solamente entre estos modos naturales de adquisición, Occupatio u ocupación. La ocupación es la toma de posesión deliberada de aquello que en ese momento no es propiedad de nadie, con vistas a (añade la definición técnica) adquirir su propiedad para uno. Los objetos que los jurisconsultos romanos llamaban res nullius -cosas que no tienen o nunca han tenido dueño- sólo pueden ser determinadas enumerándolas. Entre las cosas que nunca tuvieron dueño están animales salvajes, pescado, aves de caza, joyas desenterradas por primera vez, y tierras recién descubiertas o que nunca fueron cultivadas anteriormente. Entre las cosas que no tienen dueño se hallan los bienes muebles que han sido abandonados, tierras que han sido dejadas, y (una partida anómala pero formidable) la propiedad de un enemigo. En todos estos objetos los derechos totales de dominio fueron adquiridos por el ocupante que tomó posesión de ellos por primera vez con la intención de guardarlos como propios, intención que, en ciertos casos, tenía que ser manifestada por medio de actos específicos. Creo que no es difícil comprender la universalidad que hizo que la práctica de la ocupación fuese colocada por una generación de jurisconsultos romanos en el Derecho Internacional, y la simplicidad que ocasionó el que fuese atribuida por otros al Derecho Natural. Pero en cuanto a su destino en la historia legal moderna nos hallamos menos preparados por consideraciones a priori. El principio romano de ocupación y las reglas en que lo extendieron los jurisconsultos, son la fuente del Derecho Internacional moderno, sobre aspectos como el botín de guerra y la adquisición de derechos soberanos en países recién descubiertos. También han proporcionado una teoría sobre el origen de la propiedad que es, a la vez, la teoría popular y la teoría que, en una forma u otra, admiten la gran mayoría de los juristas teóricos.
He dicho que el principio romano de ocupación ha determinado el curso de esa parte del Derecho Internacional relacionado con el botín de guerra. El derecho del botín de guerra deriva sus reglas del supuesto de que las comunidades son remitidas a un estado natural por el rompimiento de hostilidades, y que, en la artificial situación natural creada, la institución de la propiedad privada cae en una inacción transitoria en lo que concierne a los beligerantes. Como los últimos escritores de Derecho Natural han estado siempre deseosos de sostener que la propiedad privada estaba en cierto sentido sancionada por el sistema que estaban exponiendo, la hipótesis de que la propiedad de un enemigo es res nullius les ha parecido perversa y repugnante y se cuidan de estigmatizarla como una mera ficción de la jurisprudencia. Pero, tan pronto como se traza el Derecho Natural hasta su fuente en el Jus Gentium, vemos inmediatamente que los bienes de un enemigo eran considerados propiedad de nadie y, por tanto, eran susceptibles de ser adquiridos por el primer ocupante. La idea se les ocurriría de manera espontánea a las personas que practicaban las formas antiguas del arte militar. Después de la victoria se disolvía la organización del ejército vencedor y se licenciaba a los soldados, quienes se dedicaban al pillaje irrestricto. Es probable, sin embargo, que originalmente sólo se permitiese obtener mobiliario. Una autoridad independiente en el asunto nos dice que en la antigua Italia prevalecía una regla muy diferente sobre la adquisición de la propiedad en el suelo de un país conquistado, y podemos asumir que la aplicación del principio de ocupación a la tierra -siempre un asunto difícil- data del periodo en que el Jus Gentium se estaba convirtiendo en código natural, y que es resultado de una generalización efectuada por los jurisconsultos de la Edad de Oro. Sus dogmas sobre el punto se conservan en las Pandectas de Justiniano y equivalen a una afirmación incondicional de que toda propiedad del enemigo es res nullius para los otros beligerantes, y que la ocupación mediante la cual el capturador se la apropia es una institución de derecho natural. Las reglas que la jurisprudencia internacional deriva de esta posición han sido a veces estigmatizadas como innecesariamente indulgentes con la ferocidad y avaricia de los combatientes. Sin embargo, la acusación ha sido hecha, creo yo, por personas que no conocen la historia de las guerras y que, en consecuencia, ignoran la enorme hazaña que significa en esas circunstancias el hacer cumplir una regla de la clase que sea. El principio romano de ocupación, cuando fue admitido en el derecho moderno del botín de guerra, procuró un cierto número de cánones subordinados limitando y precisando su operación, y si las contiendas que han tenido lugar desde que el tratado de Grocio se ha convertido en una autoridad se comparan a las de fechas anteriores, se verá que, tan pronto como las máximas romanas fueron admitidas, el arte de la guerra asumió un carácter más tolerable. Si se va a imputar al Derecho Romano de ocupación el haber ejercido una influencia perniciosa en ciertas partes del Derecho Internacional moderno, hay otro apartado en que puede decirse, con toda razón, que fue perjudicialmente afectado. Al aplicar al descubrimiento de nuevos países los mismos principios que los romanos habían aplicado al hallazgo de una joya, los publicistas forzaron en utilidad propia una doctrína totalmente desigual a la tarea esperada de ella. Elevada a una importancia enorme por los descubrimientos de los navegantes de los siglos XV y XVI, planteó más problemas de los que resolvió. Pronto se descubrió una gran incertidumbre en los dos puntos que requerían mayor certeza: el alcance del territorio que era adquirido por un descubridor para su soberano, y la naturaleza de los documentos que eran necesarios para completar la adprehensio o asunción de la posesión soberana. Además, el principio mismo, al conferir tan enormes ventajas como resultado de la buena suerte, fue cuestionado instintivamente por algunas de las naciones más aventureras de Europa: Holanda, Inglaterra y Portugal. Nuestros propios compatriotas, sin negar expresamente la autoridad del Derecho Internacional, nunca admitieron, en la práctica, el derecho de los españoles a acaparar toda América, al sur del Golfo de México, o el del rey de Francia a monopolizar los valles del Ohio y del Mississippi. Desde el ascenso al trono de Isabel I al ascenso de Carlos II, no puede afirmarse que hubiera paz completa en aguas americanas y las usurpaciones de los colonos en Nueva Inglaterra, en territorio del rey francés, continuaron durante casi un siglo. Bentham estaba tan impresionado por la confusión implícita en la aplicación del principio legal que elogió ardorosamente la famosa bula del Papa Alejandro VI que dividía los países del mundo, no descubiertos todavía, entre españoles y portugueses mediante una línea trazada a cien millas al oeste de las islas Azores, y, por grotescas que puedan parecer a primera vista sus alabanzas, puede dudarse si el arreglo del Papa Alejandro es más absurdo en principio que el precepto de Derecho Público que daba medio continente al monarca cuyos súbditos habían cumplido los requisitos exigidos por la jurisprudencia romana para la adquisición de la propiedad de un objeto valioso que podía caber en una mano.
Para todos aquellos interesados en la investigación del derecho, la ocupación es sobre todo interesante por el servicio que ha prestado a la jurisprudencia teórica, al darle una supuesta explicación del origen de la propiedad privada. Se creyó en un tiempo que el procedimiento utilizado en la ocupación era idéntico al proceso por el que la tierra y sus frutos, que eran al principio comunes, se convirtieron en la propiedad concedida a individuos. No es difícil de entender el curso del pensamiento que llevó a esta asunción, si pensamos en la ligera diferencia que separa la concepción moderna del derecho natural de la antigua. Los jurisconsultos romanos habían establecido que la ocupación era uno de los modos naturales de adquirir propiedad, e indudablemente creyeron que, si la humanidad estuviera viviendo bajo las instituciones naturales, la ocupación sería una de sus prácticas. Cómo llegaron a persuadirse de que había existido alguna vez una condición tal, es un punto que, como ya he señalado, su lenguaje deja incierto; pero ciertamente parecen haber llegado a la conjetura, que en todos los tiempos ha gozado de gran plausibilidad, de que la institución de la propiedad no era tan vieja como la existencia de la humanidad. La jurisprudencia moderna, aceptando todos sus dogmas sin reserva, fue mucho más lejos en la aguda curiosidad con que trató al supuesto estado natural. Desde entonces ha admitido la posición de que la tierra y sus frutos fueron alguna vez res nullius, y puesto que su idea peculiar de la naturaleza le llevó a asumir sin vacilaciones que la raza humana había, de hecho, practicado la ocupación del res nullius mucho antes que la organización de las sociedades civiles, inmediatamente se infirió que la ocupación era el proceso por el que los bienes de nadie del mundo primitivo se habían convertido en la propiedad privada de individuos en el mundo histórico. Sería tedioso enumerar los juristas que han aprobado esta teoría en una u otra forma, y es menos necesario porque Blackstone, que es siempre un índice fiel de las opiniones comunes de su época, las ha sintetizado en su segundo libro (capítulo primero).
La tierra", escribe, y todas sus cosas eran propiedad general de la humanidad por donación inmediata del Creador. No parece que una comunidad de bienes haya sido aplicada jamás, aun en las etapas más primitivas, a nada excepto la sustancia de la cosa; tampoco se extendía a su utilización. Pues, por ley natural y razón, el que primero comenzó a usarla adquirió, por tanto, una especie de propiedad transitoria que duraba mientras la usaba, y no más, o para hablar con mayor precisión, el derecho de posesión continuaba por exactamente el mismo tiempo que duraba el acto de posesión. Así, el suelo era común, y ninguna parte constituía la propiedad permanente de ningún hombre en particular; sin embargo, quienquiera que tuviese ocupado una parte determinada para descansar, para obtener una sombra, o algo así, adquiría por primera vez una especie de propiedad, de la que habría sido injusto y contrario al Derecho Natural sacarlo por la fuerza. Pero, en el mismo instante que dejaba de ocuparlo, otro podía asirlo sin injusticia. Luego prosigue argumentando que cuando la humanidad creció en número, se hizo necesario idear concepciones de dominio más permanente, y apropiar para los individuos no solamente el uso inmediato, sino también la misma sustancia de la que se iba a usar.
Algunas ambigüedades expresivas en el pasaje anterior conducen a la sospecha de que Blackstone no entendía por completo el significado de la proposición que halló en sus autoridades, de que la propiedad de la tierra fue adquirida por primera vez, por derecho natural, por el ocupante; pero la limitación que le ha impuesto a la teoría, bien a propósito o bien por falsa interpretación, le presta una forma que ha asumido con frecuencia. Muchos escritores utilizando un lenguaje más preciso que el de Blackstone han señalado que, al principio, la ocupación dio primero un derecho, en oposición al mundo, al goce exclusivo pero temporal, y que, después, este derecho, al tiempo que permanecía exclusivo, se volvió perpetuo. Su objeto al poner en estos términos su teoría era reconciliar la doctrina de que en el estado natural res nullius se volvió propiedad por ocupación, con la inferencia sacada de la historia biblica de que los patriarcas, al principio, no se apropiaban en forma permanente del suelo en el que habían pastado sus rebaños y piaras.
La única crítica que podría hacerse directamente a la teoría de Blackstone consistiría en preguntarse si las circunstancias que componen este cuadro de una sociedad primitiva son más o menos propables que otros incidentes que podrían imaginarse con igual prontitud. Siguiendo este método de análisis, podemos muy bien preguntar si al hombre que había ocupado (Blackstone evidentemente utiliza la palabra en el sentido ordinario) un lugar particular del suelo para descansar o ponerse a la sombra, le sería permitido retenerlo sin problemas. Las probabilidades son que su derecho de posesión sería exactamente coextensivo con su capacidad de mantenerlo, y que estaría sujeto constantemente a ser molestado por el primero que codiciase el lugar y se creyese suficientemente fuerte para ahuyentar al poseedor. Pero la verdad es que toda cavilación sobre estas posiciones son perfectamente inútiles por su misma falta de base. Lo que hizo la humanidad en su estado primitivo puede no ser un objeto irrazonable de investigación, pero de sus motivos para hacerlo es imposible saber algo. Estas descripciones generales sobre la condición del ser humano en los primeros tiempos se realizan suponiendo, primero, que la humanidad estaba desposeída de una gran parte de las circunstancias que ahora la rodean, y, luego, asumiendo que en esa condición imaginaria tenía los mismos sentimientos y prejuicios que ahora la impulsan, a pesar de que, de hecho, esos sentimientos pueden haber sido creados y producidos por aquellas mismas circunstancias de las que, siguiendo la hipótesis, tienen que librarse.
Existe un aforismo de Savigny que parece apoyar una idea sobre el origen de la propiedad o algo similar a las teorías compendiadas por Blackstone. El gran jurista alemán sostiene que toda propiedad está basada en la posesión adversa sancionada por la prescripción. Savigny hace esta declaración sólo con respecto al Derecho Romano, y antes de que pueda apreciarse en su totalidad hay que tratar de explicar y definir las expresiones empleadas. Su significado, sin embargo, será indicado con suficiente precisión si tenemos en cuenta que él afirma que, por muy lejos que llevemos nuestra investigación de las ideas sobre la propiedad aceptadas entre los romanos, por mucho que nos aproximemos a trazarlas a la infancia del derecho, no llegaremos más allá de una concepción de la propiedad que implica los tres elementos en el canon -posesión, resistencia a la posesión, es decir, no una tendencia permitida o subordinada, sino exclusiva, y prescripción, o sea un periodo de tiempo durante el cúal la posesión adversa ha continuado ininterrumpida. Es muy probable que esta máxima pueda enunciarse con una mayor generalidad de la que le atribuyó su autor, y que no pueda buscarse una indudable o segura conclusión a partir de las investigaciones sobre sistemas legales que van mucho más atrás del punto en que estas ideas combinadas constituyen la noción del derecho propietario. Mientras, lejos de apoyar la teoría popular del origen de la propiedad, el canon de Savigny es particularmente valioso por dirigir nuestra atención a su punto más débil. En opinión de Blackstone, y de aquellos a quienes él sigue, era el modo de asumir el goce exclusivo que misteriosamente influía en la mente de los padres de nuestra raza. Pero el misterio no radica aquí. No es extraño que la propiedad comenzase con posesión adversa. No es sorprendente que el primer propietario fuese el hombre fuerte armado que protegió sus efectos. Pero por qué un intervalo de tiempo iba a crear un sentimiento de respeto hacia su posesión -que es la fuente exacta de la reverencia universal de la humanidad por aquello que ha existido de facto por un largo periodo-, es una cuestión que realmente merece un examen profundo. Sin embargo, se halla fuera del alcance de nuestra investigación presente.
Antes de señalar el lugar donde, tal vez, podríamos espigar cierta información, escasa e incierta en el mejor de los casos, sobre la historia primitiva del derecho propietario, me arriesgo a ventilar mi opinión de que la impresión popular con referencia a la parte desempeñada por la ocupación en las primeras etapas de la civilización trastoca directamente la verdad. La ocupación es la toma deliberada de la posesión física; y la noción de que un acto de esta naturaleza confiere derecho al res nullius, lejos de ser característica de las sociedades primitivas, es muy probablemente el desarrollo de una jurisprudencia refinada y de un derecho ya establecido. Solamente cuando los derechos de propiedad han quedado sancionados tras una larga inviolabilidad práctica y cuando la vasta mayoría de los objetos de uso han sido sometidos a la propiedad privada, es entonces que la mera posesión otorga al primer ocupante el dominio de bienes sobre los que nadie ha reclamado derechos de propiedad. El sentimiento que originó esta doctrina es absolutamente irreconciliable con la rareza e incertidumbre de los derechos de propiedad que distingue los inicios de la civilización. Su base verdadera parece ser, no una preferencia instintiva hacia la institución de la propiedad, sino una conjetura, surgida de la larga duración de esa institución, de que todo debe tener propietario. Cuando se toma posesión de un res nullius, esto es, de un objeto que no está, o nunca ha estado, sometido a dominio, se permite al poseedor hacerse propietario y se asume que todas las cosas valiosas están naturalmente sujetas a un disfrute exclusivo, y que en el caso dado no existe nadie a quien otorgar el derecho de propiedad excepto al ocupante. El ocupante, en suma, se convierte en el propietario, porque se presume que todas las cosas deben ser propiedad de alguien y porque no puede señalarse a nadie que tenga más derechos a la propiedad de esta cosa particular.
Aun si no hubiera ninguna otra objeción a las descripciones de la humanidad en su estado natural que acabamos de discutir, hay un detalle en el que se hallan fatalmente discordes con los testimonios auténticos que poseemos. Es importante notar que los actos y motivos que presuponen estas teorías son actos y motivos de individuos. Cada individuo por sí mismo suscribe el Pacto Social. Según la teoría de Hobbes, un banco de arena movediza, cuyos granos son individuos, se endurece hasta formar una roca social mediante la disciplina total de la fuerza. Un individuo es quien, según el retrato de Blackstone, ocupa un lugar determinado del suelo para descansar, ponerse a la sombra, o cosas así. Este individualismo es un vicio que aflige necesariamente todas las teorías que descienden del Derecho Natural romano, el cual difería de su Derecho Civil sobre todo en la importancia que prestaba a los individuos, y que ha dado precisamente su mayor servicio a la civilización al libertar al individuo de la autoridad de la sociedad arcaica. Pero el Derecho Antiguo, hay que repetir una vez más, no sabe casi nada de los individuos. No le conciernen los individuos, sino las familias, ni los seres humanos aislados, sino los grupos. Aun cuando el derecho estatal ha logrado permear los pequeños círculos de parientes en los que originalmente no tenia medios de penetrar, su modo de ver al individuo es curiosamente diferente del que toma la jurisprudencia en su etapa más madura. La vida del ciudadano no se considera limitada por el nacimiento y la muerte; es una continuación de la existencia de sus antepasados, y se prolongará en la existencia de sus descendientes.
La distinción romana entre el derecho de gentes y el derecho de cosas, que aunque muy conveniente es enteramente artificial, ha favorecido el que se desvíe la investigación de este asunto de la verdadera dirección. Las lecciones aprendidas al discutir el Jus Personarum se han olvidado ahí donde se llega al Jus Rerum, y propiedad, contrato y delito han sido considerados como si no pudiera obtenerse pista alguna sobre su verdadera naturaleza de hechos ya comprobados respecto a la condición original de las personas. La futilidad de este método se pondría de manifiesto si un sistema de puro derecho arcaico nos fuese presentado, y si pudiera hacerse el experimento de aplicarlo a las clasificaciones romanas. Muy pronto se comprobaría que la separación del derecho de gentes y derecho de cosas no tiene significado alguno en la infancia del derecho, que las reglas pertenecientes a los dos apartados están inextricablemente mezcladas, y que las distinciones de los juristas posteriores son apropiadas solamente para la jurisprudencia tardía. De lo que se dijo en las primeras partes de este tratado puede inferirse que existe una gran improbabilidad a priori de que podamos sacar alguna clave sobre la historia primitiva de la propiedad, si limitamos nuestra observación a los derechos propietarios de individuos. Es más que probable que la propiedad conjunta, y no la propiedad separada, sea la propiedad realmente arcaica, y que las formas de propiedad que arrojen luz sobre el asunto sean aquellas relacionadas con los derechos de familias y de grupos de parientes. La jurisprudencia romana no nos informará sobre esto, pues es precisamente la jurisprudencia romana la que, transformada por la teoría del Derecho Natural, ha legado a los juristas modernos la impresión de que la propiedad individual es el estado normal del derecho propietario, y que la propiedad común es solamente la excepción a la regla general. Existe, sin embargo, una comunidad que será siempre examinada con sumo cuidado por el investigador que esté buscando una institución perdida de la sociedad primitiva. Es dificil precisar hasta qué punto tal institución puede haber sufrido cambios en la rama de la familia indoeuropea que se halla establecida en la India desde tiempo inmemorial, pero raras veces uno se encontrará con que haya descartado por entero la cáscara donde se crió originalmente. Entre los hindús, hallamos una forma de propiedad que debería retener de inmediato nuestra atención por coincidir exactamente con las ideas que nuestros estudios del Derecho de Gentes nos llevarían a detentar respecto al estado original de la propiedad. La comunidad aldeana de la India es a la vez una sociedad patriarcal y una asociación de copropietarios. Las relaciones interpersonales de los hombres que la componen se encuentran indistinguiblemente confundidas con sus derechos propietarios. Los intentos de los funcionarios ingleses por separar las dos cosas son responsables de algunos de los fracasos más formidables de la administración anglo-india. La comunidad aldeana es muy antigua. En cualquier dirección que haya ido la investigación sobre historia hindú, general o local, siempre descubre, por muy atrás que se remonte, que la comunidad ya existía. Un gran número de escritores inteligentes y observadores, la mayoría de los cuales no tenían ninguna teoría que defender sobre su naturaleza y origen, coinciden en considerarla la institución social menos destructible puesto que nunca somete voluntariamente a innovación ninguno de sus usos. Conquistas y revoluciones parecen haber pasado por encima sin alterarla o desplazarla, y los sistemas de gobierno más benéficos en India han sido siempre aquellos que la han admitido como la base de la administración.
El Derecho Romano maduro, y la jurisprudencia moderna que le sigue, consideran la copropiedad como una condición excepcional y momentánea de los derechos de propiedad. Esta idea está claramente indicada en la máxima prevaleciente en toda Europa Occidental: Nemo in communione potest invitus detineri (Nadie puede ser mantenido dentro de un sistema de copropiedad sin su consentimiento). Pero en la India este orden de ideas se invierte, y puede afirmarse que la propiedad separada se halla siempre en camino de convertirse en propiedad común. Ya se ha hecho referencia al proceso. Tan pronto como nace un hijo, adquiere un interés en los bienes del padre, y al alcanzar la mayoría de edad tiene, en ciertas contingencias, la facultad legal de pedir una partición de la heredad familiar. De hecho, no obstante, raramente se divide, incluso a la muerte del padre, y la propiedad constantemente permanece sin dividir por varias generaciones, a pesar de que todos los miembros de cada generación tienen derecho legal a una parte. El dominio mantenido de este modo en común es a veces administrado por un encargado elegido, pero más generalmente, y en algunas provincias siempre, es administrado por el agnado más anciano, por el representante más viejo de la línea más antigua. Tal asociación de propietarios colectivos, un cuerpo de parientes con un dominio en común, es la forma más sencilla de una comunidad aldeana hindú, pero la comunidad es más que una hermandad de parientes y más que una unión de socios. Es una sociedad organizada, y además de encargarse del manejo de los fondos comunes, raramente deja de encargarse, mediante un personal administrativo completo, del gobierno interno, de la policía, de la administración de justicia, y del prorrateo de impuestos y obligaciones públicas.
El proceso de formación de una comunidad aldeana, tal como lo he descrito, puede considerarse típico. Sin embargo, no debe asumirse que toda comunidad aldeana de la India se formó de una manera tan sencilla. Aunque en el norte de India los archivos muestran casi invariablemente, según me han informado, que la comunidad fue fundada por una asociación única de parientes consanguíneos, también suministran información de que hombres de extracción foránea han sido, de vez en cuando, admitidos en ella, y un nuevo comprador de una parte de la heredad puede generalmente, bajo ciertas condiciones, ser integrado a la hermandad. En el sur de la península indostánica hay a menudo comunidades que parecen haber surgido de dos o más familias. Existen algunas cuya composición es enteramente artificial; y, de hecho, la agregación ocasional de hombres de castas diferentes en la misma sociedad es una prueba fatal para la hipótesis de una ascendencia común. Sin embargo, en todas estas hermandades o bien se conserva la tradición, o se asume la existencia de unos antepasados originales comunes. Mountstuart Elphinstone, quien escribe sobre todo acerca de las comunidades aldeanas meridionales; observa que (History of India, p. 126): La creencia popular es que los hacendados de la aldea descienden todos de uno o más individuos que se asentaron en el pueblo; y que las únicas excepciones están formadas por personas que han derivado sus derechos de la compra de tierras o si no de miembros del tronco original. La suposición se ve confirmada por el hecho de que, hasta la fecha, hay solamente una única famIlia de hacendados en las aldeas pequeñas y no muchas más en las grandes; pero cada una se ha dividido en tantos miembros que no es infrecuente que todas las labores agrícolas sean realizadas por los propietarios, sin ayuda de peones o arrendatarios. Los derechos de los hacendados son suyos colectivamente y, aunque casi siempre tienen una división más o menos perfecta de ellos, nunca tienen una separación total. Un hacendado, por ejemplo, puede vender o hipotecar sus derechos; pero tiene que obtener antes el consentimiento del pueblo, y el comprador ocupa exactamente el mismo puesto y asume las mismas obligaciones que tenía el vendedor. Si una familia se extingue, su parte regresa al patrimonio común.
Algunas consideraciones que se ofrecieron en el capítulo quinto de este volumen ayudarán al lector, espero, a apreciar el significado del lenguaje de Elphinstone. No es probable que ningunas instituciones del mundo primitivo hayan sido conservadas hasta nuestros días, al menos que hayan adquirido una elasticidad ajena a su naturaleza original por medio de alguna ficción legal vivificante. La comunidad aldeana entonces no es necesariamente una asociación de parientes consanguíneos, aunque puede serIo; es las más de las veces un cuerpo de copropietarios, basado en el modelo de una asociación de parientes. El tipo con el que habría que compararlo no es evidentemente la familia romana, sino la Gens o casa romana. La Gens era también un grupo a semejanza de la familia; era la familia ampliada por una gran variedad de ficciones cuya naturaleza exacta se perdía en la antigüedad. En tiempos históricos, sus principales características eran las dos que Elphinstone señala en la comunidad aldeana. Se partía siempre del supuesto de un origen común, supuesto a veces obviamente en desacuerdo con los hechos; y para repetir las palabras del historiador, si la familia se extinguía, su parte regresaba al patrimonio común. En el viejo Derecho Romano, las herencias no reclamadas revertían a los Gentiles. Todos los que han examinado su historia sospechan que la comunidad, al igual que las Gentes, se han visto generalmente muy adulteradas por la admisión de extraños, pero el modo exacto de absorción es imposible de determinar ahora. En la actualidad, son reclutados, como nos dice Elphinstone, mediante la admisión de compradores, con el consentimiento de la hermandad. La adquisición del miembro adoptado está, no obstante, dentro de la naturaleza de una sucesión universal; junto con la parte que ha comprado, hereda todas las responsabilidades en que había incurrido el vendedor con el grupo agregado. Es un Emptor Familiae, y hereda el ropaje legal de la persona cuyo lugar comienza a ocupar. El consentimiento de toda la hermandad, requerido para su admisión, puede recordarnos el consentimiento que la Comitia Curiata -el parlamento de aquella hermandad más amplia de auto-llamados parientes, la antigua República romana- exigía con tal firmeza como parte esencial para la legislación de una adopción o la confirmación de un testamento.
Las señales de una extrema antigüedad son distinguibles en casi todos los rasgos de la comunidad aldeana hindú. Tenemos tantas razones independientes para sospechar que la infancia del derecho se distingue por la preponderancia de la copropiedad, por la mezcla de derechos personales y propietarios, y por la confusión de deberes públicos y privados, que estaríamos justIficados en deducir muchas conclusiones importantes de nuestra observación de estas hermandades propietarias, aun si ninguna sociedad compuesta de modo similar puede ser detectada en ninguna otra parte del mundo. Recientemente, se ha dirigido la atención a un conjunto similar de fenómenos en aquellas partes de Europa que han sido ligeramente afectadas por la transformación feudal de la propiedad, y que en muchos detalles importantes guardan una afinidad igualmente estrecha con Oriente y con Occidente. Las investigaciones de M. de Haxthausell, M. Tengoborski y otros, han demostrado que las aldeas rusas no son asociaciones fortuitas de hombres, ni tampoco uniones fundadas en contratos; son comunidades organizadas de modo natural como las de India. Es cierto que estos pueblos son siempre en teoría el patrimonio de algún propietario noble, y los campesinos han sido, en época histórica, convertidos en siervos prediales y, en buena parte, personales del señor. Sin embargo, la presión de esta propiedad superior nunca ha aplastado la antigua organización del pueblo, y es probable que la promulgación de ley del Zar de Rusia, que supuestamente introdujo la servitud, fue realmente ideada para que los campesinos abandonaran la cooperación sin la cual el antiguo orden social no podía mantenerse. La aldea rusa parece ser casi una repetición exacta de la comunidad india, en la asunción de una relación agnada entre los aldeanos, en la mezcla de derechos personales con privilegios de propiedad y en una variedad de medidas espontáneas para la administración interna. Pero hay una diferencia importante que observamos con el mayor interés. Los co-propietarios de una aldea hindú, aunque su propiedad esté mezclada, tienen sus intereses distintos, y esta separación de derechos es completa y continúa indefinidamente. La división de derechos es también teóricamente completa en una aldea rusa, pero allí es solamente temporal. Tras el vencimiento de un periodo dado -no en todos los casos de la misma duración- se extingue la propiedad separada, la tierra de la aldea es reunida y, luego, redistribuida entre las familias que componen la comunidad, según su número. Una vez que se ha efectuado esta repartición, se permite de nuevo que los derechos de familias e individuos se separen en varias líneas, que continúan hasta que llega otro periodo de división. Una variación todavía más curiosa de este tipo de propiedad ocurre en algunos de los países que por mucho tiempo formaron una franja de tierra discutible entre el Imperio Turco y las posesiones de la Casa de Austria. En Servia, en Croacia, y en la Eslavonia austriaca, las aldeas constituyen también hermandades de personas que son, a la vez, co-propietarias y parientes; pero allí la administración interna de la comunidad difiere de la que hemos descrito en los dos ejemplos anteriores. Los bienes comunes, en este caso, no son divididos en la práctica, ni se les considera divisibles, sino que toda la tierra es cultivada con el trabajo combinado de todos los aldeanos, y el producto es anualmente distribuido entre todas las familias, a veces de acuerdo a sus pretendidas necesidades, a veces según reglas que dan a ciertas personas particulares una parte fija del usufructo. Los juristas de Europa Oriental remontan todas estas prácticas a un principio que, según ellos, se encuentra en las leves eslavas más antiguas: el principio de que la propiedad de las familias no puede ser dividida a perpetuidad.
El gran interés de estos fenómenos para una investigación como la presente surge de la luz que arrojan sobre el desarrollo de derechos propietarios claros dentro de los grupos que al parecer controlaban originalmente la propiedad. Contamos con abundantes razones para creer que la propiedad perteneció en otro tiempo no a individuos o a familias aisladas, sino a sociedades más amplias compuestas en base al modelo patriarcal. El modo de transición de la propiedad antigua a la moderna, oscuro en el mejor de los casos, habría sido infinitamente más oscuro si varias formas discernibles de comunidades aldeanas no hubieran sido descubiertas y examinadas. Vale la pena prestar atención a las variedades de manejo interno de los grupos patriarcales que son, o fueron, hasta fecha reciente, observables entre razas de sangre indoeuropea. Se dice que los jefes de los clanes escoceses más rudos solían repartir alimentos entre los cabeza de familia bajo su jurisdicción a intervalos muy frecuentes y a veces diariamente. Asimismo, los ancianos de su corporación hacían una distribución periódica a los aldeanos eslavos de las provincias austriacas y turcas, pero, en este caso, se trataba de una distribución una vez por todas del producto total del año. En las aldeas rusas, no obstante, la propiedad dejó de considerarse indivisible y se desarrollaron libremente las solicitudes de derechos propietarios separados, pero luego el progreso de la separación fue absolutamente detenido tras haber sido tolerado durante un cierto tiempo. En India, no sólo no existe la indivisibilidad del fondo común, sino que la propiedad separada en partes puede prolongarse indefinidamente y puede extenderse a cualquier número de propiedades derivadas. La partición de facto de los bienes, sin embargo, está regulada por el uso inveterado, y por la regla en contra de la admisión de extraños sin el consentimiento de la hermandad. No se está tratando de insistir en que estas formas diferentes de la comunidad aldeana representan distintas etapas en un proceso de transmutación que ha sido realizado en todas partes del mismo modo. Pero, aunque los datos no nos autorizan para ir tan lejos, vuelven menos arriesgada la conjetura de que la propiedad privada, en la forma en que la conocemos, fue formada básicamente por el desenredo de los derechos separados de los individuos de los derechos mezclados de una comunidad. Nuestros estudios del Derecho de Gentes parecía mostrarnos a la familia expandiéndose en el grupo agnado de parientes, luego al grupo agnado disolviéndose en familias separadas, y, finalmente, a la familia suplantada por el individuo; pero ahora se insinúa que cada paso en el cambio corresponde a una alteración análoga en la naturaleza de la propiedad. Si hay algo de verdad en la sugerencia, es de notar que afecta materialmente el problema que los teóricos han propuesto generalmente sobre el origen de la propiedad. La cuestión -tal vez insoluble- que más han debatido es: ¿cuáles fueron los motivos que indujeron a los hombres a respetar sus posesiones mutuas? Puede ponerse igualmente, sin mucha esperanza de encontrarle respuesta, en la forma de cualquier averiguación de las razones que llevaron a un grupo compuesto a mantenerse apartado del dominio del otro. Pero, si es verdad que el pasaje más importante de la historia de la propiedad privada es su eliminación gradual de la co-propiedad de los parientes, entonces el gran punto a investigar es idéntico al que yace en el umbral de todo derecho histórico: ¿cuáles fueron los motivos que impulsaron originalmente a los hombres a mantenerse dentro de la unión familiar? A esta pregunta, la jurisprudencia, sin ayuda de otras ciencias, no puede dar respuesta. Solamente puede señalarse el hecho.
El estado indiviso de la propiedad en las sociedades antiguas es consistente con un rigor peculiar respecto de la división que aparece tan pronto como una sola parte es totalmente separada del patrimonio del grupo. Este fenómeno surge, indudablemente, de la circunstancia de que se supone que la propiedad se convierte en dominio de un nuevo grupo, de tal modo que cualquier trato con él, en su estado dividido, es una transacción entre dos cuerpos muy complejos. Ya he comparado el Derecho Antiguo con el Derecho Internacional moderno, respecto al tamaño y complejidad de las asociaciones corporativas, cuyos derechos y deberes estatuye. Como los contratos y escrituras de traspaso conocidas por el Derecho Antiguo son contratos y escrituras de las que son partícipes no individuos aislados, sino grupos organizados de hombres, son, en buena medida, ceremoniales; requieren una variedad de actos simbólicos y palabras ideadas para grabar el asunto en la memoria de todos los que toman parte en él, y exigen la presencia de un número excesivo de testigos. De estas peculiaridades, y otras relacionadas con ellas, proviene el carácter universalmente inmaleable de las antiguas formas de propiedad. A veces, el patrimonio de la familia es absolutamente inalienable, como era el caso entre los eslavos, y todavía más frecuente, aunque las enajenaciones podían no ser enteramente ilegítimas pero resultaban virtualmente impracticables, como entre la mayoría de las tribus germánicas, por la necesidad de tener el consentimiento de un gran número de personas para el traspaso. El acto de traslación de dominio, cuando no existían los anteriores impedimentos, o podían ser separados, está generalmente abrumado por el peso de una ceremonia en la que no podía pasarse por alto ni una jota. El derecho antiguo rehusaba renunciar a un solo gesto, por muy grotesco que éste fuera; a una sola sílaba, por muy olvidado que estuviera su significado; a un solo testigo, por superfluo que fuese su testimonio. Toda la solemnidad debía ser completada por personas legalmente autorizadas a tomar parte en ella o, de otro modo, el traspaso de dominio era nulo, y el vendedor era restablecido en los derechos de los que había tratado, en vano, de deshacerse.
Estos diversos obstáculos a la libre circulación de objetos de uso y disfrute, comienzan naturalmente a hacerse sentir tan pronto como la sociedad ha adquirido un ligero grado de actividad, y los recursos mediante los cuales las sociedades en progreso tratan de superarlos forman el elemento principal de la historia de la propiedad. Entre tales recursos, hay uno que precede al resto por su antigüedad y universalidad. La idea parece haber surgido espontáneamente en un gran número de sociedades primitivas: clasificar la propiedad en clases. Una clase o tipo de propiedad era colocada en una categoría de dignidad más baja que las otras, pero al mismo tiempo, se liberaba de las cadenas que la antigüedad les había impuesto. Posteriormente, la utilidad superior de las reglas que gobernaban el traspaso y herencia de la categoria más baja de propiedad fue reconocida de manera general, y mediante un curso gradual de innovaciones, la ductilidad de la clase menos decorosa de objetos valiosos era comunicada a las clases que de un modo convencional se hallaban más arriba. La historia del Derecho Romano de propiedad es la historia de la asimilación del Res Mancipi al Res Nec Mancipi. La historia de la propiedad en el continente europeo es la historia de la subversión del derecho feudalizado de la tierra por el derecho romanizado del mobiliario, y, aunque la historia de la propiedad en Inglaterra no está en absoluto terminada, es, claramente, el derecho de bienes muebles el que amenaza con absorber y acabar con el derecho de bienes raíces.
La única clasificación natural de los objetos de uso, la única clasificación que corresponde a una diferencia esencial del asunto, es la que los divide en bienes muebles y bienes raíces. A pesar de que esta clasificación es muy familiar en jurisprudencia, el Derecho Romano -del que la heredamos- la desarrolló muy lentamente y sólo la adoptó en su última etapa. Las clasificaciones del Derecho Antiguo guardan a veces un parecido superficial a ésta. Ocasionalmente, dividen la propiedad en categorías, y colocan los bienes raíces en una de ellas; pero, entonces, se descubre que, o bien clasifican con los bienes raíces una serie de objetos que no tienen nada que ver con ellos, o bien los separan de varios derechos con los que guardan una afinidad estrecha. Así, el Res Mancipi del Derecho Romano incluía no sólo tierra, sino también esclavos, caballos y bueyes. El derecho escocés clasificaba junto con la tierra una cierta clase de títulos, y el Derecho Hindú la asociaba con los esclavos. El Derecho Inglés, por otra parte, separa arriendos anuales de tierra de otros intereses del suelo, y los une a los bienes muebles. Asimismo, las clasificasiones del Derecho Antiguo son clasificaciones que implican superioridad e inferioridad, mientras que la distinción entre bienes muebles y bienes raíces, al menos mientras se limitó a la jurisprudencia romana, no implicaba idea alguna de una diferencia en dignidad. Res Mancipi, sin embargo, ciertamente disfrutó, al principio, de una prioridad sobre la Res Nec Mancipi, al igual que la tuvo la propiedad heredada de Escocia y los bienes raíces en toda Inglaterra sobre los bienes muebles a los que estaban opuestos. Los jurisconsultos de todos los países no han ahorrado esfuerzos en tratar de referir estas clasificaciones a algún principio inteligible; pero las razones de la separación tendrán que ser buscadas siempre en vano en la filosofía del derecho: pertenecen no a su filosofía sino a su historia. La explicación que parece cubrir el mayor número de ejemplos es que los objetos de uso apreciados por encima del resto eran formas de propiedad conocidas primero por cada comunidad particular, y muy dignificada por tanto con la designación de propiedad. Por otra parte, los artículos no enumerados entre los objetos favorecidos parecen haber sido colocados en una categoría menor, porque el conocimiento de su valor fue posterior a la época en que se estableció el catálogo de propiedad superior. Fueron al principio desconocidos, raros o limitados en su uso o, alternativamente, vistos como meros apéndices de los objetos privilegiados. Así, aunque la Res Mancipi romana incluía cierto número de bienes muebles de gran valor, sin embargo, las joyas más costosas nunca fueron clasificadas como Res Mancipi, porque los romanos primitivos las desconocían. Del mismo modo se dice que los bienes inmuebles en Inglaterra han sido degradados al nivel de los bienes muebles, dada la escasez y falta de valor de tales posesiones bajo el derecho feudal de la tierra. Pero el punto de interés realmente importante es la continua degradación de estas mercancías cuando su importancia había aumentado y su número se había multiplicado. ¿Por qué no fueron sucesivamente incluidos entre los objetos de uso favorecidos? Una razón se encuentra en la terquedad con que el Derecho Antiguo se apega a sus clasificaciones. Es una característica de las mentes ineducadas y de sociedades primitivas el que sean poco capaces de concebir una regla general aparte de las aplicaciones particulares en que están prácticamente familiarizadas. No pueden disociar un término general o máxima a partir de los ejemplos especiales que encuentran en su experiencia diaria, y, de este modo, la designación que cubre las formas mejor conocidas de propiedad es denegada a artículos que se le parecen exactamente al ser objetos de uso y sujetos de derecho. Pero a estas influencias, que ejercen fuerza peculiar en un asunto tan estable como el derecho, se añaden después otras más consistentes con el progreso de la civilización y con las concepciones de utilidad general. Tribunales y jurisconsultos se vuelven por fin receptivos a la inconveniencia de las formalidades estorbosas requeridas para el traspaso, recuperación o devolución de las mercancías favorecidas, y se hacen cada vez más reacios a encabezar las descripciones más nuevas de propiedad con los impedimentos técnicos que caracterizaron la infancia del derecho. De ahí que surja una inclinación a mantener estos últimos en una categoría menor en las disposiciones de jurisprudencia, y a permitir su traslado por procesos más simples que aquellos que, en traspasos de dominio arcaicos, sirven de obstáculos a la buena fe y de escalón al fraude. Tal vez estemos en peligro de infravalorar los inconvenientes de los modos antiguos de traspaso. Nuestros instrumentos de traspaso de dominio son escritos, de tal modo que su lenguaje, bien estudiado por el escritor profesional, es raramente defectuoso en cuanto a su exactitud. Pero un traspaso de dominio antiguo no era escrito, sino actuado. Gestos y palabras ocupaban el lugar de la fraseología técnica escrita, y cualquier fórmula pronunciada mal, o un acto simbólico omitido, habría viciado la transacción tan fatalmente como un error material en sentar los usos o establecer los restos habría, hace doscientos años, viciado una escritura inglesa. Los daños del ceremonial arcaico quedan, aun así, enunciados solamente a medias. Mientras se requieran traspasos de poder elaborados, escritos o actuados, para la enajenación de tierras, las probabilidades de error no son considerables en el traspaso de una clase de propiedad que raramente se hace con precipitación. Pero el tipo superior de propiedad en el mundo antiguo comprendía no sólo tierras sino también algunos de los bienes muebles más comunes y valiosos. Una vez que las ruedas de la sociedad comenzaron a moverse con rapidez, debe haber causado un trastórno inmenso exigir una forma muy complicada de traspaso para un caballo o un buey, o para aquella costosa mercancía del mundo antiguo: el esclavo. Este tipo de efectos debe haberse traspasado ordinariamente mediante formas incompletas, y detentadas de este modo, bajo títulos imperfectos.
Las Res Mancipi del viejo Derecho Romano eran tierras -en época histórica, tierras en suelo italiano-, además de bestias de carga, como caballos y bueyes. No hay duda alguna de que los objetos que componían la categoría eran instrumentos de trabajo agrícola, implementos de máxima importancia entre un pueblo primitivo. Tales artículos, me imagino, al principio fueron denominados Cosas o Propiedad, y el modo de traspaso para transferirlos se llamaba Mancipium o Mancipación. Probablemente no fue hasta mucho más tarde que recibieron la apelación distintiva Res Mancipi, Cosas que requieren mancipación. A su lado deben haber existido o surgido una serie de objetos, para los que no valía la pena insistir en la ceremonia completa de mancipación. Bastaba si, al transferir a estas últimas de propietario en propietario, se utilizaba una parte solamente de las formalidades ordinarias, a saber, la entrega real, cesión física, o tradición, que es el índice más obvio de un cambio de propiedad. Esos objetos constituían las Res Nec Mancipi de la antigua jurisprudencia, cosas que no requieren mancipación, probablemente poco apreciadas al principio, y que no pasaban a menudo de un grupo de propietarios a otro. No obstante, mientras que la lista de las Res Mancipi fue cerrada irrevocablemente, la de las Res Nec Mancipi sufrió una expansión indefinida, y de ahí en adelante cada conquista nueva del hombre sobre la naturaleza añadía un objeto al Res Nec Mancipi, o realizaba una mejoría de las ya reconocidas. Insensiblemente, se pusieron en igualdad de condiciones a las Res Mancipi y al disiparse de este modo la impresión de una inferioridad intrínseca, el hombre comenzó a observar las múltiples ventajas de la simple formalidad que acompañaba su traspaso en comparación con el ceremonial más complicado y venerable. Dos de los agentes del mejoramiento legal, Ficciones y Equidad, fueron constantemente empleados por los jurisconsultos romanos para dar los efectos prácticos de una Mancipación a una Entrega: y aunque los legisladores romanos evitaron mucho tiempo dictar que el derecho de propiedad de una Res Mancipi debería ser transferido de inmediato mediante la simple entrega del artículo, sin embargo aun este paso fue dado finalmente por Justiniano, de cuya jurisprudencia desaparece la diferencia entre Res Mancipi y Res Nec Mancipi, y la tradición o entrega se convierte en el gran traspaso de poder reconocido por la ley. La marcada preferencia que muy pronto otorgaron los jurisconsultos romanos a la tradición les llevó a asignarle un lugar en su teoría que ha ayudado a separar sus principios modernos de su verdadera historia. Se clasificó entre los modos naturales de adquisición, porque era generalmente practicado entre las tribus indias, y porque se trataba de un proceso que alcanzaba su objeto por el mecanismo más sencillo. Si se analizan detenidamente las expresiones de los jurisconsultos, indudablemente implican que la tradición, que pertenece al Derecho Natural, es más antigua que la Mancipación, que es una institución de la sociedad civil, y esto, no necesito decirlo, es el reverso exacto de la verdad.
La distinción entre Res Mancipi y Res Nec Mancipi es el prototipo de una clase de distinciones a la que debe mucho la civilización. Se trata de distinciones que se presentan en toda una masa de objetos, colocando a unos cuantos en una clase, y relegando al resto a una categoría inferior. Las clases inferiores de propiedad son, al principio, por desdén y descuido, relevadas de las ceremonias intrincadas que deleitaban al derecho primitivo, y así, posteriormente, en otra etapa del progreso intelectual, los métodos slmples de traspaso y cobranza comenzaron a servir como modelo que condenaba, por su utilidad y sencillez, las solemnidades engorrosas heredadas de tiempos pasados. Pero, en algunas sociedades, las trabas en que se hallaba envuelta la propiedad eran demasiado complicadas y estrictas como para aflojarse de un modo tan fácil. Siempre que un hindú tenía un hijo varón, de acuerdo al Derecho de la India, el niño tenía derechos sobre la propiedad del padre y este último necesitaba su consentimiento para enajenarla. En el mismo sentido, el uso general de los viejos pueblos germánicos -es notable el que las costumbres anglosajonas parecen haber sido una excepción- prohibía enajenaciones sin el consentimiento de los hijos varones, y el derecho primitivo de los eslavos las tenían completamente prohibidas. Es evidente que impedimentos como estos no pueden ser superados por una distinción entre clases de propiedad, por cuanto la dificultad se extiende a objetos de todas clases, y, en consecuencia, el Derecho Antiguo una vez metido en el camino del mejoramiento, los encuentra con una distinción de otro carácter, una distinción que clasifica la propiedad, no de acuerdo a su naturaleza sino a su origen. En la India, donde existen huellas de los dos sistemas de clasificación, el que estamos considerando se halla ejemplificado en la diferencia que el Derecho Hindú establece entre herencias y adquisiciones. La propiedad heredada del padre es compartida por los hijos tan pronto como nacen, pero de acuerdo a la costumbre de la mayoría de las provincias, las adquisiciones que hace durante su vida son totalmente suyas, y puede legarlas como quiera. Una distinción similar había sido adoptada por el Derecho Romano, en el cual la innovación más temprana de los poderes paternos asumió la forma de un permiso dado al hijo de quedarse con lo que hubiese adquirido durante su servicio militar. Pero el uso más amplio de este modo de clasificación parece haber sido hecho por los germánicos. Ya he señalado repetidamente que el alodio, aunque no inalienable, sólo era transferible en general con grandes dificultades, y además recaía exclusivamente en los parientes agnados. De ahí que se reconociesen una extraordinaria variedad de distinciones, todas ideadas para disminuir los inconvenientes inseparables de la propiedad alodial. El wehrgeld, por ejemplo, o arreglo por el homicidio de un pariente, que ocupa un espacio tan amplio en la jurisprudencia germánica, no formaba parte del dominio familiar, y era heredado según reglas de sucesión totalmente diferentes. De modo similar, el reipus, o multa impuesta al matrimonio de una viuda, no entraba al alodio de la persona a quien se le pagaba, y seguía una línea de traspaso en que se olvidaban los privilegios de los agnados. El derecho, asimismo, como entre los hindúes, distínguía las adquisiciones del jefe de la familia de su propiedad heredada, y le permitía ocuparse de ellas en condiciones mucho más liberales. También se admitían clasificaciones de otro tipo, y la distinción familiar entre tierra y bienes muebles; pero la propiedad mueble estaba dividida en varias categorías subordinadas, a cada una de las cuales se aplicaban reglas diferentes. Esta abundancia de clasificaciones, que puede extrañarnos en un pueblo tan rudo como los conquistadores germánicos del Imperio, hay que explicarla sin duda por la presencia en su sistema de muchos elementos del Derecho Romano, absorbidos por ellos durante su larga existencia en los confines de los dominios romanos. No es difícil remontar un gran número de reglas que regulan el traspaso y partición de los bienes que se hallaban fuera del alodio a su fuente en la jurisprudencia romana, de la que fueron tomadas en diversos periodos y de un modo fragmentado. No contamos ni con los medios para hacer conjeturas sobre cuántos obstáculos hubo que superar mediante esos artificios para la libre circulación de la propiedad, pues las distinciones señaladas no tienen historia moderna. Como expliqué anteriormente, la forma alodial de propiedad fue perdida por completo en la feudal, y cuando se consolidó el feudalismo, quedó prácticamente sólo una distinción de todas las que habían sido conocidas en el mundo occidental: la distinción entre tierra y mercancías, bienes raíces y bienes muebles. Externamente esta distinción era la misma que había finalmente aceptado el Derecho Romano, pero el derecho de la Edad Media difería del romano en que consideraba la propiedad inmueble claramente más digna que la propiedad mueble. Sin embargo, este ejemplo es suficiente para mostrar la importancia de la clase de recursos a que pertenece. En todos los países gobernados por sistemas basados en los códigos franceses, es decir, en la mayor parte de Europa, el derecho de bienes muebles, que fue siempre Derecho Romano, ha superado y anulado el derecho feudal de la tierra. Inglaterra es el único país de importancia en el que esta transmutación, aunque ha recorrido cierto camino, casi no se ha realizado. También puede añadirse que Inglaterra es el único país europeo importante en el que la separación de bienes raíces y bienes muebles ha sido, en cierto modo, alterada por las mismas influencias que hicieron desviarse a las antiguas clasificaciones de la única que está apoyada por la naturaleza. En conjunto, la distinción inglesa ha sido entre tierra y objetos; pero cierta clase de objetos ha ido como parte de la tierra, y una cierta clase de intereses en las tierras han sido clasificados, por razones históricas, como bienes muebles. Este no es el único ejemplo en que la jurisprudencia inglesa, al mantenerse aparte de la corriente principal de modificación legal, ha reproducido fenómenos de derecho arcaico.
Deseo hacer observar uno o dos artificios más por los que los obstáculos antiguos -el esquema de este tratado sólo me permite mencionar los de gran antigüedad- del derecho propietario fueron exitosamente relajados. Es necesario detenerse un momento sobre uno en particular porque las personas que desconocen la historia primitiva del derecho no serán fácilmente persuadidas de que un principio, cuyo reconocimiento ha sido obtenido por la jurisprudencia moderna muy lenta y dificultosamente, era de hecho muy conocido en la infancia de la ciencia legal. No existe un solo principio en el derecho, a pesar de su carácter benéfico, que el hombre moderno haya sido tan reacio a adoptar y a llevar a sus consecuencias legitimas como el conocido por los romanos por usucapión y que ha llegado a la jurisprudencia moderna bajo el nombre de Prescripción. Era una regla positiva del más viejo Derecho Romano, una regla más vieja que las Doce Tablas: que los objetos que han sido poseídos ininterrumpidamente por un cierto periodo devenían propiedad del poseedor. El periodo de posesión era extremadamente corto -uno o dos años, según la naturaleza de los objetos- y, en tiempos históricos, la usucapión solamente operaba cuando la posesión había comenzado de un modo particular; pero creo probable que en una época menos avanzada la posesión fuera convertida en posesión bajo condiciones aun menos severas de lo que leemos en nuestras autorIdades. Como he dicho antes, estoy lejos de afirmar que el respeto de los hombres por la posesión de facto fuese un fenómeno del que la jurisprudencia podría responder por sí misma. Sin embargo, es muy necesario señalar que las sociedades primitivas, al adoptar el principio de usucapión, no estuvieron bloqueadas por ninguna de las dudas especulativas y vacilaciones que han impedido su acogida entre los jurisconsultos modernos. Las prescripciones fueron consideradas por los jurisconsultos modernos, primero, con repugnancia, luego, con renuente aprobación. En varios países, incluido el nuestro, la legislación por mucho tiempo rehusó avanzar más allá del burdo recurso de exceptuar todas las acciones basadas en una injusticia, que había sido cometida antes de un momento determinado, generalmente el primer año de algún reinado precedente. Hasta que la Edad Media tocó a su fin, y Jacobo I subió al trono de Inglaterra, tampoco obtuvimos un verdadero estatuto de limitación, por imperfecto que fuese. Esta tardanza en copiar uno de los apartados más famosos del Derecho Romano, que era sin duda leído constantemente por la mayoría de los abogados europeos, la debe el mundo moderno a la influencia del Derecho Canónico. Las costumbres eclesiásticas de las que surgió el Derecho Canónico, interesadas como estaban en intereses sagrados o cuasi-sagrados, consideraban muy naturales los privilegios que conferían, y sentían que no debían perderse por desuso, por muy prolongado que éste fuese. De acuerdo con este punto de vista, la jurisprudencia espiritual, cuando se consolidó posteriormente, se distinguió por una tendencia marcada en contra de las prescripciones. Cuando los jurisconsultos eclesiásticos sostuvieron al Derecho Canónico como modelo de legislación seglar, éste obtuvo una influencia peculiar sobre los primeros principios. Dio al cuerpo consuetudinario, que se formó en toda Europa, muchas menos reglas explícitas que el Derecho Romano, pero luego parece haber contagiado de prejuicios a la opinión profesional sobre un número sorprendente de puntos fundamentales, y las tendencias así surgidas ganaron progresivamente fuerza, a medida que se desarrolló cada sistema legal. Una de las disposiciones que produjo fue aversión hacia las prescripciones, pero no sé si este prejuicio habría operado tan poderosamente como lo hizo, si no se hubiera alineado con la doctrina de los juristas escolásticos de la secta realista, quienes enseñaban que, independientemente del sesgo que tome la legislación presente, un derecho, por muy abandonado que haya estado, era de hecho indestructible. Los restos de este estado de opinión subsisten todavía. Siempre que se discute seriamente la filosofía del derecho, las preguntas sobre la base teórica de la prescripción son calurosamente debatidas, y es todavía un punto de gran interés en Francia y Alemania decidir si una persona que ha estado desposeída un cierto número de años es privada de su posesión como una pena por su negligencia, o la pierde mediante la interposición sumaria de la ley en su deseo de tener un finis litium. Pero tales escrúpulos no preocupaban a la mente de la antigua sociedad romana. Sus antiguos usos quitaban directamente la propiedad a cualquiera que hubiese estado desposeído, bajo ciertas circunstancias, durante uno o dos años. No es fácil decir cuál era el método exacto de la regla de usucapión en su forma más temprana; pero, tomada con las limitaciones que hallamos en los libros, era una protección muy útil contra los daños de un sistema de traspaso de dominio muy molesto. Para tener el beneficio de usucapión, era necesario que la posesión opuesta hubiera comenzado de buena fe, esto es, en la creencia por parte del poseedor de que estaba adquiriendo la propiedad legalmente. Se requería además que el objeto le hubiera sido transferido mediante algún medio de enajenación que fuese, al menos, reconocido por la ley, por desproporcionado que fuese conferir un titulo completo en el caso particular. En el caso de una mancipación, por descuidada que hubiera sido la realización, si había sido llevada hasta el punto de implicar una tradición o entrega, el defecto del titulo se corregía por la usucapión en dos años como máximo. No tengo conocimiento de prácticas romanas que justifiquen tan merecidamente su genio legal como el uso que hicieron de la usucapión. Las dificultades que los asaltaron fueron casi las mismas que pusieron en aprietos y todavía estorban a los jurisconsultos ingleses. Debido a la complejidad de su sistema -todavía no tenían ni el valor ni el poder de reconstruirlo- los derechos existentes constantemente diferían de los derechos técnicos; la propiedad justa difería de la legal. Pero la usucapión, tal como la manipulaban los jurisconsultos proporcionaba una maquinaria automática mediante la cual los defectos de los títulos de propiedad estaban siempre en camino de corregirse, y por medio de la que las propiedades que estaban temporalmente separadas volvían a cimentarse con el retraso más breve posible. La usucapión no perdió sus ventajas hasta las reformas de Justiniano. Pero tan pronto como se fusionaron derecho y equidad, y la mancipación dejó de ser la traslación de dominio romana, no hubo ya necesidad del antiguo artificio, y la usucapión, ya aplazada por mucho tiempo, se convirtió en la prescripción que ha sido finalmente adoptada por casi todos los sistemas de derecho moderno.
Voy a hacer solamente una breve mención de otro recurso que tenía el mismo objeto que el último. Aunque no hizo inmediatamente aparición en la historia legal inglesa, su antigüedad era inmemorial en el Derecho Romano. De hecho, su edad aparente es tal que algunos jurisconsultos alemanes, no suficientemente informados de la luz arrojada sobre el asunto por las analogías del Derecho Inglés, la creyeron todavía más vieja que la mancipación. Hablo del Cessio in Jure, una recuperación colusoria en un tribunal de propiedad que trata de traspasarse. El demandante establecía el asunto de este proceso mediante las formas ordinarias de un litigio; el acusado se rebelaba -no presentándose- y el objeto era naturalmente entregado al demandante. Apenas necesito recordarle a un abogado inglés que este artilugio se le ocurrió a nuestros antepasados, y produjo aquellas famosas multas y sentencias favorables que tanto contribuyeron a deshacer los obstáculos más severos del derecho feudal de la tierra. Los artificios romanos e ingleses tienen mucho en común y se ejemplifican mutuamente, pero hay una diferencia entre ellos: el objeto de los jurisconsultos ingleses era suprimir complicaciones ya introducidas en el titulo, mientras que los jurisconsultos romanos buscaban evitarlos sustituyendo un modo de traspaso necesariamente intachable por uno que demasiado a menudo se malograba. De hecho, este tipo de recurso aparece tan pronto como los tribunales es encuentran operando normalmente, pero todavía se hallan bajo el dominio de nociones primitivas. En un estado avanzado de la opinión legal, los tribunales consideran el litigio colusorio como un abuso de sus procedimientos judiciales, pero siempre ha habido un tiempo en que, si sus formas eran escrupulosamente observadas, nunca pensaron en mirar más allá.
La influencia de los tribunales y de sus procedimientos sobre la propiedad ha sido muy vasta, pero el tema es demasiado amplio para las dimensiones de este tratado y nos llevaría más lejos en el curso de la historia legal de lo que es consistente con su esquema. Es deseable, sin embargo, mencionar que debemos atribuir a esta influencia la importancia de la distinción entre propiedad y posesión ~no realmente la distinción en sí, que (en el lenguaje de un eminente jurisconsulto inglés) es la misma cosa que la distinción entre el derecho legal de influir sobre algo y el poder físico de hacerlo- sino la extraordinaria importancia que la distinción ha obtenido en la filosofía del derecho. Pocas personas cultas son tan poco versadas en la literatura legal como para no haber oído que el lenguaje de los jurisconsultos romanos en el tema de la posesión ocasionó mucho tiempo una perplejidad enorme, y que el genio de Savigny se demostró al dar con la solución del enigma. El término posesión, de hecho, cuando es utilizado por los jurisconsultos romanos, parece haber contraído un cierto matiz no fácilmente explicable. La palabra, por su etimología, tiene que haber denotado originalmente contacto físico fijo o intermitente; pero, utilizada sin ningún epíteto calificativo, significa no simplemente retención física, sino retención física junto con la intención de mantener la cosa como propia. Savigny, siguiendo a Niebuhr, percibió que esta anomalía sólo podía tener un origen histórico. Señaló que los Patricios de Roma, quienes se habían convertido en arrendatarios de la mayor parte de los dominios públicos con rentas nominales, eran, a ojos del viejo Derecho Romano, nuevos poseedores, pero eran poseedores que pensaban mantener su tierra en contra de todo el que llegara. Adelantaron una reclamación casi idéntica a la que ha sido recientemente propuesta en Inglaterra por los arrendatarios de tierras eclesiásticas. Admitiendo que, en teoría, eran arrendatarios a discreción del Estado, afirmaban que el tiempo y el uso imperturbado habían madurado su tenencia en una especie de propiedad, y que sería injusto arrojarlos con el propósito de redistribuir la tierra. La asociación de esta demanda con las tenencias Patricias, influyó permanentemente el sentido de posesión. Mientras los únicos remedios legales de los que podían aprovecharse los arrendatarios -en caso de ser expulsados o amenazados con problemas-, eran los Interdictos Posesorios, procesos sumarios de Derecho Romano que eran, ya sea expresamente ideados por el pretor para su protección, ya sea, según otra teoría, que habían sido empleados en tiempos anteriores para el mantenimiento provisional de las posesiones mientras se arreglaban las cuestiones de los derechos legales. Se vino a entender, por tanto, que todo el mundo que poseía propiedad como propia tenía el poder de requerir los Interdictos, y, mediante un sistema de alegación muy artificial, el proceso interdictal se moldeó en una forma adecuada para el juicio de reclamaciones conflictivas sobre una posesión disfrutada. Luego comenzó un movimiento que, como señaló Mr. John Austin, se reprodujo exactamente en el Derecho Inglés. Los propietarios, domini, comenzaron a preferir las formas más sencillas o el curso más rápido del Interdicto a las formalidades demoradoras e intrincadas de la acción real y, con el fin de aprovechar el remedio posesorio, recurrieron a la posesión que se suponía estaba involucrada en la propiedad. La libertad concedida a personas que no eran verdaderos poseedores, sino dueños, de reivindicar sus derechos mediante remedios posesorios, aunque al principio pueda haber sido una bendición, finalmente tuvo el efecto de deteriorar seriamente la jurisprudencia inglesa y romana. El Derecho Romano le debe los artificios sobre el asunto de la posesión que contribuyeron tanto a desacreditarlo, mientras que el Derecho Inglés, después que las acciones que destinó a la recuperación de bienes raíces cayeron en la confusión más incurable, se libró de todo el embrollo mediante un remedio heroico. Nadie puede dudar que fue un beneficio público la virtual abolición de los procesos reales ingleses que tuvieron lugar hace casi treinta años. Sin embargo, personas sensibles a la armonía de la Jurisprudencia lamentarán que, en lugar de limpiar, mejorar y simplificar los verdaderos procesos propietarios, los sacrificamos a la acción posesoria del desahucio, basando de este modo nuestro sistema de recuperación de tierra en una ficción legal.
Los tribunales legales han contribuido poderosamente a formar y modificar concepciones del derecho propietario por medio de la distinción entre Derecho y Equidad, que siempre hace su primera aparición al distinguir jurisdicciones. La propiedad equitativa en Inglaterra es simplemente propiedad conservada bajo la jurisdicción del Tribunal de Chancillería. En Roma, el Edicto Pretoriano introdujo sus nuevos principios bajo capa de una promesa de que, en determinadas circunstancias, una acción o un alegato particulares serían concedidos, y, en consecuencia, la propiedad in bonis, o propiedad equitativa, del Derecho Romano era propiedad exclusivamente protegida por compensaciones cuya fuente estaba en el Edicto. El mecanismo por el que los derechos equitativos se salvaron de ser anulados por las demandas del dueño legal era algo diferente en los dos sistemas. Entre nosotros, su independencia está asegurada por el Entredicho del Tribunal de Chancillería. Puesto que, no obstante, el Derecho y la Equidad, aunque todavía no consolidados, eran administrados bajo el sistema romano por el mismo tribunal, nada parecido al entredicho era requerido, y el Magistrado tomaba el curso más sencillo de rehusar a otorgar al dueño -según el Derecho Civil- aquellos expedientes y respuestas del acusado por las que sólo podía obtener la propiedad que en justicia pertenecía a otro. Pero la operación práctica de los dos sistemas era casi la misma. Los dos, por medio de una distinción en el procedimiento, pudieron conservar nuevas formas de propiedad en una especie de existencia provisional, hasta que llegase el momento en que fueran reconocidas por todo el derecho. De este modo, el pretor romano dio derecho inmediato de propiedad a la persona que había adquirido una Res Mancipi, mediante una mera entrega, sin esperar a la maduración de la usucapión. De modo similar, con el tiempo reconoció la propiedad del acreedor hipotecario que, al principio, había sido un mero depositario, y del enfiteuta, o arrendatario que estaba sujeto a una venta fija perpetua. El Tribunal de Chancillería inglés, siguiendo una línea paralela de progreso, creó una propiedad especial para el acreedor hipotecario, para el fideicomiso Cestui que, para la mujer casada, que obtenía la ventaja de una clase particular de arreglo, y para el comprador que no había adquirido todavía una propiedad legal completa. Todos estos son ejemplos en los que distintas formas de derechos propietarios, claramente nuevos, eran reconocidas y conservadas. Pero indirectamente la propiedad ha sido afectada de mil modos por la equidad en Inglaterra y en Roma. En cualquier apartado de la jurisprudencia en que sus autores metieran el poderoso instrumento a su alcance, estaban seguros de encontrar, tocar, y más o menos cambiar materialmente el derecho de propiedad. Cuando, en las páginas anteriores, he hablado de que ciertas distinciones y recursos legales antiguos afectaron poderosamente la historia de la propiedad, debe entenderse que quiero decir que la mayor parte de su influencia ha surgido de las sugerencias e insinuaciones infundidas por ellos en la atmósfera mental que fue respirada por los fabricadores de los sistemas equitatlvos.
Sin embargo, describir la influencia de la equidad sobre la propiedad significaría escribir su historia hasta nuestros días. La he aludido, principalmente, porque varios escritores contemporáneos muy estimados han pensado que en la separación romana de la propiedad equitativa de la legal tenemos la clave de aquella diferencia en la concepción de propiedad, que, aparentemente, distingue al derecho de la Edad Media del derecho del Imperio Romano. La principal característica de la concepción feudal es su reconocimiento de una doble propiedad: la propiedad superior del señor del feudo coexistiendo con la propiedad inferior o bienes del arrendatario. Ahora bien, esta duplicación del derecho propietario, se insiste, se asemeja mucho a una forma generalizada de la distribución de derechos romanos sobre la propiedad en Quiritaria o legal, y (para usar una palabra de origen posterior) Bonitarian o equitativa. El mismo Gayo observa que la división de un dominio en dos partes es una singularidad del Derecho Romano y, expresamente, la contrasta con la propiedad entera o alodial a que estaban acostumbradas otras naciones. Es cierto que Justiniano reconsolidó el dominio en uno, pero los bárbaros no estuvieron en contacto varios siglos con la jurisprudencia de Justiniano sino con el sistema parcialmente reformado del Imperio de Occidente. Mientras permanecieron en los márgenes del Imperio tal vez aprendieron esta distinción que, luego, dio tantos frutos. En favor de esta teoría debe admitirse, de cualquier modo, que el elemento de Derecho Romano en los varios cuerpos ha sido muy imperfectamente examinado. Las teorías erróneas o insuficientes que han servido para explicar el feudalismo se asemejan en su tendencia a distraer la atención de este particular ingrediente de su carácter. Los investigadores más viejos que han tenido muchos seguidores en este país, prestaron una importancia exclusiva a las circunstancias del periodo turbulento durante el que maduró el sistema feudal, y, en tiempos posteriores, se ha añadido una nueva fuente de error a las ya existentes: el orgullo nacionalista que ha llevado a los escritores alemanes a exagerar la integridad de la obra social que sus antepasados habían elaborado antes de hacer su aparición en el mundo romano. Uno o dos investigadores ingleses que buscaron en el lugar adecuado las bases del sistema feudal no lograron, sin embargo, conducir sus investigaciones a resultados satisfactorios, ya sea porque buscaron de un modo exclusivo analogías en las compilaciones de Justiniano, o porque limitaron su atención a los compendios del Derecho Romano que se encuentran anexados a algunos de los códigos bárbaros existentes. Pero, si la jurisprudencia romana ejerció alguna influencia en las sociedades bárbaras, probablemente había producido la mayoría de sus efectos antes de la legislación de Justiniano, y antes de la preparación de estos compendios. En mi opinión, el esqueleto de las usanzas bárbaras fue revestido, no con la reformada y purificada jurisprudencia de Justiniano, sino con el sistema mal ordenado que prevalecía en el Imperio de Occidente, y al que el Corpus Juris de Oriente nunca consiguió desplazar. Es de suponer que el cambio tuvo lugar antes de que tribus germánicas se hubieran claramente apropiado, como conquistadoras, de alguna porción de los dominios romanos y, por tanto, antes de que los monarcas germánicos hubieran mandado redactar breviarios de Derecho Romano para el uso de sus súbditos romanos. Cualquiera que pueda apreciar la diferencia entre derecho arcaico y derecho desarrollado sentirá la necesidad de alguna hipótesis de este tipo. Toscas como son las Leges Barbarorum que nos quedan, no son lo bastante toscas para satisfacer la teoría de un origen puramente bárbaro; tampoco tenemos razón alguna para creer que hemos recibido, en protocolos escritos, más que una fracción de las reglas fijas que eran practicadas entre ellos por los miembros de las tribus conquistadoras. Si podemos persuadirnos de que muchos elementos del Derecho Romano, adulterados, ya existían en los sistemas bárbaros, habremos hecho algo por remover una grave dificultad. El Derecho Germánico de los conquistadores y el Derecho Romano de sus súbditos no se habría combinado si no hubieran tenido más afinidad mutua de la que tiene la jurisprudencia refinada respecto de las costumbres de los salvajes. Es muy probable que los códigos de los bárbaros, arcaicos como parecen, sean solamente un compuesto de usanzas verdaderamente primitivas y reglas romanas entendidas a medias, y que el ingrediente extranjero les permitió juntarse con una jurisprudencia romana que ya había retrocedido un poco de la forma relativamente acabada que había adquirido bajo los emperadores de Occidente.
Pero, aunque hay que admitir todo esto, existen varias consideraciones que vuelven improbable que la forma feudal de propiedad fuese sugerida directamente por la duplicación romana de los derechos dominicales. La distinción entre propiedad legal y equitativa parece de una sutileza difícilmente apreciada por los bárbaros, y, además, apenas pueden entenderse si no se imaginan unos tribunales en funcionamiento. Pero la razón más fuerte contra esta teoría es la existencia, en el Derecho Romano, de una forma de propiedad -una creación de la Equidad, es cierto- que proporciona una explicación mucho más simple de la transición de un conjunto de ideas al otro. Se trata de la enfiteusis, a la que se atribuye a menudo la paternidad del feudo de la Edad Media, aunque sin mucho conocimiento de la participación exacta que tuvo en traer al mundo la propiedad feudal. Lo cierto es que la enfiteusis, probablemente no conocida todavía por su designación griega, marca una etapa en una corriente de ideas que llevó finalmente al feudalismo. En la historia romana, la primera mención de haciendas más grandes de las que podía trabajar un Paterfamilias con sus hijos y esclavos, ocurre cuando nos topamos con las posesiones de los Patricios romanos. Estos grandes propietarios no parecen haber concebido la idea de un sistema de cultivo por medio de arrendatarios libres. Sus latifundia, al parecer, eran trabajados en todas partes por cuadrillas de esclavos, dirigidos por capataces que eran a su vez esclavos o libertos. La única organización ensayada parece haber consistido en dividir los esclavos inferiores en pequeños cuerpos, y hacerlos el peculium de la clase mejor y más confiable, que de este modo adquiría un cierto interés en la eficiencia de su trabajo. Este sistema era, sin embargo, especialmente desventajoso para una clase de propietarios: los municipios. Los funcionarios en Italia eran cambiados con una rapidez sorprendente -aun en la misma administración de Roma-; de tal modo que la dirección de un dominio territorial grande por una corporación italiana debe haber sido excesivamente imperfecto. En consecuencia, junto con los municipios se comenzó la práctica de rentar agri vectigules, esto es, de arrendar la tierra a perpetuidad a un arrendatario libre a un alquiler fijo y bajo ciertas condiciones. El plan fue luego extensamente imitado por propietarios individuales, y al arrendatario cuya relación con el dueño había sido originalmente determinada por su contrato, el pretor le reconoció posteriormente un derecho a una propiedad restringida, que, con el tiempo, fue conocida por enfiteusis. A partir de este punto la historia de la tenencia se divide en dos ramas. En el curso de ese largo periodo del Imperio Romano, del que tenemos testimonios muy incompletos, las cuadrillas de esclavos de las grandes familias romanas se transformaron en los coloni, cuyo origen y situación constituyen una de las cuestiones más oscuras de toda la historia. Se podría sospechar que se formaron en parte por la elevación de los esclavos, y, en parte, por la degradación de los agricultores libres, y que demuestran que las clases más ricas del Imperio Romano se habían dado cuenta del valor creciente que obtiene la propiedad territorial cuando el agricultor tiene interés en el producto de la tierra. Sabemos que su servidumbre era predial; que exigía muchas de las características de la esclavitud absoluta, y que pagaban su servicio al señor al entregarle una porción determinada de la cosecha anual. Sabemos, además, que sobrevivieron a todos los cambios sociales en el mundo antiguo y en el moderno. Aunque incluidos en las escalas más bajas de la estructura feudal, continuaron en muchos países entregando al señor precisamente las mismas cuotas que habían pagado al dominus romano, y de una clase particular entre ellos, los coloni medietarii, que reservaban la mitad del producto para el señor, desciende el inquilinato metayer, que todavía prosigue con el cultivo del suelo en casi todo el sur de Europa. Por otra parte, la enfiteusis, si así podemos interpretar las alusiones a ella en el Corpus Juris, se convirtió en una modificación de la propiedad favorita y benéfica, y puede conjeturarse que dondequiera que existieron agricultores, esta tenencia fue la que reguló sus intereses en la tierra. El pretor, como ya se ha dicho, trataba al enfiteuta, como a un verdadero propietario. Cuando era expulsado, se le permitía reintalarse mediante una acta legal, la insignia distintiva del derecho propietario, y estaba protegido de molestias que le pudiera ocasionar el autor de su arriendo mientras que el canon, o censo para librarse del servicio feudal, fuese pagado. Pero, al mismo tiempo, no debe suponerse que la propiedad del autor del arriendo estaba extinta o inactiva. Se mantenía viva mediante un poder de reingreso o no pago de la renta, un derecho de prioridad en caso de venta, y un cierto control sobre el modo de cultivo. Tenemos, por tanto, en la enfiteusis un ejemplo sorprendente de la doble propiedad que caracterizó a la sociedad feudal, y que, además, es más simple y más fácilmente imitable que la yuxtaposición de derechos legales y equitativos. La historia de la tenencia romana no termina, sin embargo, en este punto. Tenemos pruebas claras de que entre las grandes fortalezas que, colocadas a lo largo del Rin y del Danubio, aseguraron por mucho tiempo la frontera del Imperio contra sus vecinos bárbaros, se extendía una sucesión de franjas de tierra, los agri limitrophi que se hallaban ocupados por veteranos del ejército romano bajo los términos de una enfiteusis. Había una propiedad doble. El Estado romano era el dueño del suelo, pero los soldados lo cultivaban sin molestias en cuanto estuvieran dispuestos a ser reclutados para el servicio militar siempre que la situación de las fronteras así lo requiriese. De hecho, una especie de deber de guarnición -un sistema muy parecido al de las colonias militares de la frontera austro-turca- había sustituido al censo para librarse del servicio feudal que era el servicio del infiteuta ordinario. Parece imposible poner en duda que este no fuese el precedente copiado por los monarcas bárbaros que fundaron el feudalismo. Lo habían tenido ante sus ojos durante algunos cientos de años, y muchos de los veteranos que vigilaban la frontera eran, es importante recordarlo, de origen bárbaro, y probablemente hablaban las lenguas germánicas. La proximidad de un modelo tan fácilmente seguido no sólo explica de dónde sacaron los soberanos francos y lombardos la idea de asegurar el servicio militar de sus seguidores mediante la concesión de algunas partes de sus dominios públicos, sino que también explica la tendencia aparecida inmediatamente después de que las prebendas se volvieron hereditarias, pues una enfiteusis, aunque capaz de ser moldeada a los términos del contrato original, sin embargo recaían por regla general en los herederos del concesionario. Es cierto que el tenedor de una prebenda, y más recientemente, el señor de uno de aquellos feudos en que se transformaron las prebendas, parece que debía ciertos servicios que no es probable que prestaran los colonos militares, y, ciertamente, no eran prestados por el enfiteuta. El deber de respeto y gratitud al superior feudal, la obligación de ayudar a otorgar una dote a su hija y equipar a su hijo, la responsabilidad de su tutela durante la minoría de edad, y muchos otros deberes de la misma naturaleza que iban implícitos en la tenencia, tienen que haberse tomado literalmente de la relación patrón-liberto establecidas por el Derecho Romano, esto es, entre antiguo-amo y antiguo-esclavo. Pero también es sabido que los beneficiarios más antiguos eran los compañeros personales del soberano, y es indisputable que esta posición -aparentemente brillante- al principio, implicaba una especie de degradación servil. La persona que auxiliaba al soberano en su corte había renunciado a una parte de la libertad personal absoluta que era un privilegio del que tan orgulloso se sentía el propietario alodial.
CAPÍTULO IX
La historia temprana del contrato
Hay pocas proposiciones generales sobre la época actual que, a primera vista, puedan recibir un acuerdo más presto que la afirmación de que la sociedad actual se distingue de la sociedad de generaciones precedentes sobre todo por la importancia que detenta el contrato. Algunos de los fenómenos en que se basa esta proposición se encuentran entre los más señalados, comentados y elogiados. Se necesitaría ser muy distraído para no percibir que, en innumerables casos, el derecho antiguo fijaba la posición social de un hombre en el momento de su nacimiento de un modo irreversible, mientras que el derecho moderno le permite crearla por convenio. Las pocas excepciones a esta regla son violentamente atacadas de manera constante. El punto, por ejemplo, realmente debatido en la vigorosa controversia sobre el tema de la esclavitud negra es si el status del esclavo no pertenece a instituciones ya desaparecidas, y si la única relación entre patrón y trabajador que concuerda con la moralidad moderna no es un tipo de relación exclusivamente determinada por un contrato. El reconocimiento de esta diferencia entre pasado y presente forma parte de la misma esencia de las más famosas especulaciones contemporáneas. Es cierto que la ciencia de la Economía Política, el único apartado de investigación moral que haya hecho progresos considerables en nuestros días, no correspondería con las necesidades de la vida si el derecho imperativo no hubiera abandonado la mayor parte del terreno que ocupó en otro tiempo, y no hubiera dejado que los hombres establecieran reglas de conducta para sí mismos con una libertad que nunca les fue permitida hasta recientemente. La parcialidad de la mayoría de los economistas políticos les lleva a considerar la verdad general en que descansa su ciencia con derecho a hacerse universal y, cuando la aplican como un arte sus esfuerzos van generalmente dirigidos a ampliar la competencia del contrato y de recortar la del derecho imperativo, excepto en tanto este último es necesario para ejecutar el cumplimiento de los contratos. El impulso dado por estos pensadores influenciados por estas ideas está comenzando a dejarse sentir en el mundo occidental. La legislación casi ha confesado su incapacidad por mantener el mismo ritmo que la actividad humana despliega en descubrimientos, inventos y en la manipulación de la riqueza acumulada, y el derecho, aun el de las comunidades menos avanzadas, tiende cada vez más a convertirse en un estrato superficial teniendo bajo él un conjunto siempre cambiante de reglas contractuales con las que raramente interfiere excepto para hacer cumplir ciertos principios fundamentales, a menos que sea invocado para castigar la violación de la buena fe.
Las investigaciones sociales, hasta donde dependen de la consideración de fenómenos legales, se hallan en condiciones de atraso tales que no debemos sorprendernos de no encontrar estas verdades reconocidas en los lugares comunes aceptados como buenos respecto del progreso de la sociedad. Estos lugares comunes responden más a nuestros prejuicios que a nuestras convicciones. La renuencia de la mayoría de los hombres a considerar que la moralidad avanza parece ser especialmente fuerte cuando las virtudes de las que depende el contrato están bajo discusión, y muchos de nosotros tenemos una renuencia casi instintiva a admitir que la buena fe y confianza en nuestros compañeros están más ampliamente difundidos que antaño, o que haya algo en las costumbres contemporáneas que se pueda parangonar a la lealtad en el mundo antiguo. De vez en cuando, estas predisposiciones se ven reforzadas por el espectáculo de fraudes, desconocidos antes del periodo en que fueron observados, asombrosos por su complicación y repugnantes por su criminalidad. Pero el mismo carácter de estos fraudes demuestra claramente que, antes de que fueran posibles, las obligaciones morales que rompieron deben haber estado más que proporcionalmente desarrolladas. La confianza puesta y desarrollada por muchos facilita la mala fe de los pocos, de tal modo que, si ocurren ejemplos colosales de deshonestidad, no hay conclusión más segura que la siguiente: la escrupulosa honestidad desplegada en la mayoría de las transacciones, en el caso en particular, han proporcionado su oportunidad al delincuente. Si persistimos en leer la historia de la moralidad tal como se refleja en jurisprudencia, volviendo nuestros ojos no hacia el derecho contractual sino hacia el derecho criminal, debemos tener cuidado en leerlo acertadamente. La única forma de deshonestidad tratada en el más antiguo Derecho Romano es el robo. En el momento en que escribo, el más nuevo apartado del derecho criminal inglés es el que trata de prescribir el castigo para los fraudes de los fideicomisarios. La inferencia adecuada de este contraste no es que los romanos primitivos practicaran una moralidad superior a la nuestra. Más bien diríamos que, en el intervalo entre su época y la nuestra, la moralidad ha avanzado de una concepción muy tosca a una muy refinada: de considerar los derechos de propiedad como exclusivamente sagrados a considerar los derechos surgidos del mero depósito unilateral de la confianza como merecedores de la protección del derecho penal.
Las teorías definidas de los juristas apenas se encuentran más cercanas a la verdad en este punto que las opiniones de la multitud. Para comenzar con las ideas de los jurisconsultos romanos, las hallamos inconsistentes con la verdadera historia del progreso moral y legal. A una clase de contratos, en la que la fe empeñada de las partes contrayentes era el único ingrediente material, la denominaron específicamente contratos juris gentium, y aunque estos contratos fueron indudablemente los últimos que aparecieron en el sistema romano, la expresión utilizada implica -si es que puede sacarse de él un significado concreto- que eran más antiguas otras formas de compromiso tratado en el Derecho Romano, en el que el olvido de una mera formalidad técnica era tan fatal para la obligación como un mal entendido o un engaño. Pero la antigüedad a la que se refieren es vaga, indefinida y sólo capaz de ser entendida desde el presente. El Contrato de Derecho de Gentes no vino a ser abiertamente considerado como un contrato conocido por el hombre en estado natural hasta que el lenguaje de los jurisconsultos romanos se hubo convertido en el lenguaje de una época que había perdido el fundamento de su modo de pensar. Rousseau adoptó el error jurídico y el popular. En la Disertación sobre los efectos del Arte y la Ciencia sobre la Moral, la primera de sus obras que llamó la atención y en la que formula con mayor claridad las opiniones que le convirtieron en el fundador de una secta, la veracidad y buena fe atribuidas a los antiguos persas son repetidamente señaladas como rasgos de la primitiva inocencia que había sido gradualmente borrada por la civilización, y en un periodo posterior encontró un fundamento de todas sus teorías en la doctrina de un Contrato Social original. El Contrato Social o Convenio es la forma más sistemática que haya asumido jamás el error que estamos comentando. Es una teoría que, aunque alimentada por las pasiones políticas, extrajo toda su savia de las especulaciones de los jurisconsultos. Es muy cierto que aquellos famosos ingleses sobre quienes ejerció una enorme atracción la valoraron, principalmente, por su utilidad política, pero, como trataré de explicar en un momento, nunca habrían llegado a ella, si los políticos no hubieran mantenido sus controversias por mucho tiempo en una fraseología legal. Los autores ingleses de la teoría tampoco ignoraban la amplitud especulativa que la hizo tan recomendable entre los franceses que la heredaron de ellos. Sus escritos domuestran que veían claramente que podía explicar todos los fenómenos sociales y políticos. Habían observado el hecho, ya asombroso en su día, de que entre las reglas positivas obedecidas por los hombres, la mayor parte fueran creadas por contrato y las menos por el derecho imperativo. Pero ignoraban o descuidaron la relación histórica de estos dos elementos de la jurisprudencia. Idearon la teoría de que todo derecho tiene su origen en el contrato, con el propósito, por tanto, de gratificar sus gustos teóricos al atribuir toda la jurisprudencia a una fuente uniforme, y con el propósito de eludir las doctrinas que otorgaban una paternidad divina al Derecho Imperativo. En otra etapa del pensamiento habrían quedado satisfechos con dejar su teoría en la condición de una hipótesis ingeniosa o una fórmula verbal brillante. Pero la época se hallaba bajo el dominio de las supersticiones legales. Se había hablado del estado natural hasta que dejó de ser considerado paradójico, de ahí que pareciese fácil dar una realidad falaz y una precisión al origen contractual del derecho, insistiendo en el contrato social como un hecho histórico.
Nuestra generación se ha librado de estas teorías jurídicas erróneas, en parte, superando el estado intelectual al que pertenecen y, en parte, casi dejando enteramente de teorizar sobre esos temas. La ocupación favorita de las mentes inquietas en el momento actual, y la que responde a especulaciones de nuestros antepasados sobre el origen del estado social, es el análisis de la sociedad tal como existe y se mueve ante nuestros ojos; pero, al no llamar en su ayuda a la historia, este análisis, demasiado a menudo degenera en un vano ejercicio de curiosidad, y con frecuencia incapacita al investigador para comprender estados sociales que difieren considerablemente de aquel al que está acostumbrado. El error de juzgar a los hombres de otras épocas con la moralidad de nuestros días tiene su paralelo en el error de suponer que toda rueda o tornillo de la máquina social moderna tiene su contrapartida en sociedades más rudimentarias. Tales impresiones se ramifican con profusión y se disfrazan muy sutilmente, en las obras históricas escritas en estilo moderno; pero encuentro huellas de su presencia, en el dominio de la jurisprudencia, en las alabanzas vertidas frecuentemente sobre la pequeña fábula de Montesquieu acerca de los Trogloditas, inserta en las Lettres Persanes. Los Trogloditas eran un pueblo que violaba sistemáticamente sus contratos y, por tanto, perecieron. Si la historia sostiene la moraleja que deseaba el autor, y es utilizada para exponer una herejía anti-social con la que se han visto amenazados el siglo actual y el pasado, es intachable; pero, si se trata de inferir de ella que la sociedad no podría mantenerse junta sin prestarle una santidad a las promesas y acuerdos que deberían más o menos estar a la par con el respeto que les otorga una civilización madura, eso implica un error grave y fatal si se desea entender la historia legal. El hecho es que los Trogloditas florecieron y fundaron Estados poderosos dando muy poca atención a las obligaciones contractuales. El punto que debe entenderse antes que ningún otro en la constitución de las sociedades primitivas es que el individuo crea pocos o ningunos derechos, y pocos o ningunos deberes. Las reglas que obedece se derivan, primero, de la posición social en que nace y, luego, de las órdenes imperativas que le dirige el jefe de la familia de la que forma parte. Un sistema tal deja escasísimo lugar para el contrato. Los miembros de la misma familia (pues así podemos interpretar el testimonio) son enteramente incapaces de hacer contratos entre sí, y la familia puede hacer caso omiso de los compromisos que pueda haber contraído uno de sus miembros subordinados. Una familia, claro está, puede establecer contratos con otra familia, jefe con jefe, pero la transacción es de la misma naturaleza, se halla cargada de tantos formalismos como la enajenación de la propiedad, y la omisión de algún punto -por mínimo que sea- de la ejecución es fatal para la obligación. El deber positivo resultante de la confianza de un hombre en la palabra de otro es una de las conquistas más lentas de una civilización avanzada.
Ni el Derecho Antiguo ni ninguna otra fuente de pruebas nos muestran una sociedad enteramente privada de la concepción de contrato. Pero la concepción, cuando aparece por primera vez, es obviamente rudimentaria. No puede leerse ningún documento antiguo confiable sin percibir que el hábito mental que nos induce a cumplir una promesa está todavía insuficientemente desarrollado, y que actos de perfidia notoria son mencionados a menudo sin censura y a veces descritos con aprobación. En la literatura homérica, por ejemplo, la astucia solapada de Ulises aparece como una virtud de la misma categoría que la prudencia de Néstor, la constancia de Héctor, y la valentía de Aquiles. El derecho antiguo es aun más sugestivo de la distancia que separa la forma cruda del contrato de su etapa madura. Al principio, no aparece nada que se asemeje a la interpolación de la ley para hacer cumplir una promesa. Lo que el derecho fortalece con sus sanciones no es una promesa, sino una promesa acompañada de un ceremonial solemne. Las formalidades no sólo son de importancia igual a la promesa misma, sino que son, si acaso, de mayor importancia; pues el análisis delicado que aplica la jurisprudencia moderna a las condiciones mentales en las que se da un beneplácito verbal particular parece, en el derecho antiguo, transferirse a las palabras y gestos de la representación acompañante. No se hace ningún voto si se omite o coloca mal alguna formalidad, pero, por otra parte, si se demuestra que se han realizado correctamente todas las formalidades, no sirve alegar que la promesa se hizo bajo presión o engaño. La transmutación de esta idea antigua en la familiar noción de un contrato se ve claramente en la historia de la jurisprudencia. Primero, se suprimieron uno o dos pasos del ceremonial; luego, se simplificaron los otros o se permitió que fueran arrinconados bajo ciertas condiciones; finalmente, unos cuantos contratos específicos fueron separados del resto y admitidos sin formalidad. Los contratos seleccionados son aquellos de los que depende la actividad y energia de la relación social. Lenta, pero distintamente, el compromiso mental se aisla entre los tecnicismos y, gradualmente, se convierte en el único ingrediente en el que se concentra el interés del jurisconsulto. Tal compromiso mental, significado por actos externos, los romanos la denominaban Pacto o Convención y una vez que se hubo concebido la convención como el núcleo de un contrato, pronto se estableció la tendencia de la jurisprudencia avanzada a romper el armazón externo de forma y ceremonia. En adelante, las formas se retienen solamente en cuanto que son garantias de autenticidad y seguridades de cautela y liberación. La idea de un contrato es totalmente desarrollada o, para emplear la frase romana, los contratos son absorbidos en los pactos.
La historia de este cambio en el Derecho Romano es muy instructiva. En el alba de la jurisprudencia, el término que se usaba en lugar de contrato era uno muy familiar entre los estudiantes de la latinidad histórica. Se trataba del nexum, y las partes del contrato eran los nexi, expresiones que deben examinarse cuidadosamente a causa de la singular permanencia de la metáfora en que se basaban. La noción de que personas bajo un compromiso contractual se hallan conectadas por un fuerte vínculo o cadena, continuó hasta el final influenciando la jurisprudencia romana contractual, y de ahi se ha ido a mezclar con las ideas modernas. ¿Qué implicaba entonces este nexum o vinculo? Una definición que nos ha llegado de los anticuarios latinos describe el nexum como omne quod geritur per aes et libram, toda transacción con el cobre y la balanza. Estas palabras han provocado una gran perplejidad. El cobre y la balanza son los famosos acompañamientos de la mancipación, la solemnidad antigua descrita en un capítulo anterior, mediante la cual el derecho de propiedad, en la forma superior de propiedad romana, era transferido de una persona a otra. La mancipación era un traspaso de dominio, y de ahi proviene la dificultad, pues la definición citada parece confundir contratos y traspasos de dominio, los que en la filosofía de la jurisprudencia no son simplemente mantenidos aparte, sino que son, de hecho, opuestos: el juris in re, derecho in rem, derecho que beneficia a un solo individuo o grupo, u obligación. Ahora bien, los traspasos de dominio transfieren derechos propietarios, los contratos crean obligaciones, ¿cómo, entonces, pueden incluirse los dos bajo el mismo nombre o la misma concepción general? Esto, al igual que muchas perplejidades similares, ha sido ocasionado por el error de atribuir a la condición mental de una sociedad embrionaria una facultad que pertenece preeminentemente a un estado avanzado del desarrollo intelectual: la facultad de distinguir, en teoría, ideas que, en la práctica, están mezcladas. Contamos con indicaciones muy claras de un estado social en el que los traspasos de poder y los contratos se confundían en la práctica. La discrepancia de las concepciones tampoco se hizo notar hasta que los hombres comenzaron a adoptar prácticas distintas para contratar y para traspasar.
Puede notarse aquí que sabemos bastante del antiguo Derecho Romano para poder dar cierta idea del modo de transformación seguido por las concepciones legales y por la fraseología legal en la infancia de la jurisprudencia. El cambio que sufre parece ser un cambio de lo general a lo particular o, expresado de otro modo, las expresiones antiguas y los términos antiguos están sometidos a un proceso de especialización gradual. Una concepción legal antigua corresponde no a una sino a varias concepciones legales modernas. Una expresión técnica antigua sirve para indicar una variedad de cosas que en derecho moderno tienen nombres separados. Si tomamos la historia de la jurisprudencia en la etapa siguiente, encontramos que las concepciones subordinadas se han desligado gradualmente y que los viejos nombres generales están siendo sustituidos por apelaciones particulares. La vieja concepción general no es borrada, sino que ha cesado de cubrir más de una noción, o bien sólo incluye unas pocas de las nociones que primero abarcaba. Así también el viejo nombre técnico permanece, pero desempeña solamente una de las funciones que realIzó en otro tiempo. Podemos ejemplificar este fenómeno de varias maneras. El poder patriarcal de todas clases parece, por ejemplo, haber sido concebido antaño como idéntico de carácter, y se distinguía sin duda por un solo nombre. El poder ejercido por el antepasado era el mismo ya fuera ejercido sobre la familia o sobre propiedad material: piaras, rebaños, esclavos, hijos o esposa. No podemos estar absolutamente seguros de su viejo nombre romano, pero hay abundantes razones para creer que el término antiguo general era manus, por el número de expresiones que indican ciertos matices de la noción de poder y en las que entra la palabra manus. Pero, una vez que el Derecho Romano ha avanzado un poco, el nombre y la idea se particularizaron. El poder es diferenciado, en palabras y en concepto, según el objeto sobre el que se ejerza. Ejercido sobre objetos materiales o esclavos, es dominium; sobre los hijos es Potestas; sobre personas libres cuyos servicios han sido concedidos a otro por su propio antepasado, es mancipium; sobre la esposa, es domus. El mundo antiguo, como puede verse, no ha caído totalmente en desuso, sino que se encuentra confinado a un ejercicio muy particular de la autoridad que había denotado anteriormente. Este ejemplo nos permitirá comprender la naturaleza de la asociación histórica entre contratos y traspasos de poder. Parece ser que, al principio, solamente existía un ceremonial para todas las transacciones solemnes y su nombre en Roma probablemente era nexum. Las mismas formalidades que se usaban cuando se efectuaba un traspaso de dominio parecen haber sido precisamente, las que se utilizaban en la preparación de un contrato. Pero no tenemos que remontarnos demasiado para encontrar un periodo en el que la noción de contrato se ha alejado de la noción de traspaso de dominio. Se ha efectuado así un doble cambio. La transacción con el cobre y la balanza -para transferir propiedad- es conocida por su nombre nuevo y partIcular de mancipación. El antiguo nexum todavía designa la misma ceremonia, pero sólo cuando es empleado con el propósito particular de solemnizar un contrato.
Cuando se dice que antiguamente dos o tres concepciones legales se hallaban unidas en una, no se quiere decir que alguna de las nociones no podía ser anterior a las otras o que cuando las otras habían quedado formadas no podían predominar y tomar precedencia. La razón por la que una concepción legal continúa tanto tiempo cubriendo varias concepciones y usando una sola frase técnica en lugar de varias, es sin duda porque se efectúan varios cambios prácticos en el derecho de las sociedades primitivas mucho antes de que los hombres vean la oportunidad de denominarlos. Aunque he dicho que el poder patriarcal no se distinguía al principio según los objetos sobre los que se ejercía, estoy seguro de que el poder sobre los hijos era la raíz de la vieja concepción del poder, y no dudo de que el uso más temprano del nexum, y el que era primeramente respetado por aquellos que recurrían a él, era dar una solemnidad adecuada a la enajenación de la propiedad. Es probable que haya surgido por primera vez una ligera corrupción de las formas originales del nexum por su empleo en los contratos, y que la insignificancia del cambio haya impedido durante mucho tiempo el que fuera notado o apreciado. El nombre antiguo permanecía porque los hombres no se habian hecho conscientes de que querían uno nuevo; la vieja noción se aferraba a la mente porque nadie había visto razón alguna para molestarse en examinarla. Hemos tenido el proceso claramente ejemplificado en la historia de los testamentos. Un testamento era al principio un simple traspaso de propiedad. La enorme diferencia práctica que gradualmente apareció entre este traspaso particular y otros hizo que fuese considerado por separado, y tal como estaba pasaron siglos antes de que los mejoramientos de la ley quitaran los inútiles impedimentos de la mancipación nominal, y consintiera en no preocuparse en el testamento por otra cosa que no fuera la intención declarada del testador. Es una pena que no podamos seguir la pista de la historia temprana de los contratos con la misma confianza absoluta que la historia temprana de los testamentos. Sin embargo, contamos con ciertos indicios de que los contratos aparecieron por primera vez por medio del nexum al que, de este modo, se le dio un nuevo uso y, luego, obtuvo reconocimiento como transacciones distintas mediante las consecuencias prácticas inmediatas del experimento. Existe cierta conjetura, aunque no violenta, en la siguiente delineación del proceso. Imaginemos una venta al contado como el tipo normal del nexum. El vendedor traía la propiedad -un esclavo, por ejemplo-; el comprador asistía con las burdas barras de cobre que servían de dinero circulante, y un asistente indispensable, el libripens se presentaba con la balanza. El esclavo mediante ciertas formalidades fijadas pasaba al comprador y el cobre pesado por el libripens pasaba al vendedor. Mientras duraba el negocio era un nexum, y las partes eran nexi; pero, en el momento en que se completaba, el nexum finalizaba, y vendedor y comprador cesaban de llevar el nombre derivado de su relación momentánea. Ahora, damos un paso adelante en la historia comercial. Supongamos que el esclavo era transferido pero no se pagaba el dinero. En ese caso, el nexum concluye, en lo que toca al vendedor, y una vez que ha entregado su propiedad, ya no es nexus; pero, en lo concerniente al comprador, el nexum continúa. La transacción -su parte en ella- está incompleta y a él todavía se le consídera nexus. Se sigue, por ende, que el mismo término describía el traspaso de dominio por el que se transmitía el derecho de propiedad, y la obligación personal del deudor con respecto al dinero impagado de la compra. Podemos todavía seguir e imaginar un procedimiento totalmente formal, en el que nada es entregado y nada es pagado; llegamos de inmediato a una transacción indicativa de una actividad comercial superior: un contrato de venta ejecutorio.
Si es cierto que desde el punto de vista popular y profesional, un contrato era considerado como un traspaso de dominio incompleto, esa verdad tiene importancia por muchas razones. Las teorías del siglo pasado sobre la humanidad en estado natural, no serían injustamente sintetizadas en la doctrina de que en la sociedad primitiva la propiedad no era nada, y la obligación lo era todo, y se verá en seguida que, si se invirtiera la proposición, estaría más cercana a la realidad. Por otra parte, considerada históricamente, la asociación primitiva de traspasos de dominio y contratos explica algo que, a menudo, al erudito y al jurista les parece extremadamente enigmático: la extraordinaria y uniforme severidad de los sistemas legales muy antiguos hacia los deudores, y los poderes extravagantes que otorga a los acreedores. Una vez que entendemos que el nexum era artificialmente prolongado para dar tiempo al deudor, podremos comprender mejor su posición ante el público y ante la ley. Su adeudo era, sin duda, considerado una anomalía, y la suspensión del pago, en general, como un artificio y distorsión de la regla estricta. La persona que había debidamente consumado su parte en la transacción, al contrario tiene que haber gozado de un favor peculiar, y nada parecería más natural que armarlo de rigurosas facilidades para hacer cumplir un procedimiento que, en derecho estricto, nunca debería haberse extendido o diferido.
El nexum que originalmente significaba un traspaso de propiedad vino a denotar también un contrato y, finalmente, la asociación entre esta palabra y la noción de un contrato se volvió tan constante que un término particular, Mancipium o Mancipatio, tuvo que ser usado con el fin de designar el verdadero nexum o transacción en la que la propiedad era realmente transferida. Los contratos están ahora desligados de los traspasos de dominio, y la primera etapa de su historia está acabada, pero a pesar de eso están lo bastante lejos de aquella época de su desarrollo, en que la promesa del contratante tenía una mayor santidad que las formalidades con que iba aparejada. Al tratar de indicar el carácter de los cambios ocurridos en este intervalo, es necesario rebasar un poco un asunto que está fuera del alcance de estas páginas: el análisis del acuerdo efectuado por los jurisconsultos romanos. De este análisis -el más bello monumento de su sagacidad- no tengo más que decir que es un examen basado en la separación teórica entre obligación y convenio o pacto. Bentham y Austin han establecido que dos partes esenciales del contrato son éstas: primero, una significación de la parte que promete de su intención de realizar los actos y observar las morosidades que promete hacer u observar. Segundo, una significación de la persona que ha recibido la promesa de que espera que el que promete cumplirá la promesa hecha. Esto es virtualmente idéntico a la doctrina de los jurisconsultos romanos, pero entonces, en su opinión, el resultado de estas significaciones no era un contrato, sino un convenio o pacto. Un pacto era el producto más elevado de los compromisos contraídos entre individuos y era casi un contrato. Si se convertía o no en un contrato dependía de si la ley le anexaba una obligación o no. Un contrato era un pacto (o convenio) más una obligación. Mientras el pacto permanecía desprovisto de la obligación, se llamaba pacto descubierto o desnudo.
¿Qué era una obligación? Los jurisconsultos romanos la definen Juris vinculum, quo necessitate adstringimur alicujus solvenda rei. Esta definición relaciona la obligación con el nexum mediante la metáfora común en la que se fundamentan y nos muestra con gran claridad el linaje de una concepción peculiar. La obligación es el lazo o cadena con que el derecho une a personas o grupos de personas, como consecuencia de ciertos actos voluntarios. Los actos que surten el efecto de imponer una obligación son aquellos clasificados bajo los epígrafes de contrato y delito, de acuerdo y agravio; pero una gran variedad de otros actos tienen consecuencias similares que no pueden ser metidas en una clasificación exacta. Es de notar, no obstante, que el acto no arrastra consigo la obligación consiguiente de una necesidad moral; es la ley la que lo anexa en la plenitud de su poder -punto muy importante, porque algunos intérpretes modernos del Derecho Civil, que tenían teorías morales o metafísicas que defender, lo han propuesto-. La imagen de un vinculum juris matiza y permea todas las partes del Derecho Romano relacionadas con el contrato y el delito. El derecho unía a las partes y la cadena podía deshacerse únicamente por el proceso llamado solutio (una expresión todavía figurativa, a la que equivale nuestra palabra pago) sólo ocasional e incidentalmente. La consistencia con que se permitió aparecer la imagen figurativa, explica una peculiaridad de la fraseología legal romana que, de otro modo, sería un enigma: el hecho de que obligación significase derechos y deberes (el derecho, por ejemplo, de pagar una deuda al igual que el deber de pagarla). Los romanos mantenían ante sus ojos el cuadro completo de la cadena legal, y aplicaban a los dos cabos la misma medida.
En el Derecho Romano desarrollado, el convenio, tan pronto como estuvo formulado, fue, en casi todos los casos, completado con la obligación y, de este modo, se convertía en un contrato, y este era el resultado al que seguramente tendía el derecho contractual. Pero para los fines de esta investigación, debemos prestar particular atención a la etapa intermedia, aquella en que se requería algo más que un perpetuo acuerdo para implicar obligación. Esta época es sincrónica con el periodo en que la famosa clasificación romana de los contratos en cuatro clases -el verbal, el literal (o positivista), el real y el consensual- habían entrado en uso, y durante el cual estos cuatro tipos de contratos constituían las únicas descripciones de acuerdos que el derecho hacía cumplir. El significado de la distribución cuádruple se comprende fácilmente en cuanto entendemos la teoría que separó la obligación del convenio. Cada clase de contrato, de hecho, se nombraba según ciertas formalidades que eran requeridas por encima del mero acuerdo de las partes contrayentes. En el contrato verbal, tan pronto como se efectuaba el convenio, había que formular ciertas palabras antes de que el vinculum juris entrara en vigor. En el contrato literal, un registro en un libro mayor o tablero tenía el efecto de investir al convenio con la obligación, y el mismo resultado se obtenía, en el caso del contrato real, de la entrega del bien o cosa, que era objeto de un acuerdo preliminar. Las partes contrayentes llegaban, en suma, a un entendimiento; pero, si no iban más allá, no estaban obligadas una con otra, y no podían exigir el cumplimiento, o pedir una reparación por abuso de confianza. Pero cuando satisfacían ciertas formalidades escritas el contrato estaba inmediatamente completo, tomando su nombre de la forma particular que les había interesado adoptar. Las excepciones a esta práctica las trataré seguidamente.
He enumerado los cuatro contratos en su orden histórico, orden que, sin embargo, los escritores institucionales romanos no seguían de una manera invariable. No hay duda de que el contrato verbal era el más antiguo de los cuatro y que es el descendiente más antiguo del nexum primitivo. Varias clases de contrato verbal se usaban antiguamente, pero el más importante, y el único del que han escrito nuestras autoridades, era el efectuado por medio de una estipulación, esto es, una pregunta y una respuesta: una pregunta dirigida por la persona que exigía la promesa, y una respuesta dada por la persona que la hacía. Esta pregunta y respuesta constituía el ingrediente adicional que, como acabo de explicar, era exigido por la noción primitiva además del mero acuerdo de las personas interesadas. Formaban el instrumento por el que se anexaba la obligación. El viejo nexum ha legado a la jurisprudencia más madura, antes que nada, la concepción de una cadena que une las partes contrayentes, y esto se ha convertido en la obligación. Ha transmitido además la noción de un ceremonial que acompaña y consagra el acuerdo, y este ceremonial ha sido transmutado en la estipulación. La conversión del traspaso solemne de dominio, que era el rasgo prominente del nexum original, en una mera pregunta y respuesta, sería un misterio si no tuviéramos la historia análoga de los testamentos romanos para informarnos. Al examinar esa historia, podemos llegar a comprender cómo el traspaso formal de dominio fue separado por primera vez de la parte del procedimiento que guardaba una referencia inmediata con el asunto entre manos, y cómo finalmente fue omitido por completo. Dado que la pregunta y respuesta de la estipulación eran incuestionablemente el nexum en una forma simplificada, estamos preparados a admitir que por mucho tiempo participaron de la naturaleza de una forma técnica. Sería un error pensar que los viejos jurisconsultos romanos las tenían en cuenta sólo por su utilidad en conceder a las personas que entablaban un acuerdo, una oportunidad de deliberación y reflexión. Es indisputable que gozaban de un valor de esta clase, que fue reconocido gradualmente; pero hay pruebas de que su función respecto de los contratos era el principio formal y ceremonial, según nuestras autoridades, y que no toda pregunta y respuesta era normalmente suficiente para constituir una estipulación, sino sólo una pregunta y respuesta encubierta en una fraseología técnica especialmente apropiada para la ocasión particular.
Pero, aunque es esencial para la apreciación adecuada de la historia del derecho contractual entender que la estipulación fue considerada como una forma solemne antes de ser reconocida como una protección útil, sería erróneo, por otra parte, cerrar nuestros ojos a su utilidad real. El contrato verbal, aunque había perdido mucha de su antigua importancia, sobrevivió hasta el último periodo de la jurisprudencia romana, y podemos dar por descontado que ninguna institución del Derecho Romano habría alcanzado tal longevidad a menos que hubiera tenido alguna importancia práctica. Observo que un escritor inglés ha dado muestras de sorpresa porque los romanos, aun en los tiempos más antiguos, se contentaban con una protección tan escasa contra la prisa y la irreflexión. Pero al examinar la estipulación atentamente, y recordando que se trata de un estado social en el que el testimonio escrito no era fácilmente asequible, creo que debemos admitir que esta Pregunta y Respuesta, en caso de que hubiera sido ideada con el fin que sirvió, debería designarse con toda justicia un artificio muy ingenioso. La persona que recibía la promesa era la que, en carácter de estipulador, presentaba todos los términos del contrato en forma de pregunta, y la respuesta era dada por el prometiente. ¿Promete entregarme tal esclavo, en tal lugar, en tal fecha? Lo prometo. Ahora bien, si reflexionamos un momento, veremos que esta obligación de presentar la promesa interrogativa invierte la posición natural de las partes, y, al romper efectivamente el tenor de la conversación, impide que la atención se deslice hacia una promesa peligrosa. Entre nosotros una promesa verbal, hablando en términos generales, se infiere exclusivamente de las palabras del prometiente. En el viejo Derecho Romano, era absolutamente imprescindible otro paso: la persona que recibía la promesa, después que se había llegado a un acuerdo, tenía que resumir todos los términos en una interrogación solemne. En caso de juicio había que presentar las pruebas de esta interrogación y, naturalmente, del asentimiento dado, no de la promesa que en sí misma no era obligatoria. La enorme diferencia que puede hacer esta peculiaridad aparentemente insignificante en la fraseología del derecho contractual es inmediatamente percibida por el principiante de jurisprudencia romana, cuyos primeros obstáculos son casi siempre creados por ella. Cuando en inglés tenemos ocasión, al mencionar un contrato, de relacionarlo por razones de conveniencia con una de las partes -por ejemplo, si deseáramos hablar en términos generales de un contratista- nuestras palabras señalan indefectiblemente al prometedor. Pero el lenguaje general del Derecho Romano toma un sesgo diferente; siempre juzga el contrato, por decirlo así, desde el punto de vista de la persona que ha recibido la promesa; al hablar de la parte de un contrato, el estipulador -la persona que hace la pregunta- es a quien primero se alude. Pero la utilidad de la estipulación se aprecia mejor si nos referimos a los ejemplos de las páginas de los dramaturgos cómicos latinos. Si se leen las escenas completas en que estos pasajes ocurren (ex. gra. Plauto, Pseudolus, Acto I, escena I. Acto IV, escena 6; Trinummus, Acto V, escena 2), se percibirá de qué modo tan efectivo la pregunta debe haber retenido la atención de la persona que meditaba una promesa, y lo amplias que eran las oportunidades de zafarse de un compromiso impróvido.
En el contrato literal o escrito, el acto formal por el que se sobreañadía una obligación al convenio era una entrega de la suma debida, cuando podía ser específicamente calculada, en el lado Debe de una placa. La explicación de este contrato arroja luz sobre un punto de las costumbres domésticas romanas: el carácter sistemático y la regularidad enorme de la contabilidad en tiempos pasados. Existen varias dificultades menores en el viejo Derecho Romano -por ejemplo, la naturaleza del Peculium del esclavo- que solamente se aclaran cuando recordamos que una familia romana consistía de un número de personas estrictamente responsables ante el jefe de familia, y que cada artículo de ingresos y cargos domésticos, después de ser registrado en libros provisionales, era transferido en periodos señalados a un libro general familiar. Hay, sin embargo, cierta oscuridad en las descripciones que hemos recibido del contrato literal, dado que el hábito de llevar la contabilidad dejó de ser universal en épocas posteriores, y la expresión contrato literal vino a significar una forma de compromiso enteramente diferente del original. No estamos, por tanto, en posición de afirmar, respecto del contrato literal primitivo, si la obligación fue creada por una simple declaración del acreedor o si el consentimiento del deudor, o una declaración correspondiente en sus propios libros, era necesario para darle efecto legal. Quedó establecido, sin embargo, el punto esencial de que, en el caso de este contrato, se renunciaba a todas las formalidades si se accedía a una condición. Esto constituye un paso más hacia abajo en la historia del derecho contractual.
El contrato que sigue históricamente, el contrato real, muestra un gran avance en las concepciones éticas. Siempre que un acuerdo tenía por objeto la entrega de una cosa específica -y este es el caso en la gran mayoría de los compromisos slmples- la obligaclón desaparecía tan pronto como la entrega tenía lugar. Este resultado debe haber implicado una seria innovación de las ideas más viejas del contrato; pues indudablemente, en los tiempos primitivos, cuando una parte contrayente no restablecía una estipulación en su acuerdo, nada que se hiciese en cumplimiento del acuerdo sería reconocido por la ley. Una persona que hubiera prestado dinero no podía hacer una demanda para su devolución a menos que lo hubiese estipulado formalmente. Pero, en el contrato real, el cumplimiento de un lado impone un deber legal del otro, evidentemente por motivos éticos. Por primera vez, entonces, las consideraciones morales aparecen como un ingrediente del derecho contractual, y el contrato legal difiere de sus dos predecesores por fundarse en ellos, más que por razones técnicas o en deferencia a los hábitos domésticos romanos.
Llegamos finalmente a la cuarta clase, o contratos consensuales, la más interesante e importante de todas. Cuatro contratos especificados se distinguían por este nombre: Mandatum, es decir, comisión o diligencia; Societas o consorcio; Emtio Venditio o Venta, y Locatio Conductio o renta alquiler. En páginas anteriores, después de indicar que un contrato consistía de un pacto o convenio al que se había sobreañadido una obligación, señalé ciertos actos o formalidades mediante los que el derecho impone carácter obligatorio al pacto. Utilicé este lenguaje por las ventajas que representa una expresión general, pero no es estrictamente correcto al menos que se entienda que incluye lo negativo y la positivo. Pues, en realidad, la peculiaridad de estos contratos consensuales es que no se requiere ninguna formalidad para crearlos a partir del pacto. Se ha escrito mucho sobre los contratos consensuales -unas partes insostenibles, y otras oscuras-, e incluso se ha afirmado que en ellos el consentimiento de las partes es dado más enfáticamente que en ningún otro tipo de acuerdo. Pero el término consensual indica meramente que la obligación es aquí anexada de inmediato al consenso. El consenso, o asentimiento mutuo de las partes, es el ingrediente final del convenio, y la característica particular de los acuerdos que caen bajo uno de los cuatro epígrafes -venta, consorcio, diligencia y alquiler- es que, tan pronto como el consentimiento de las partes ha suministrado este ingrediente, hay un contrato. El consenso implica la obligación realizando, en transacciones del tipo especificado, las funciones exactas que son desempeñadas en los otros contratos por la Res o Cosa, por las Verba Stipulationis y por la Literae o registro escrito en un libro mayor. Consensual es, pues, un término que no implica la más ligera anomalía, pero es exactamente análogo a verbal, real y literal.
En la vida comercial los más comunes e importantes de todos los contratos son incuestionablemente los cuatro llamados consensuales. La mayor parte de la existencia colectiva de cada comunidad se pasa en transacciones de compra y venta, de alquiler y renta, de alianzas entre hombres con fines mercantiles, delegación de negocios de un hombre a otro. Esta consideración sin duda llevó a los romanos, al igual que a la mayoría de las sociedades, a descargar estas transacciones de impedimentos técnicos y a abstenerse, en la medida de lo posible, de entorpecer los resortes más eficientes del movimiento social. Estos motivos no se limitaban, naturalmente, a Roma, y el comercio de los romanos con sus vecinos tienen que haberles dado oportunidades abundantes de observar que los contratos tendían en todas partes a hacerse consensuales, obligatorios por consentimiento mutuo. De ahí que, siguiendo su práctica usual, distinguieran estos contratos como contratos Juris Gentium. Sin embargo, no creo que fueran denominados de este modo en un periodo muy temprano. Las primeras nociones de un Jus Gentium pueden haber sido depositadas en las mentes de los jurisconsultos romanos mucho antes del nombramiento de un Pretor Peregrinus, pero solamente se familiarizarían con el sistema contractual de otras comunidades italianas por medio del comercio extensivo y general, y este comercio apenas alcanzaría proporciones considerables antes de que Italia estuviera totalmente pacificada y la supremacía de Roma concluyentemente asegurada. Aunque hay una buena probabilidad de que los contratos consensuales fueran los últimos en surgir en el sistema romano, y aunque es probable que la calificación Juris Gentium marque lo reciente de su origen, sin embargo esta misma expresión, que los atribuye al Derecho de Gentes, ha creado en tiempos modernos la opinión de su extrema antigüedad. Pues, cuando el Derecho de Gentes se convirtió en Derecho Natural, parecía haber implicado que los contratos consensuales eran la clase de acuerdos más análogos al estado natural, y de ahí surgió la creencia singular de que cuanto más joven la civilización, más simples tienen que ser sus formas contractuales.
Los contratos consensuales eran extremadamente limitados en número. Pero es indudable que representaron la etapa de la historia del derecho contractual de la que partieron todas las concepciones modernas del contrato. El movimiento volitivo que constituye un acuerdo se hallaba ahora totalmente aislado, y se convirtió en sujeto de meditación separada; los rituales fueron eliminados por entero de la noción de contrato, y los actos externos fueron considerados solamente como símbolos del acto volitivo interno. Los contratos consensuales habían sido, además, clasificados en el Jus Gentium y no tardó mucho en inferirse de esta clasificación que eran el tipo de acuerdos que representaban los compromisos aprobados por la naturaleza e incluidos en su código. Una vez alcanzado este punto, nos encontramos preparados para varias doctrinas y distinciones famosas de los jurisconsultos romanos. Una de ellas es la distinción entre obligaciones naturales y civiles. Cuando una persona en su completa madurez intelectual había contraído voluntariamente un compromiso, se decía que estaba bajo una obligación natural, aun si había omitido alguna formalidad necesaria, y si, a causa de algún impedimento técnico, estaba desprovisto de la capacidad formal de hacer un contrato válido. La ley (y esto es lo que implica la distinción) no haría cumplir la obligación pero no rehusaba tajantemente a reconocerla, y las obligaciones naturales diferían en muchos respectos de las obligaciones que eran meramente nulas, más particularmente en la circunstancia de que podían ser civilmente confirmadas, si se adquiría luego la capacidad de hacer contratos. Otra doctrina muy peculiar de los jurisconsultos no puede haber tenido su origen antes del periodo en el que el convenio fue separado de los ingredientes técnicos del contrato. Afirmaban que, aunque nada excepto un contrato podía ser el fundamento de un proceso, un nuevo pacto o convenio podía ser la base de un alegato. Se seguía de esto que, aunque nadie podía demandar por un acuerdo que no había tenido la precaución de madurar en un contrato cumpliendo las formas adecuadas, sin embargo, una reclamación que surgía de un contrato válido podía ser refutada demostrando un contraacuerdo de que nunca había ido más allá del estado de una simple convención. Una acción para el cobro de una deuda podía ser refutada mostrando un mero acuerdo informal para negar o diferir el pago.
La doctrina señalada indica la irresolución de los pretores en proseguir su avance hacia su mayor innovación. Su teoría del derecho natural debe haberlos llevado a mirar favorablemente los contratos consensuales y aquellos pactos o convenios de los que los contratos consensuales eran solamente ejemplos particulares; pero no se arriesgaron a extender de inmediato la libertad de los contratos consensuales a todos los convenios. Se aprovecharon de la dirección especial sobre los procesos que les había sido confiada desde los inicios del Derecho Romano y, al tiempo que se negaban a permitir que se iniciara un litigio no basado en un contrato formal, daban rienda suelta a su nueva teoría de los acuerdos para dirigir las etapas ulteriores del proceso. Pero una vez que llegaron a este punto ya fue inevitable el seguir adelante. La revolución del derecho antiguo del contrato se consumó en el momento en que el pretor de un año determinado anunció en su Edicto que otorgaría curso equitativo a los Pactos que no habían sido formalizados como contratos, siempre que los Pactos en cuestión se basaran en una deliberación (causa). Los pactos de este tipo son siempre obligatorios en la jurisprudencia romana avanzada. El principio es simplemente el inicio del Contrato Consensual llevado a su debida consecuencia. De hecho, si el lenguaje técnico de los romanos hubiese sido tan plástico como sus teorías legales, estos pactos puestos en vigor por el Pretor habrían sido denominados nuevos contratos, nuevos Contratos Consensuales. La fraseología legal es, no obstante, la última parte del derecho en alterarse, y los pactos equitativamente implementados continuaron designándose simplemente Pactos Pretorianos. Es de notar que al menos que hubiese deliberación sobre el pacto, éste continuaría desnudo en lo que toca a la nueva jurisprudencia; para darle efecto sería necesario convertirlo mediante una estipulación en un Contrato Verbal.
La enorme importancia de esta historia del contrato, como una salvaguardia contra errores casi innumerables, es lo que justifica que se le dedique tanta atención. Explica el curso de las ideas desde un punto culminante de la jurisprudencia a otro. Comenzamos con el nexum, en el que un contrato y un traspaso de dominio se hallan fundidos, y en el que las formalidades que acompañan el acuerdo son todavía más importantes que el acuerdo mismo. Del nexum pasamos a la Estipulación que es una forma simplificada del ceremonial más antiguo. Sigue el contrato literal y en éste se renuncia a todas las formalidades si se presenta una prueba del acuerdo de entre las rígidas ceremonias del hogar romano. En el contrato real se reconoce por primera vez la obligación moral, y a las personas que han entablado o han asentido en la realización parcial de un compromiso se les prohibe repudiarlo en base a defectos de forma. Finalmente, surgen los contratos consensuales en los que únicamente se toma en cuenta la actitud mental de los contrayentes, y las circunstancias externas no tienen importancia excepto como evidencia del compromiso interno. Es naturalmente incierto hasta qué punto el progreso de las ideas romanas de una concepción tosca a una refinada ejemplifica el progreso necesario del pensamiento humano en relación al contrato. El derecho contractual de todas las sociedades antiguas, excepto la romana, es o bien escaso para prestar información, o bien se ha perdido enteramente, y la jurisprudencia moderna se halla tan imbuida de las nociones romanas que no nos proporciona ningún contraste o paralelo del cual extraer algún conocimiento. No obstante, dada la ausencia de algo violento, prodigioso o ininteligible en los cambios descritos, puede deducirse que la historia de los antiguos contratos romanos es, hasta cierto punto, típica de la historia de esta clase de concepciones legales en otras sociedades antiguas. Pero solamente hasta cierto punto puede tomarse el progreso del Derecho Romano como representativo del progreso de otros sistemas de jurisprudencia. La teoría del derecho natural es exclusivamente romana. La noción del vinculum juris, que yo sepa, es exclusivamente romana. Las muchas peculiaridades del Derecho Romano maduro en relación a contrato y delito, que son atribuibles a estas dos ideas, ya sea separadamente o en combinación, se cuentan por tanto entre los productos exclusivos de una sociedad particular. Estas tardías concepciones legales son importantes, no porque tipifiquen los resultados necesarios del pensamiento avanzado, sino porque han ejercido una enorme influencia en la diátesis intelectual del mundo moderno.
No conozco nada más sorprendente que la gran variedad de ciencias a las que el Derecho Romano, o más concretamente el Derecho Contractual Romano, ha proporcionado un modo de pensar, un curso de razonamiento y un lenguaje técnico. Entre los temas que han estimulado el apetito intelectual del hombre moderno sólo uno -la física- no ha estado infiltrado por la jurisprudencia romana. La ciencia de la metafísica pura tenia un origen más griego que romano, pero la política, la filosofía moral e incluso la teología hallaron en el Derecho Romano no sólo un vehículo de expresión sino también un nido en el que algunas de sus preguntas más profundas alcanzaron la madurez. Para responder de este fenómeno no es absolutamente necesario discutir la misteriosa relación entre palabras e ideas o explicar por qué la mente humana no ha abordado ningún tema del pensamiento al menos que se la haya provisto de antemano de un bagaje lingüístico y un aparato de métodos lógicos apropiados. Es suficiente notar que cuando se separaron los intereses filosóficos de los mundos oriental y occidental, los fundadores del pensamiento occidental pertenecían a una sociedad que hablaba latín y meditaba en latín. Pero, en las provincias occidentales, el único lenguaje que retenía suficiente precisión para propósitos filosóficos era el lenguaje del Derecho Romano que, por fortuna, había conservado casi toda la pureza del periodo de Augusto, mientras que el latín vernáculo estaba degenerando en un dialecto de barbarie portentosa. Y si la jurisprudencia romana proporcionaba los únicos medios de exactitud en el habla, con mucha más razón suministraba el único medio de exactitud, sutileza o profundidad de pensamiento. Al menos durante tres siglos la filosofía y la ciencia no tuvieron un lugar en el Occidente, y aunque la metafísica y la teología metafísica acaparaban la energía mental de multitudes de ciudadanos romanos, la fraseología empleada en estas ardientes interrogaciones era exclusivamente griega, y su teatro era la mitad oriental del Imperio. A veces las conclusiones de los polemistas orientales se volvieron tan importantes que el asentimiento o disensión de cada uno era registrado, y luego se le presentaban a Occidente los resultados de la polémica oriental, a los que éste asentía generalmente sin interés y sin resistencia. Mientras, un apartado de la investigación, suficientemente difícil para el más laborioso, suficientemente profundo para el más sutil, y suficientemente delicado para el más refinado, no había perdido atractivo entre las clases educadas de las provincias occidentales. Para el ciudadano cultivado de Africa, de España, de la Galia y del norte de Italia era la jurisprudencia y solamente la jurisprudencia, la que ocupaba el lugar de la poesía y la historia, de la filosofía y de la ciencia. Lejos de haber algo misterioso en la naturaleza palpablemente legal de los primeros esfuerzos del pensamiento occidental, sería más bien sorprendente que hubiera asumido algún otro matiz. Sólo puedo declarar mi sorpresa de que haya prestado tan escasa atención a las diferencias entre las ideas occidentales y orientales, entre la teología occidental y oriental, causada por la presencia de un nuevo ingrediente. La fundación de Constantinopla y la separación subsiguiente del Imperio de Occidente del Imperio de Oriente marcan épocas en la historia filosófica precisamente porque la influencia de la jurisprudencia comenzaba a ser poderosa. Pero los pensadores europeos continentales, sin duda son menos capaces de apreciar la importancia de esta crisis porque las nociones derivadas del Derecho Romano se hallan íntimamente ligadas a las ideas ordinarias. Los ingleses, por otra parte, se encuentran a oscuras a causa de la monstruosa ignorancia que tienen respecto de la abundante fuente del conocimiento moderno: el gran resultado intelectual de la civilización romana. Al mismo tiempo, un inglés, que hallará dificultades para familiarizarse con el Derecho Romano clásico, es tal vez, por el poco interés que han mostrado sus compatriotas en la materia, un mejor juez que un francés o un alemán del valor de las afirmaciones que me he aventurado hacer. Cualquiera que conozca lo que es la jurisprudencia romana, tal como la practicaban los romanos, y que observe en qué características difieren la teología y filosofía occidentales de las fases del pensamiento que las precedieron, puede dejársele con confianza declarar cuál era el nuevo elemento que había comenzado a penetrar y gobernar la teoría.
La parte del Derecho Romano que ha tenido una influencia más amplia en los temas de investigación extranjera ha sido el derecho obligatorio o, lo que es casi lo mismo, derecho contractual y delito. Los romanos no ignoraban los servicios que podían hacerse ejecutar a la copiosa y maleable terminología de esta parte de su sistema, y esto lo demuestra su empleo peculiar modificativo cuasi en expresiones como cuasi-contrato y cuasi-delito. Cuasi, utilizado de este modo, es exclusivamente un término de clasificación. Generalmente los críticos ingleses han identificado los cuasi-contratos con contratos implicitos, pero esto constituye un error, pues los contratos implícitos son verdaderos contratos, lo que no son los cuasi-contratos. En los contratos implícitos, actos y circunstancias son los símbolos de los mismos ingredientes que están simbolizados en los contratos expresos mediante palabras. El que un hombre utilice un conjunto de símbolos u otro es indiferente en lo que toca a la teoría del acuerdo. Pero un cuasi-contrato no es un contrato en absoluto. El ejemplo más común de ese tipo es la relación que subsiste entre dos personas una de las cuales ha pagado dinero a la otra por error. El derecho, en interés de la moralidad, impone al receptor la obligación de devolver el dinero, pero la misma naturaleza de la transacción indica que no es un contrato, en cuanto que el convenio -el ingrediente más esencial del contrato- falta. Esta palabra cuasi prefijada a un término del Derecho Romano, implica que la concepción a la que sirve como índice se relaciona con la concepción con que se establece la comparación mediante una fuerte analogía superficial o parecido. No denota que las dos concepciones sean lo mismo o que pertenezcan al mismo género. Al contrario, deniega la noción de una identidad entre ellas; pero señala que son suficientemente similares como para clasificar a una como secuela de la otra, y que la fraseología tomada de un departamento del derecho puede ser transferida a otro y empleada sin un esfuerzo violento en la formulación de reglas que, de otro modo, serían imperfectamente expresadas.
Se ha observado con gran sagacidad que la confusión entre contratos implícitos, que son verdaderos contratos, y los cuasi-contratos, que no son contratos de ninguna clase, tiene mucho en común con el famoso error que atribuía derechos y deberes políticos a un contrato original entre gobernados y gobernante. Mucho antes de que esta teoría hubiese tomado forma definitiva, se había tomado en gran parte la fraseología del derecho contractual romano para describir esa reciprocidad de derechos y deberes que los hombres siempre habían creído existente entre soberanos y súbditos. Mientras el mundo se hallaba lleno de máximas que establecían con una gran seguridad los derechos de los reyes a una obediencia implícita -máximas que pretendían tener su origen en el Nuevo Testamento, pero que de hecho se derivaban de reminiscencias indelebles del despotismo de los Césares- el conocimiento de los derechos correlativos que tenían los gobernados habría quedado enteramente sin medios de expresión si el Derecho Romano de obligación no hubiese proporcionado un lenguaje capaz de simbolizar una idea que estaba todavía imperfectamente desarrollada. En mi opinión, el antagonismo entre los privilegios de los reyes y los deberes con sus súbditos nunca se perdió de vista desde los inicios de la historia occidental, pero tuvo poco interés general excepto para los escritores teóricos mientras el feudalismo conservó su vigor, pues el feudalismo controlaba eficazmente mediante costumbres explícitas las exorbitantes pretensiones teóricas de la mayoría de los soberanos europeos. Es notorio que tan pronto como la decadencia del sistema feudal dejó a un lado los estatutos medievales, y en cuanto la Reforma hubo desacreditado la autoridad del Papa, la doctrina del derecho divino de los reyes alcanzó una importancia nunca igualada. La boga que consiguió implicaba recurrir todavía más a la fraseología del Derecho Romano y una controversia que había tenido originalmente un aspecto teológico asumió cada vez más el tono de una disputa legal. Surgió entonces un fenómeno que ha aparecido repetidamente en la historia de la opinión. Justo cuando el argumento en favor de la autoridad monárquica se perfeccionaba en la doctrina de Filmer, la fraseología, tomada del Derecho Contractual, que había sido utilizada en defensa de los derechos de los súbditos, cristalizó en la teoría de un contrato original existente entre rey y pueblo, una teoría que primero en manos inglesas y luego en manos francesas, se expandió hasta dar una explicación comprensiva de todos los fenómenos de la sociedad y del derecho. Pero la única relación real entre ciencia política y ciencia legal había consistido en que la última daba a la primera la utilidad de su terminología peculiarmente plástica. La jurisprudencia contractual romana había cumplido en favor de la relación de soberano y súbdito precisamente el mismo servicio que, en una esfera más humilde, prestó a la relación de personas unidas mediante una obligación de cuasi-contrato. Había proporcionado un cuerpo de palabras y frases que se aproximaban con bastante exactitud a las ideas que para entonces y de vez en cuando se estaban formando sobre el tema del compromiso político. La doctrina de un contrato original no se puede poner más allá de lo que la ha colocado el Dr. Whewell, cuando sugiere que, aunque defectuosa, puede ser una forma conveniente para la expresión de verdades morales.
El empleo extensivo del lenguaje legal en temas políticos antes del invento del contrato original, y la poderosa influencia que la asunción ha ejercido posteriormente, explican ampliamente la abundancia de palabras y concepciones en ciencia política, que fueron creación exclusiva de la jurisprudencia romana. Hay que dar una explicación diferente a su abundancia en Ética, dado que los escritos de Ética han reconocido la influencia del Derecho Romano mucho más directamente de lo que lo ha hecho la teoría política, y sus autores han estado muy conscientes de la amplitud de su obligación. Al hablar de la Ética como una disciplina extraordinariamente endeudada con la jurisprudencia romana, me refiero a la ética tal como era entendida antes de la ruptura en su historia efectuada por Kant, es decir, como ciencia de las reglas que dirigen la conducta humana, de su interpretación adecuada y de las limitaciones a que está sujeta. Desde el surgimiento de la filosofía crítica, la ciencia moral ha perdido casi totalmente su viejo significado, y, excepto donde se ha conservado en forma adulterada en la casuística todavía cultivada por los teólogos católicos, parece ser considerada casi universalmente como una rama de la investigación ontológica. No conozco ningún escritor inglés contemporáneo, a excepción del Dr. Whewell, que entienda la ética como era entendida antes de que fuese absorbida por la metafísica y antes de que el fundamento de sus reglas viniese a ser una consideración más importante que las reglas mismas. No obstante, mientras la ciencia ética tuvo que ver con el régimen práctico de conducta, estuvo más o menos saturada de Derecho Romano. Al igual que todos los grandes temas del pensamiento moderno, se hallaba originalmente incorporado a la teología. La ciencia de la teología moral, como era denominada al principio, y como la designan todavía los teólogos católicos, fue sin duda construida con conocimiento pleno de sus autores, tomando principios de conducta del sistema eclesiástico y usando el lenguaje y los métodos de la jurisprudencia para su expresión y expansión. Mientras duró este proceso, era inevitable que la jurisprudencia, aunque pensada como un nuevo vehículo de pensamiento, comunicara su matiz al pensamiento mismo. El matiz recibido del contrato con las concepciones legales es claramente perceptible en la más temprana literatura ética del mundo moderno, y, en mi opinión, es evidente que el Derecho Contractual, basado como está en la completa reciprocidad e indisoluble relación de derechos y deberes, ha actuado como un saludable correctivo de las predisposiciones de escritores que, abandonados a su suerte, podían haber considerado exclusivamente una obligación moral como el deber publico de un ciudadano en la Civitas Dei. Pero la participación del Derecho Romano en la ética disminuye sensiblemente en la época de los grandes moralistas españoles. La ética, desarrollada mediante el método jurídico de un doctor comentando a otro, se dio a sí misma una fraseología propia, y las peculiaridades aristotélicas de razonamiento y expresión, sin duda embebidas en gran parte en las disputas sobre Moral Social de las escuelas académicas, ocupa el lugar de ese cambio especial del pensamiento y el lenguaje que nadie que esté familiarizado con el Derecho Romano puede equivocar. Si hubiera persistido la buena reputación de la escuela española de teología, el ingrediente jurídico en la ética habría sido insignificante, pero el uso que hicieron de sus conclusiones los escritores católicos de la generación siguiente respecto a estos temas destruyó casi por entero su influencia. La teología moral, reducida a una casuística, perdió todo interés para los líderes de la especulación europea, y la nueva ciencia de la ética, que estaba totalmente en manos de los protestantes, se desvió del camino seguido por los teólogos. El efecto de esto fue aumentar enormemente la influencia del Derecho Romano sobre la investigación ética.
Poco después de la Reforma, hallamos dos grandes escuelas de pensamiento que se dividen esta clase de temas entre ellas. La más influyente fue, al principio, la secta conocida como los Casuistas, todos ellos en confraternidad espiritual con la iglesia católica, y casi todos afiliados a una u otra de sus órdenes religiosas. De otra parte, había un grupo de escritores relacionados entre sí por su descendencia intelectual comun del gran autor del tratado De Jure Belli et Pacis, Hugo Grocio. Estos últimos eran seguidores de la Reforma, y aunque no puede afirmarse que estuviesen formal y abiertamente en conflicto con los Casuistas, el origen y el objeto de su sistema era, sin embargo, esencialmente diferente de los de la casuística. Es necesario resaltar esta diferencia porque implica la cuestión de la influencia del Derecho Romano en ese aspecto del pensamiento en el que están interesados los dos sistemas. El libro de Grocio, aunque toca cuestiones de ética pura en cada página, y aunque es el padre remoto o inmediato de innumerables volúmenes de moral, no es -como es bien sabido- un tratado profeso de Ética; es un intento de definir el derecho natural. Ahora bien, sin entrar en la cuestión de si un derecho natural no es exclusivamente una creación de los jusisconsultos romanos, podemos establecer que -el mismo Grocio lo admitía- las sentencias de la jurisprudencia romana sobre qué partes del Derecho Romano positivo conocido deben tomarse como posiciones del derecho natural, si bien no son infalibles, hay que recibirlas en cualquier caso con el más profundo respeto. De ahi que el sistema de Grocio esté envuelto con el Derecho Romano desde su misma fundación, y que esta relación hiciese inevitable -lo que el entrenamiento legal del escritor habría tal vez asegurado sin ella- la libre utilización, en cada párrafo, de fraseología técnica y en los modos de razonar, definir e ilustrar, que, a veces, esconden el sentido y, casi siempre, el vigor y la fuerza moral del argumento, al lector que no esté familiarizado con las fuentes de las que derivan. Por otra parte, la casuística toma muy poco del Derecho Romano, y las ideas sobre moral en disputa no guardan nada en común con la obra de Grocio. Toda la filosofía sobre el bien y el mal que se ha hecho famosa, o infame, bajo el nombre de Casuística, tuvo su origen en la distinción entre pecado mortal y venial. Una inquietud natural por escapar a las horribles consecuencias de declarar que un acto particular era pecado mortal, junto con un deseo -igualmente comprensible- de ayudar a la iglesia católica en su conflicto con el protestantismo descargándola de una teoría inconveniente, fueron los motivos que llevaron a los autores de la filosofía casuística a inventar un elaborado sistema de criterios, con el fin de cambiar algunas acciones inmorales, en todos los casos en que fuere posible, de la categoría de las ofensas mortales, y clasificarlas como pecados veniales. El destino de este experimento es tema de la historia ordinaria. Sabemos que las distinciones de la casuística, al permitir al sacerdocio ajustar el control espiritual a todas las variedades del carácter humano, le confirió una influencia sobre príncipes, estadistas y generales, desconocida en la época anterior a la Reforma y, de hecho, contribuyó en buena parte a detener y estrechar los primeros éxitos del protestantismo. Pero al comenzar como un intento no de establecer sino de evadir, no de descubrir un principio sino de escapar a un postulado, no de establecer la naturaleza del bien y el mal sino de establecer lo que no era un mal de una naturaleza particular, la Casuistica prosiguió sus diestros refinamientos hasta que terminó atenuando de tal modo los rasgos morales de las acciones y defraudando de tal manera los instintos morales de nuestro ser que, finalmente, de repente, la conciencia humana se rebeló en su contra y relegó el sistema y sus doctores al olvido. El golpe, pendiente durante mucho tiempo, fue asestado finalmente por las Cartas Provinciales de Pascal, y desde la aparición de esos apuntes memorables, ningún moralista, por pequeña que sea su reputación o influencia, ha admitido haber seguido en su teoría los pasos de los casuistas. Todo el campo de la ética quedó de este modo en manos de los seguidores de Grocio, y todavía muestra las huellas de ese enredo con el Derecho Romano que se le imputa a veces como defecto y a veces como la mejor de sus virtudes a la teoría de Grocio. Desde la época de Grocio, muchos investigadores han modificado sus principios y muchos, a partir del surgimiento de la filosofía crítica, los han abandonado totalmente. Sin embargo, aun aquellos que se han alejado de sus presupuestos fundamentales, han heredado buena parte de su método para plantear un enunciado de su modo de pensar y de su manera de explicar: todo esto tiene poco significado y ningún sentido para una persona que ignore la jurisprudencia romana.
Ya he dicho que, a excepción de la física, no existe ninguna rama del conocimiento que haya sido menos afectada por el Derecho Romano que la metafísica. La razón de esto es que la discusión de temas metafísicos ha sido conducida siempre en griego, primero en griego puro, y luego en un dialecto del latín construido a propósito para expresar concepciones griegas. Las lenguas modernas solamente han podido adaptarse a la investigación metafísica adoptando este dialecto latino, o imitando el proceso que se siguió originalmente en su formación. La fuente de la fraseología que ha sido utilizada siempre en la discusión metafísica de los tiempos modernos eran las traducciones latinas de Aristóteles, en las que, independientemente de que se derivaran o no de las versiones arábigas, el plan del traductor no consistía en buscar expresiones análogas en cualquier parte de la literatura latina, sino construir de nuevo a partir de las raíces latinas un conjunto de frases igual a la expresión de las ideas filosóficas griegas. La terminología del Derecho Romano tuvo que haber ejercido poca influencia sobre tal proceso; a lo sumo, unos cuantos términos legales latinos en forma transmutada han pasado a formar parte del lenguaje metafísico. Al mismo tiempo, es digno de notar que siempre que los problemas de la metafísica son los más fuertemente debatidos en Europa Occidental, el pensamiento, si no el lenguaje, revela un parentesco legal. En la historia de la especulación teórica existen pocas cosas más impresionantes que el hecho de que ningún pueblo griego-hablante se haya sentido seriamente perplejo ante la cuestión del libre albedrío y la necesidad. No pretendo ofrecer ninguna explicación sumaria de esto, pero no parece ser una sugerencia irrelevante el que ni los griegos ni ninguna sociedad que hablaban y pensaban en su lengua mostraron jamás la más mínima capacidad de producir una filosofía del derecho. La ciencia legal es una creación romana y el problema del libre albedrío surge cuando estudiamos una concepción metafísica bajo un aspecto legal. ¿Cómo devino una controversia en la que un orden de sucesión invariable era idéntico a una relación necesaria? Puedo decir solamente que la tendencia del Derecho Romano, que se hizo más fuerte a medida que avanzaba, era considerar las consecuencias legales unidas por una inexorable necesidad a causas legales, tendencia que se expresa magistralmente en la definición de obligación que he citado repetidamente, Jurís vínculum qua necessítate adstringímur alicujus salvendae reí.
Pero el problema del libre albedrío era teológico antes de hacerse filosófico y, si sus términos hubieran sido afectados por la jurisprudencia, habría sido porque la jurisprudencia se había hecho sentir en teología. El punto a investigar aquí sugerido, nunca ha sido satisfactonamente elucidado. Lo que debe determinarse es si la jurisprudencia ha servido alguna vez como el medio a través del cual se han analizado los principios teológicos; si, suministrando un lenguaje peculiar, un modo particular de razonamiento, y una peculiar solución de muchos problemas vitales, ha abierto alguna vez nuevos canales en los que podía fluir y expandirse la especulación teológica. Para dar una respuesta es necesario recordar aquello en que los mejores escritores están de acuerdo: sobre el alimento intelectual que la teología asimiló primero. Todos coincidían en que la primera lengua del cristianismo fue el griego y que los problemas a los que se consagró primero fueron los que la filosofía griega, en su forma tardía, había preparado el camino. La literatura metafísica griega contenía el único bagaje de palabras e ideas que podía dar a la mente humana los medios de entablar profundas controversias sobre las Personas Divinas, la Divina Sustancia y la Naturaleza Divina. El latín y la pobre filosofía latina no estaban a la altura de la empresa; por tanto, las provincias occidentales o latino-hablantes del Imperio adoptaron las conclusiones de Oriente sin cuestionarlas u orientarlas. La cristiandad latina, dice Dean Milman, aceptó el credo que su estrecho y ávido vocabulario apenas podía expresar en términos adecuados. Sin embargo, desde el principio hasta el fin, la adhesión de Roma y del Occidente era una aceptación pasiva de un sistema dogmático que había sido ideado por la teología más profunda de los teólogos orientales, más que un examen vigoroso y original de los misterios. La iglesia latina era alumna y leal adepta de Atanasio. Pero una vez que la separación de Oriente y Occidente se hizo mayor, y el latino-hablante Imperio de Occidente comenzó a tener una vida intelectual propia, su deferencia hacia Oriente fue inmediatamente sustituida por el surgimiento de una serie de cuestiones totalmente extrañas a la especulación oriental. Mientras la teología griega (Milman, Latín Chrístíanity, Prefacio 5) continuó defendiendo con una sutileza cada vez más exquisita la Deidad y la naturaleza de Cristo -mientras se prolongaba la interminable controversia y despedía una secta tras otra de la debilitada comunidad-, la iglesia de Occidente se entregaba con gran ardor a un nuevo tipo de disputas, las mismas que hasta hoy en día no han perdido su interés para ningún grupo humano incluido en la comunidad latina. La naturaleza del pecado y su transmisión hereditaria, la deuda contraída por el hombre y su satisfacción vicaria, la necesidad y suficiencia de la expiación y, sobre todo, el antagonismo aparente entre libre albedrío y providencia divina eran algunos de los puntos que Occidente comenzó a debatir con el mismo ardor que Oriente había puesto en los artículos de su credo más especial. ¿Cómo se explica, entonces, que en los dos lados de la línea que divide las provincias griego-parlantes de las latino-parlantes existan dos clases de problemas teológicos tan profundamente diferentes entre sí? Los historiadores de la iglesia han estado cerca de dar con la solución, cuando señalan que los nuevos problemas eran más prácticos, menos absolutamente teóricos, que los que habían desgarrado internamente a la cristiandad oriental; pero nadie, al menos que yo sepa, ha llegado al meollo del asunto. Sostengo sin vacilación alguna que la diferencia entre los dos sistemas teológicos se explica por el hecho de que, al pasar de Oriente a Occidente, la especulación teológica había pasado de un ambiente de metafísica griega a un ambiente de Derecho Romano. Antes de que las controversias alcanzaran una importancia arrolladora, toda la actividad intelectual de los romanos occidentales se había centrado exclusivamente en la jurisprudencia. Se había ocupado en aplicar un particular conjunto de principios a todas las combinaciones posibles de circunstancias. Ninguna empresa o gusto foráneo desvió su atención de esta absorbente ocupación, y para llevarla a cabo poseían un vocabulario preciso y abundante, un método estricto de razonamiento, un conjunto de proposiciones generales sobre la conducta -más o menos verificadas por la experiencia- y una rígida filosofía moral. Era imposible que no seleccionaran de entre las cuestiones indicadas por la historia cristiana las que guardaban alguna afinidad con el tipo de especulación teórica a que estaban acostumbrados y que su modo de abordarlas no trasluciera sus hábitos forénsicos. Casi cualquiera que tenga suficientes conocimientos de Derecho Romano para valuar el sistema penal romano, la teoría romana sobre las obligaciones establecidas por contrato o delito, la idea romana de las deudas y de los modos de incurrir, acabar o transmitir esas deudas, la noción romana de la continuación de la existencia individual mediante la sucesión universal, puede afirmar con certeza de dónde surgió el estado de ánimo tan adecuado a los problemas suscitados por la teología occidental, de dónde provenía la fraseología en que se planteaban estos problemas, y de dónde el razonamiento empleado en su solución. Solamente débe recordarse que el Derecho Romano que había penetrado en el pensamiento occidental no era ni el sistema arcaico de la ciudad antigua, ni la abreviada jurisprudencia de los emperadores bizantinos; todavía menos la masa de reglas, casi enterradas en una exuberancia parasitaria de la doctrina especulativa moderna, que pasa por el nombre de Derecho Civil moderno. Me refiero solamente a la filosofía de la jurisprudencia, ideada por los grandes pensadores de la época Antonina, que puede reproducirse todavía parcialmente a partir de las Pandectas de Justiniano. Es un sistema al que pueden atribuírsele pocos defectos excepto, tal vez, que aspiró a un mayor grado de elegancia, certidumbre y precisión de la que los asuntos humanos permiten.
La ignorancia que tienen los ingleses acerca del Derecho Romano -de la que a veces hacen gala- ha llevado a muchos escritores famosos a proponer las más insostenibles paradojas sobre la condición del intelecto humano durante el Imperio Romano. Se ha afirmado una y otra vez -en la seguridad de no ser temerarios al adelantar semejante proposición- que desde el final de la era de Augusto al despertar de la fe cristiana, las energías mentales del mundo civilizado se hallaban paralizadas. Ahora bien, hay dos temas del pensamiento -los dos únicos, tal vez, con excepción de la física- que pueden utilizar todo el poder y capacidad que posee la mente humana. Uno de ellos es la investigación metafísica, que no conoce límites mientras la mente se contente con meditar sobre sí misma; el otro es el derecho, que es tan vasto como los intereses de la humanidad. Sucede que, durante el periodo indicado, las provincias griego-parlantes se dedicaban a uno de estos estudios, las latino-parlantes al otro. No me voy a meter con los frutos de la especulación teórica en Alejandría y en Oriente, pero puedo afirmar sin temor que Roma y el Occidente tenían entre manos una ocupación capaz de compensarlos por la ausencia de cualquier otro ejercicio mental, y, en mi opinión, los resultados alcanzados, tal como los conocemos, no desmerecieron el inmenso esfuerzo que se les dedicó. Nadie -excepto un jurisconsulto profesional- estará tal vez en situación de comprender enteramente hasta qué punto el derecho puede absorber la fuerza intelectual de los individuos, pero el hombre de la calle no tiene dificultad en comprender por qué una parte más que normal del intelecto colectivo de Roma se dedicaba a la jurisprudencia. La pericia de una determinada comunidad en jurisprudencia depende a largo plazo de las mismas condiciones que su progreso en cualquier otra línea de investigación; la condición principal es la proporción y el tiempo del intelecto nacional que se le dediquen. Ahora bien, una combinación de todas las causas, directas e indirectas, que contribuyen al avance y perfeccionamiento de una ciencia continuaron operando sobre la jurisprudencia romana entre la promulgación de las Doce Tablas y la separación de los dos imperios, y esto no de forma irregular o a intervalos, sino con fuerza e intensidad crecientes. Deberíamos reflexionar sobre el hecho de que el primer ejercicio intelectual a que se dedica una joven nación sea el estudio de sus leyes. Tan pronto como la mente se embarca en los primeros esfuerzos conscientes de hacer generalizaciones, los intereses de la vida diaria son los primeros que presionan para su inclusión dentro de las reglas generales y fórmulas amplias. Al principio, la popularidad de la empresa a la que se dedican todas las energías de la joven República es ilimitada; pero cesa con el tiempo. El monopolio del derecho sobre la mente se rompe. La multitud que presencia la audiencia matinal de los grandes jurisconsultos romanos disminuye. En los tribunales ingleses, los estudiantes se cuentan por cientos en lugar de por miles. El arte, la literatura, la ciencia y la política reclaman su parte del intelecto nacional, y la práctica de la jurisprudencia queda confinada al círculo de una profesión, nunca limitada o insignificante, sino atractiva por sus recompensas y el valor intrínseco de su ciencia. Esta serie de cambios se manifestó más abiertamente en Roma que en Inglaterra. Hasta el final de la República, el derecho era el único campo para aquellos que tenían capacidad. La otra alternativa viable para los jóvenes con talento especial era el generalato. Una nueva etapa del progreso intelectual se inició con la época de Augusto al igual que sucedió con nuestra era isabelina. Todos conocemos sus logros en el campo de la poesía y de la prosa; pero existen indicaciones, hay que recordar, de que, además de la eflorescencia literaria, se hallaba en vísperas de arrojar nuevas luminarias a la conquista de la ciencia. Sin embargo, nos encontramos en el punto en que la historia de la mente en el estado romano deja de correr paralela a las rutas que ha proseguido desde entonces el progreso mental. El breve intervalo de literatura romana, estrictamente así llamado, se cerró repentinamente bajo distintas influencias, que, aunque podrían trazarse parcialmente, sería inadecuado analizarlas aquí. El intelecto antiguo regresó a su curso anterior, y el derecho volvió a ser de nuevo exclusivamente la esfera adecuada del talento como lo había sido en la época en que los romanos despreciaban la filosofía y la poesía como juguetes de una raza infantil. Podremos entender mejor la naturaleza de los móviles externos que, durante la época del Imperio, tendían a llevar a un hombre de capacidad innata hacia la abogacía si tenemos en cuenta las opciones que tenía en su elección de profesión. Podía ser profesor de retórica, comandante de un puesto fronterizo o escritor profesional de panegíricos. El único camino alternativo era la práctica de la abogacía. En ésta residía el acceso a la riqueza, a la fama, a un puesto, al consejo del monarca y tal vez al trono mismo.
El interés por el estudio de la jurisprudencia era tan enorme que había escuelas de derecho en todas las partes del Imperio, incluso en el dominio de la metafísica. Pero, aunque el traslado de la sede del Imperio a Bizancio dio un ímpetu perceptible a su cultivo en Oriente, la jurisprudencia nunca destronó las disciplinas que allí competían con ella. Su lenguaje era el latín que, en la mitad oriental del Imperio, resultaba un dialecto exótico. En Occidente, el derecho era no sólo el alimento mental del ambicioso y emprendedor sino que constituía el único sustento de la actividad intelectual. La filosofía griega nunca había sido más que una moda transitoria entre las clases educadas de Roma, y una vez que se hubo creado la nueva capital de Oriente, y el Imperio se hubo dividido en dos, el divorcio de las provincias occidentales de la especulación griega y su dedicación exclusiva a la jurisprudencia se hizo más resuelta que nunca. Tan pronto como dejaron de sentarse a los pies de los griegos y comenzaron a idear una teología propia, ésta se permeó de ideas forenses y adoptó una fraseología forense. Es cierto que este substrato del derecho en la teología occidental se encuentra muy profundo. Un nuevo conjunto de teorías griegas, la filosofía aristotélica, se abrió camino posteriormente en Occidente y enterró casi por completo sus doctrinas indígenas. Pero cuando durante la Reforma se liberó parcialmente de su influencia, al instante el derecho ocupó su lugar. Es difícil establecer cuál de los dos sistemas religiosos -el de Calvino o el de los Armenios- tiene un carácter más marcadamente legal.
La enorme influencia del contrato romano sobre el apartado correspondiente del derecho moderno pertenece más bien a la historia de la jurisprudencia que a un tratado como el presente. No se hizo sentir hasta que la escuela de Boloña fundó la ciencia legal de la Europa moderna. Pero el hecho de que los romanos, antes de que cayese su Imperio, hubiesen desarrollado tan ampliamente el concepto de contrato tuvo su importancia en un periodo anterior. El feudalismo, he afirmado repetidamente, era una mezcla de usos arcaicos bárbaros y Derecho Romano; ninguna otra explicación de su existencia es sostenible o inteligible. Las formas sociales más antiguas del periodo feudal difieren poco de las asociaciones ordinarias en las que parecen estar unidos los hombres de las asociaciones primitivas. Un feudo era una hermandad de asociados orgánicamente completa, cuyos derechos propietarios y personales se hallaban inextricablemente juntos. Tenía mucho en común con la comunidad aldeana de la India y con el clan escocés. Sin embargo, presenta algunos fenómenos que nunca encontramos en las asociaciones que los iniciadores de la civilización forman espontáneamente. Comunidades verdaderamente arcaicas mantienen la cohesión no mediante reglas expresas sino por sentimiento o, mejor dicho, por instinto, y los recién llegados a la hermandad se incluyen dentro de los límites de este instinto aparentando compartir los lazos consanguíneos. Pero las comunidades feudales más antiguas no se hallaban unidas por meros sentimientos ni reclutadas por una ficción. El lazo que las unía era un contrato y se obtenían nuevos reclutados entablando contratos con ellos. La relación del señor con los vasallos se había establecido originalmente por un acuerdo expreso, y una persona que deseara injertarse en la hermandad por comendación o enfeudación llegaba a una clara comprensión de las condiciones en que era admitido. Lo que distingue a las instituciones feudales de los usos genuinos de las razas primitivas es el alcance del contrato en las primeras. El señor tenia muchas de las características de un jefe patriarcal, pero sus prerrogativas se encontraban limitadas por ciertas costumbres establecidas que se remontaban a las condiciones expresas que se habían acordado cuando se efectuó la enfeudación. De aquí provienen las diferencias principales que nos impiden clasificar a las sociedades feudales junto con las comunidades verdaderamente arcaicas. Eran mucho más duraderas y variadas; más durables porque las reglas expresas son menos destructibles que los hábitos instintivos, y más variadas porque los contratos en que se basaban se ajustaban a las circunstancias más detalladas y a los deseos de las personas que renunciaban o transmitían la propiedad de sus tierras. Esta última consideración demuestra hasta qué punto necesitan revisarse las opiniones vulgares sobre el origen de la sociedad moderna. Se afirma a menudo que el irregular y variado contorno de la civilización moderna se debe al genio exuberante y errático de las razas germánicas, y se compara repetidamente con la monótona rutina del Imperio Romano. La verdad es que el Imperio legó a la sociedad moderna la concepción legal a la que es atribuible toda esta irregularidad. Si las costumbres e instituciones de los bárbaros tienen una característica más sobresaliente que ninguna otra es su extrema uniformidad.
CAPÍTULO X
La historia temprana del delito y el crimen
Los Códigos teutónicos, incluidos los de nuestros antepasados anglosajones, son los únicos cuerpos de derecho secular arcaico que nos han llegado en un estado suficientemente completo como para poder formarnos una noción exacta de sus dimensiones originales. Aunque los fragmentos existentes de los Códigos romano y helénico bastan para mostrarnos su carácter general, no quedan suficientes para precisar su magnitud o la proporción que guardaban las partes entre sí. Pero, en conjunto, todas las compilaciones conocidas del derecho antiguo se caracterizan por un rasgo que, de una manera general, los distingue de los sistemas de jurisprudencia madura. La proporción del derecho criminal con respecto al civil es muy diferente. En los códigos germánicos, la parte civil del derecho ocupa dimensiones mínimas comparada con la criminal. La tradición que habla de los castigos sanguíneos impuestos por el Código de Dracón parece indicar que tenía las mismas características. Sólo en las Doce Tablas, ideadas por una sociedad con mayor genio legal, y en sus inicios, de costumbres más benignas, el Derecho Civil contiene algo semejante a las prioridades modernas; pero la cantidad relativa de espacio dado a los modos de desagraviar, aunque no es enorme, parece haber sido amplia. En mi opinión, puede afirmarse que cuanto más arcaico sea el código más completa y minuciosa su legislación penal. Este fenómeno ha sido observado a menudo y se ha explicado, en buena medida correctamente, en términos de la violencia habitual en las comunidades que pusieron por escrito por primera vez sus leyes. Se dice que el legislador armonizó las divisiones de su trabajo de acuerdo a la frecuencia de una cierta clase de incidentes en la vida bárbara. Mi impresión, sin embargo, es que esta explicación no es totalmente completa. Debería recordarse que la aridez comparativa del Derecho Civil en las compilaciones arcaicas es consistente con las otras características de la jurisprudencia antigua que se han analizado en el tratado presente. Nueve décimas partes del derecho civil practicado en las sociedades civilizadas la componen el derecho de gentes, el derecho de propiedad y herencia, y el derecho contractual. Pero es obvio que los límites de esta jurisprudencia se estrechan a medida que nos aproximamos a la infancia de la hermandad social. El derecho de gentes que no es otra cosa que el derecho de status estará restringido a los límites mínimos, mientras todas las formas de status estén fusionadas en la sumisión común al poder paterno, y mientras la esposa no tenga derechos respecto del marido, el hijo respecto del padre, y el tutor respecto de los agnados que son sus guardianes. Por razones similares, las reglas sobre propiedad y sucesión nunca pueden ser abundantes, en tanto la tierra y las existencias incumban a la familia, y, en caso de que se distribuyan, la distribución se haga dentro del círculo familiar. Pero la ausencia del contrato es siempre la causa del mayor vacío en el derecho civil antiguo, cosa que algunos códigos antiguos no mencionan siquiera, mientras que otros, significativamente, dan fe de la inmadurez de las nociones morales de las que depende el contrato, supliendo su lugar con una elaborada jurisprudencia basada en juramentos. No existen razones congruentes que expliquen la pobreza del derecho penal, y de conformidad, aun si es arriesgado declarar que la infancia de las naciones es siempre un periodo de violencia incontrolada, sin embargo, nos permitirá comprender por qué la relación actual del derecho criminal y el civil estaba invertida en los códigos antiguos.
He señalado que la jurisprudencia primitiva daba al derecho criminal una prioridad desconocida en épocas posteriores. La expresión ha sido utilizada por cuestiones de simplificación, pues, de hecho, el análisis de los códigos antiguos muestra que el derecho que exhiben en cantidades poco usuales no es un verdadero derecho criminal. Todos los sistemas civilizados concuerdan en trazar una distinción entre ofensas contra el Estado o comunidad y ofensas contra el individuo, y las dos clases de injurias, mantenidas aparte de este modo, puedo denominarlas aquí, sin pretender que los términos hayan sido empleados siempre de forma consistente en jurisprudencia, crímenes y delitos, crimina y delicta. Ahora bien, el derecho penal de las comunidades antiguas no es el derecho de crímenes; es el derecho de injurias, o, para usar la palabra técnica, de agravio. La persona injuriada demanda al injuriador mediante una acción civil ordinaria y, si gana el juicio, recibe una compensación monetaria por daños y perjuicios. Si abrimos los Comentarios de Gayo en el lugar en el que el escritor trata de la jurisprudencia penal fundada en las Doce Tablas, veremos que a la cabeza de las injurias civiles reconocidas por el Derecho Romano se hallaba el Furtum o hurto. Ofensas que nosotros solemos considerar exclusivamente como crímenes son tratados como agravios únicamente, y no sólo el robo sino el asalto y el robo violento, son asociados por el jurisconsulto con la transgresión de una ley, con el libelo y con la difamación. Todas daban lugar a una obligación o vinculum juris, y eran reparadas mediante un pago de dinero. Esta peculiaridad, sin embargo, se halla más claramente resaltada en las leyes consolidadas de las tribus germánicas. Sin excepción, describen un inmenso sistema de compensaciones monetarias en caso de homicidio, y con raras excepciones, un sistema de compensaciones igualmente amplio para daños menores. Bajo el Derecho Anglosajón, escribe Mr. Kemble (Anglosaxons, i, 177) se ponía una suma sobre la vida de todo hombre libre, de acuerdo a su rango, y una suma correspondiente sobre cada herida que pudiera infligirse a su persona, por casi cualquier daño que pudiera hacerse a sus derechos civiles, honor o paz; la suma se agravaba de acuerdo a circunstancias accidentales. Evidentemente, estos ajustes eran considerados una fuente valiosa de ingresos; reglas muy complejas ordenaban el derecho y la responsabilidad de ellos, y, como ya he tenido ocasión de señalar anteriormente, seguían a menudo una línea peculiar de devolución, si no se había dispensado al culpable a la muerte de la persona a quien pertenecían. Si, por tanto, el criterio de un delito, daño, o agravio era que la persona que lo sufría, y no el Estado, había sido injuriada, puede afirmarse que, en la infancia de la jurisprudencia, el ciudadano dependía para su protección en contra de la violencia o el fraude no del Derecho Criminal sino del derecho de agravio.
Los agravios se hallan copiosamente exagerados en la jurisprudencia primitiva. Hay que añadir que los pecados también eran de su incumbencia. Es casi innecesario hacer esta afirmación sobre los códigos teutónicos, porque estos códigos, en la forma en que han llegado a nosotros, fueron recopilados o vueltos a escribir por legisladores cristianos. Pero es igualmente verdad que cuerpos no cristianos del derecho arcaico implicaban consecuencias penales para cierto tipo de actos y cierta clase de omisiones que se consideraban violaciones de prescripciones y mandamientos divinos. El derecho administrado en Atenas por el Senado de Areópago era probablemente un código religioso especial, y en Roma -al parecer desde un periodo muy temprano- la jurisprudencia pontifical castigaba el adulterio, el sacrilegio y, tal vez, el asesinato. En los Estados ateniense y romano existían, por tanto, leyes que castigaban pecados. Había igualmente leyes que castigaban agravios. La idea de una ofensa contra Dios produjo la primera clase de ordenanzas; y la idea de ofensa contra el Estado o la comunidad agregada no dio lugar, al principio, a la aparición de una verdadera jurisprudencia criminal.
No hay que suponer, sin embargo, que no existiera en la sociedad primitiva una idea tan simple y elemental como la del agravio al Estado. Más bien parece que la misma claridad con que se comprendía esta idea es la verdadera causa que impidió inicialmente el desarrollo de un derecho criminal. En todo caso, cuando la comunidad romana se sentía injuriada, se tomaban medidas análogas a las utilizadas en casos de agravio personal, y el Estado se vengaba mediante una acción única en contra del injuriador en cuestión. Esto dio como resultado el que, en la infancia de la República, toda ofensa que tocase de un modo vital su seguridad o intereses fuese castigada mediante una promulgación diferente de la legislatura. Se trata de la concepción más antigua de un crimen, un acto que implicaba cuestiones tan importantes que el Estado, en lugar de dejar su jurisdicción en manos de un tribunal civil o religioso, dirigía una ley especial o privilegium contra el perpetrador. Todo proceso, por tanto, adoptó la forma de una declaración de penas y castigos, y el proceso de un criminal era un trámite totalmente extraordinario, totalmente irregular y totalmente independiente de reglas y condiciones establecidas. En consecuencia, dado que el tribunal que dispensaba justicia era el mismo Estado soberano y que no era posible una clasificación de las disposiciones prescritas o prohibidas, no apareció en esta época ninguna ley sobre crímenes, es decir, ninguna jurisprudencia criminal. El procedimiento era idéntico a las formas de aprobar un estatuto ordinario; era propuesto por las mismas personas y llevado a cabo mediante las mismas formalidades. Y es de notar que, aun después de haber surgido un derecho criminal regular, con sus tribunales y oficiales para su administración, el viejo procedimiento, como puede inferirse por su conformidad con la teoría, continuó siendo, en sentido estricto, practicable, y, a pesar de que estaba desacreditado el recurrir a un medio de esa naturaleza, el pueblo romano retuvo el poder de castigar las ofensas en su contra por medio de leyes especiales. No hay que recordarle al erudito clásico que la DeclaracIón ateniense de Penas y Castigos, o (palabra en griego que nos resulta imposible reproducirN.d.E), persistió tras el establecimiento de tribunales regulares. Es bien sabido que cuando los ciudadanos de las razas teutónicas se reunían con fines legislativos, defendían el derecho a castigar las ofensas de una gravedad pecular o las que hubieran sido perpetradas por criminales de una alta posición social. La jurisdicción criminal del Witenagemot (Nombre dado al Parlamento nacional anglosajón), pertenecía a esta clase de legislaciones.
Podría pensarse que la diferencia que he trazado entre el punto de vista antiguo y moderno sobre el derecho penal tiene solamente una existencia verbal. La comunidad, además de intervenir para castigar los crímenes legislativamente, ha interferido desde los tiempos más antiguos mediante sus tribunales para obligar al transgresor a componer su agravio, y, si lo hace, es porque, en cierto modo, se vio afectada por la ofensa de aquél. Pero, por muy rigurosa que parezca esta inferencia hoy en día, es muy dudoso que les pareciera así a los hombres de la antigüedad primitiva. Lo poco que tenía que ver la noción de agravio a la comunidad con las interferencias más tempranas del Estado por medio de sus tribunales, lo demuestra la curiosa circunstancia de que en la administración original de justicia, los expedientes eran una imitación casi exacta de la serie de estas acciones por las que, con toda probabilidad, tenían que pasar en la vida privada las personas que sostenían una reyerta, pero que, luego, consentían en que su disputa fuese arreglada. El magistrado simulaba, con sumo cuidado, el papel de un árbitro privado llamado casualmente.
Voy a señalar las pruebas en que baso esta afirmación para mostrar que no es una fantasía. El procedimiento judicial más antiguo conocido es el Legis Actio Sacramenti de los romanos, del que deriva todo el Derecho Procesal romano posterior. Gayo describió con sumo detalle su ceremonial. Por muy falto de sentido o grotesco que nos parezca a primera vista, un poco de atención nos permitirá descifrarlo e interpretarlo.
Se supone que el sujeto del pleito está en la corte de justicia. Si se trata de mobiliario, se halla de hecho allí. Si es un bien inmueble, se trae en su lugar un fragmento o muestra: la tierra, por ejemplo, se representa por medio de un terrón, una casa por medio de un ladrillo. En el ejemplo seleccionado por Gayo, el pleito es por la posesión de un esclavo. El proceso se inicia cuando el demandante avanza con una vara que, como indica Gayo expresamente, simbolizaba una lanza. Agarra al esclavo y afirma su derecho sobre él con las palabras: Hunc ego hominem ex Jure Quiritium meum esse dico secundum suam causam sicut dixi, y al añadir seguidamente, Ecce tibi Vindictam imposui le toca con la lanza. El reo pasa por la misma serie de actos y gestos. Tras esto interviene el pretor y ruega a los litigantes que suelten su presa, Mittite ambo hominem. Obedecen y el demandante pregunta al reo la razón de su interferencia: Postulo anne dicas quá ex causd vindicaveris pregunta a la que se responde mediante una reafirmación del derecho: Jus peregi sicut vindictam imposui. Después de esto, el primer reclamante ofrece apostar una cierta suma de dinero, llamada Sacramentum, a la justicia de su propio caso, Quando tu injurid provocasti, Daeris sacramento te provoco, y el reo, mediante la frase Similiter ego te acepta la apuesta. Los procedimientos subsiguientes ya no eran de tipo formal, pero es importante señalar que el pretor asumía la custodia del Sacramentum, que siempre iba a parar a las arcas del Estado.
El prefacio necesario de todo pleito romano antiguo se realizaba del modo descrito. En mi opinión, no se puede negar la afirmación de aquellos que ven en él una dramatización del Origen de la Justicia. Dos hombres armados se disputan la pertenencia de una propiedad. El pretor, vir pietate gravis, casualmente pasa por allí y se interpone para poner fin a la pugna. Los disputantes exponen su caso ante él y consienten en que sea árbitro entre ellos; se acuerda que el perdedor, además de renunciar al objeto en pugna, pagará una suma de dinero al árbitro en remuneración por su trabajo y pérdida de tiempo. Esta interpretación sería menos plausible si no fuera que, por una extraña coincidencia, la ceremonia descrita por Gayo como el curso imperativo del proceso en una Legis Actio es sustancialmente la misma que la descrita por Homero cuando describe al dios Hefesto moldeando la primera sección del escudo de Aquiles. En el juicio homérico, la disputa tal como si se tratara de resaltar las características de la sociedad primitiva, no es sobre una propiedad sino sobre el arreglo de un homicidio. Una persona afirma que lo ha pagado, la otra que no ha recibido el pago. La cuestión de detalle que hace de esta escena la contrapartida de la práctica romana arcaica es la recompensa dedicada a los jueces. Dos talentos de oro son colocados en medio y le serán entregados a aquel que, según el público, explique mejor las bases de la decisión final. La magnitud de esta suma, comparada con la bagatela del Sacramentum indica, en mi opinión, la imparcialidad de un uso fluctuante y un uso ya consolidado en el derecho. La escena descrita por el poeta como un rasgo llamativo y característico -aunque sólo ocasional- de la vida ciudadana en la época heroica se ha convertido al principio de la historia del proceso civil en la formalidad regular y ordinaria de un juicio. Por tanto, es natural que en la Legis Actio la remuneración del juez se redujera a una suma razonable, y que, en lugar de ser otorgada por aclamación popular a uno de entre un cierto número de posibles árbitros, se pagara como cosa natural al Estado, representado en el pretor. No albergo ninguna duda de que los incidentes descritos por Homero y por Gayo, en un lenguaje técnico más crudo que el usual, tienen el mismo significado. Esto parece confirmarlo el hecho de que muchos observadores de los primitivos usos judiciales de la Europa moderna han notado que las multas impuestas a los delincuentes por los tribunales de justicia eran originalmente sacramenta. El Estado no recibía del reo ninguna compensación por un supuesto agravio contra el mismo, sino que reclamaba una parte de la compensación otorgada al demandante en base a que era un precio justo por el tiempo invertido y los inconvenientes causados. Kemble le asigna expresamente este carácter al baunum o fredum anglosajón.
El derecho antiguo proporciona otros ejemplos de que los más tempranos administradores de justicia simulaban los actos probables de las personas que habían entablado una disputa privada. Al establecer los daños a reparar, tomaban como guía el grado de venganza que probablemente exigiría una persona agraviada en las circunstancias del caso. Esto explica las penas tan diferentes impuestas por el derecho antiguo a los delincuentes agarrados en el acto o poco después de él, y a los que eran detenidos con un retraso considerable. El viejo derecho romano sobre el hurto proporciona algunos ejemplos de esta peculiaridad. Las leyes de las Doce Tablas parecen haber dividido el hurto en: hurto manifiesto y en hurto no manifiesto. Daban penas extraordinariamente diferentes por la misma ofensa, según que cayese bajo uno u otro encabezado. El ladrón manifiesto era aquel que era agarrado dentro de la casa en que había estado hurtando, o que era cogido en el momento en que huía a un escondite con los objetos robados. Las Doce Tablas -si era un esclavo- lo condenaban a muerte, y si era un liberto lo hacían siervo del dueño de la propiedad robada. El ladrón no manifiesto era el que se detectaba bajo cualquier otra circunstancia a la descrita, y el viejo código simplemente dictaba que un delincuente de este tipo debería devolver el doble del valor de lo que había robado. En tiempos de Gayo, el excesivo rigor de las Doce Tablas para con el ladrón manifiesto se había mitigado en buena parte, pero el derecho todavía conservaba el viejo principio multándolo con cuatro veces el valor de los objetos robados, mientras que el ladrón no manifiesto continuaba pagando simplemente el doble. El legislador antiguo sin duda tenía en cuenta que el propietario damnificado, si se le permitía, infligiría un castigo muy diferente en el momento en que le dominaba la ira del que daría si el ladrón era detectado después de un cierto tiempo. La escala legal de los castigos se ajustaba a esa premisa. El principio es el mismo que siguen los códigos anglosajón y germánico, cuando toleran que un ladrón perseguido y atrapado con el botín sea ahorcado o decapitado inmediatamente; en cambio, imponen cargos de homicidio a cualquiera que lo mate una vez que el perseguimiento ha sido interrumpido. Estas distinciones arcaicas nos muestran muy claramente la distancia entre una jurisprudencia refinada y una jurisprudencia burda. El moderno administrador de justicia se encuentra ante una de las tareas más duras cuando tiene que hacer distinciones entre grados de criminalidad de ofensas que caen bajo la misma descripción técnica. Es muy fácil afirmar que un individuo es culpable de homicidio, hurto o bigamia, pero mucho más difícil pronunciarse sobre el grado de culpa moral en que ha incurrido y, por tanto, qué castigo merece. Apenas existen dudas en la casuística o en el análisis de motivos, los cuales probablemente no tengamos la obligación de arrostrar, si tratamos de clasificar el punto con precisión, y, en consecuencia, el derecho actual muestra una creciente tendencia a evitar en lo posible dar reglas positivas sobre el asunto. En Francia, se deja decidir al jurado si la ofensa cometida fue acompañada de circunstancias atenuantes; en Inglaterra, se deja al juez una libertad casi ilimitada en la selección de los castigos; al mismo tiempo, casi todos los Estados se reservan un remedio último para los casos de desviaciones del derecho: se trata de la prerrogativa del perdón, que resta en todas partes en el Magistrado Supremo. Es curioso observar lo poco que le preocupaban al hombre primitivo estos escrúpulos, lo persuadido que estaba de que los impulsos de la persona agraviada eran la medida adecuada de la venganza que tenía derecho a exigir, y lo literalmente que tomaban la probable subida y aplacamiento de su ira al fijar la escala del castigo. Me gustaría poder afirmar que su método legislativo se halla totalmente extinguido. Sin embargo, existen varios sistemas legales modernos en los que, en caso de agravio serio, se permite al agraviado imponer un castigo excesivo al delincuente que fue agarrado en el acto, una tolerancia que, aunque superficialmente considerada puede ser inteligible, en realidad refleja una moralidad bastante baja en la sociedad que la tolera.
Como ya he afirmado, nada puede ser más simple que las consideraciones que, finalmente, llevaron a las sociedades antiguas a la formación de una verdadera jurisprudencia criminal. El Estado se consideró agraviado y la Asamblea Popular golpeó directamente al ofensor con la misma maniobra que acompañaba su acción legislativa. Es verdad que en el mundo antiguo -aunque no precisamente en el moderno, como ya tendré ocasión de señalar- los tribunales criminales más antiguos eran simplemente divisiones o comités de la legislatura. Al menos esa es la conclusión a que lleva la historia legal de los dos grandes Estados de la antigüedad; en un caso, con mediana claridad; en el otro, con una precisión absoluta. El primitivo derecho penal ateniense confiaba el castigo de las ofensas, en parte, a los arcontes, que parecen haberlas castigado como si se tratase de agravios y, en parte, al senado del Areópago, que las castigaba como si fuesen pecados. Las dos jurisdicciones fueron sustancialmente transferidas al final de la Heliaea, el Tribunal Supremo de Justicia Popular, y las funciones de los arcontes y del areópago se volvieron simplemente parroquiales o insignificantes. Pero Heliaea es solamente una vieja palabra para asamblea; la Heliaea de la época clásica era sencillamente la Asamblea Popular convocada con fines juridicos, y las famosas Dikasteries de Atenas eran sólo subdivisiones o paneles. Los cambios correspondientes que tuvieron lugar en Roma son todavía más fácilmente interpretados, porque los romanos limitaron sus experimentos al derecho penal, y no construyeron, como hicieron los atenienses, cortes de justicia populares con jurisdicción civil y criminal. La historia de la jurisprudencia criminal romana se inicia con la vieja Judicia Populi, que, según se dice, era presidida por los reyes. Se trataba sencillamente de juicios solemnes de grandes delincuentes bajo formas legislativas. Parece, sin embargo, que, desde muy temprano, la Comitia delegó ocasionalmente su jurisdicción criminal a una Quaestio o Comisión, que tenía la misma relación con la asamblea que, digamos, un comité de la Cámara de los Comunes tiene con la Cámara en su conjunto, sólo que los comisionados romanos o Quaestores no informaban meramente a la Comitia sino que ejercían todos los poderes que ese organismo solía ejercer, incluso sentenciar a un acusado. Una Quaestio de esta clase era nombrada solamente para juzgar un caso particular, pero nada podía impedir que se abrieran dos o tres Quaestiones al mismo tiempo, y es probable que varias fueran nombradas simultáneamente, cuando varios casos serios de agravio a la comunidad habían ocurrido al mismo tiempo. Hay asimismo indicios de que, de vez en cuando, estas Quaestiones poseían un carácter semejante al de nuestras Comisiones Permanentes, y de que eran nombradas periódicamente y sin esperar la realización de algún crimen serio. Los viejos Quaestores Parricidi, que se mencionan en relación a transacciones de fecha muy antigua, como los delegados para juzgar todos los casos de parricidio y asesinato, parecen haber sido nombrados regularmente todos los años, y la mayoría de los escritores cree también que los Duumviri Parduellionis, o Comisión Dual para el enjuiciamiento por atentado violento contra la República, eran nombrados periódicamente. La delegación de poderes en estos funcionarios significa un paso adelante. En lugar de ser nombrados una vez que se habían cometido las ofensas contra el Estado, ejercían una jurisdicción general, aunque temporal, sobre todos los casos que pudieren presentarse. La cercanía a una jurisprudencia criminal regular se halla también indicada por el uso de los términos generales Parricidium y Perduellio que señalan un intento de clasificación de los crímenes.
El verdadero derecho criminal no apareció, sin embargo, hasta el año 146 a.C., en que Calpurnio Piso promulgó el estatuto conocido bajo el nombre de Lex Calpurnia de Repetundis. Esta ley se aplicaba a casos Repetumdarum Pecuniarum, es decir, las reclamaciones, hechas por los gobernadores provincianos, de dinero recibido impropiamente por un gobernador general. Con todo, la importancia enorme de este estatuto radica en su establecimiento de la primera Quaestio Perpetua. Una Quaestio Perpetua era una comisión permanente en oposición a las que eran ocasionales y temporales. Se trataba de un tribunal criminal regular cuya existencia databa del momento en que era aprobado el estatuto que lo creaba, y continuaba hasta que otro estatuto pasaba una ley por la que era abolido. Sus miembros no eran nombrados especialmente -a diferencia de los miembros de las Quaestiones anteriores- sino que, en la ley que lo creaba, se preveía que serían seleccionados de entre ciertas clases particulares de jueces y serían renovados de conformidad con reglas bien definidas. El estatuto nombraba expresamente y definía las ofensas sobre las que tendría jurisdicción. La nueva Quaestio tenía autoridad para juzgar y sentenciar en el futuro a toda persona cuyos actos cayesen bajo la definición de crimen que hacía la ley. Se trataba, por tanto, de una judicatura criminal regular, que admitía una verdadera jurisprudencia criminal.
La historia primitiva del derecho criminal se divide así en cuatro etapas. Entendido que la concepción de crimen, en contraposición a la de daño o agravio y a la de pecado, implica la idea de injuria al Estado o comunidad colectiva, hallamos, primero, que la República, de conformidad estricta con esa concepción, se interpuso directamente para vengarse, mediante actos aislados, del autor del daño que había sufrido. Este es el punto de partida; cada proceso es ahora una declaración de penas y castigos, una ley especial que nombra al criminal y prescribe su castigo. Se alcanza un segundo paso una vez que la multiplicidad de crímenes obliga a la legislatura a delegar poderes en Quaestiones o comisiones particulares, cada una de las cuales está encargada de investigar una acusación particular y -si se comprueba- de castigar al transgresor. Se llega a otra etapa cuando la legislatura, en lugar de esperar a que se realice un supuesto delito para nombrar una Quaestio, nombra periódicamente comisiones como los Quaestores Parricidi y los Duumviri Perduellionis, para el caso hipotético de que se cometan ciertos tipos de crímenes, y ante la probabilidad de que serán cometidos. Se llega a la última etapa cuando las Quaestiones de ser periódicas u ocasionales pasan a ser tribunales o cámaras permanentes; una vez que los jueces, en lugar de ser nombrados mediante una ley particular promulgada por una comisión, son elegidos de un modo particular y de entre una clase particular, con base permanente, y una vez que ciertos actos quedan descritos en lenguaje general y establecidos como crímenes que, en caso de su perpetración, serán castigados con penas especificadas para cada tipo diferente de transgresión.
Si las Quaestiones Perpetua hubiesen tenido una historia más larga, habrían llegado indudablemente a ser consideradas como una institución distinta, y su relación con la Comitia no habría parecido más estrecha que la relación de nuestros propios Tribunales de Justicia con el soberano, que es teóricamente la fuente de la justicia. Pero el despotismo imperial las destruyó antes de que se hubiera olvidado completamente su origen, y, mientras duraron, los romanos consideraron estas comisiones permanentes como meras depositarias de un poder delegado. Se estimaba un producto natural de la legislatura la jurisdicción sobre los crímenes, pero el pensamiento de cada ciudadano nunca dejó de pasar de las Quaestiones a la Comitia en las que esta última había delegado algunas de sus funciones inalienables. La idea de que las Quaestiones, aun cuando se habían vuelto permanentes, eran meros comités de la Asamblea Popular -cuerpos que solamente auxiliaban a una autoridad superior- tuvo importantes consecuencias legales que dejaron su huella en el derecho criminal hasta el mismísimo periodo final. Un resultado inmediato fue que la Comitia continuó ejerciendo jurisdicción criminal por medio de declaraciones de penas y castigos, aun mucho después de que las Quaestiones hubieran quedado establecidas. Aunque la legislatura, por razones de conveniencia, había consentido en delegar poderes a cuerpos externos a sí misma, no se seguía que había renunciado a ellos. La Comitia y las Quaestiones paralelamente continuaron juzgando y castigando a los transgresores, y cualquier estallido inusitado de la indignación popular, hasta la extinción de la República, implicaba con toda seguridad un proceso ante la Asamblea de las Tribus.
Una de las peculiaridades más notables de las instituciones de la República es atribuirle la dependencia de las Quaestiones respecto de la Comitia. La desaparición de la pena de muerte del sistema penal de la Roma republicana solía ser un tema favorito entre los escritores del siglo pasado, quienes la usaban constantemente para probar alguna teoría sobre el carácter romano o sobre la economía social moderna. La razón que puede alegarse confiadamente es puramente fortuita. De las tres formas que la legislatura romana asumió sucesivamente, una, la Comitia Centuriata, representaba de manera exclusiva al Estado personificado para operaciones militares. La Asamblea de las Centurias tenía, por tanto, todos los poderes que generalmente se suponen encarnados en el General en jefe de un ejército, y, entre ellos, gozaba de la autoridad de someter a todos los transgresores al mismo castigo a que se expone un soldado por violación de la disciplina. La Comitia Centuriata podía, por tanto, imponer la pena de muerte. La Comitia Curiata o la Comitia Tributa no tenían esas atribuciones. A este respecto se hallaban maniatadas por el carácter sagrado que la religión y el derecho conferían al ciudadano romano dentro del recinto de la ciudad. En lo que respecta a la última, Comitia Tribuna, estamos seguros de que se volvió un principio establecido el que la Asamblea de las Tribus podía imponer como máximo una multa. En tanto la jurisdicción criminal estuvo limitada a la legislatura y las asambleas de las centurias y de las tribus continuaron ejerciendo poderes semejantes, era fácil preferir los procesos por crímenes más graves ante el cuerpo legislativo que administraba los castigos más duros; pero luego sucedió que la asamblea más democrática, la de las tribus, remplazó casi enteramente a las otras y se convirtió en la legislatura ordinaria de la República tardía. Ahora bien, la decadencia de la República coincidió exactamente con el periodo en que las Quaestiones Perpetuae fueron establecidas de modo que los estatutos que los creaban fueron aprobados por una asamblea legislativa que no podía, en sus juntas ordinarias, castigar a un criminal con la muerte. Se seguía que las Comisiones Judiciales Permanentes, que detentaban una autoridad delegada, estaban circunscritas en sus atributos y capacidades por los límites de los poderes que tenía el cuerpo que, a su vez, los había delegado en ellas. No podían hacer nada que la Asamblea de las Tribus no pudiera haber hecho y, como la Asamblea no podía condenar a muerte, las Quaestiones se hallaban asimismo incapacitadas para imponer la pena capital. La anomalía así resultante no gozó en tiempos pretéritos del mismo favor que goza entre los modernos y, en realidad, si bien es cuestionable que el carácter romano haya mejorado por esa razón, sí es seguro que la Constitución Romana empeoró. Al igual que todas las demás instituciones que han acompañado a la raza humana en el curso de su historia, la pena de muerte es una necesidad de la sociedad en ciertas etapas del proceso civilizador. Hay un momento en que el intento de renunciar a ella frustra dos de los grandes instintos que forman la base de todo el derecho penal. Sin ella, la comunidad ni se siente suficientemente vengada, ni cree que el ejemplo del castigo del criminal es adecuado para disuadir a otros de que lo imiten. La incompetencia de los tribunales romanos para condenar a muerte llevó clara y directamente a los horribles intervalos revolucionarios, llamados Proscripciones, durante los cuales el derecho era formalmente suspendido por la sencilla razón de que la violencia partidista no podía hallar otro camino para la venganza que tanto ansiaba. Ninguna causa contribuyó tanto a la decadencia de la capacidad política del pueblo romano como esta suspensión periódica de las leyes, y, una vez que se hubo recurrido a ella, no dudamos en afirmar que la ruina de la libertad romana fue solamente cuestión de tiempo. Si la actividad de los tribunales hubiese proporcionado una salida adecuada a las presiones populares, las formas del proceso judicial habrían sido abiertamente corrompidas, como entre nosotros durante los últimos Estuardos, pero el carácter nacional no habría sufrido tan profundamente como lo hizo, ni la estabilidad de las instituciones romanas se habría visto tan seriamente afectada.
Mencioné otras dos singularidades del sistema criminal romano que son producto de la misma teoría sobre la autoridad judicial. Se trata de la extrema multiplicidad de los tribunales criminales romanos y la caprichosa y anómala clasificación de los crímenes que caracterizó a la jurisprudencia penal romana a lo largo de su historia. Se ha dicho que cada Quaestio, ya fuese perpetua o no, tenía su origen en un estatuto distinto. Derivaba su autoridad de la ley que la creaba; observaba rigurosamente los límites que su carta constitucional le prescribía y no abarcaba ninguna forma de criminalidad que dicha carta no definiera expresamente. Como los estatutos que constituían las varias Quaestiones eran sacados a la luz en emergencias particulares, dado que cada uno era aprobado para castigar un tipo de actos que las circunstancias del momento volvían particularmente odiosos o particularmente peligrosos, estas promulgaciones de ley no hacían la menor referencia unas a otras, ni tampoco estaban relacionadas por un principio común. Coexistían veinte o treinta diferentes leyes criminales, cada una con exactamente el mismo número de Quaestiones para administrarlas. Durante la República, no hubo ningún intento de fusionar en uno estos cuerpos judiciales distintos, o de dar una cierta simetría a las disposiciones de los estatutos que los nombraba y definía sus deberes. El estado de la jurisdicción criminal romana en este periodo mostraba cierto parecido a la administración de reparaciones civiles en Inglaterra en el periodo en que los tribunales ingleses de Derecho Consuetudinario todavía no habían introducido las aseveraciones ficticias en sus ejecutorias que les permitían rebasar el terreno propio de cada uno. Al igual que las Quaestiones, los Tribunales Superiores de Justicia (the Courts of Queen's Bench), los Tribunales Ordinarios (Common Pleas) y el Tribunal de Hacienda (Exchequer), eran todos emanaciones teóricas de una autoridad superior, y cada uno abarcaba casos que caían bajo su especial jurisdicción. El problema es que las Quaestiones eran muchas más de tres y era más difícil discernir los actos que caían bajo la jurisdicción de cada Quaestio que distinguir entre la competencia de los tres tribunales de Westminster Hall. La dificultad de trazar una línea exacta entre las esferas de las diferentes Quaestiones hacía de la multiplicidad de tribunales romanos algo más que un mero inconveniente; pues leemos con gran asombro que cuando no estaba claro bajo qué descripción general caían las supuestas ofensas de un individuo, podía ser acusado inmediata o sucesivamente ante varias comisiones diferentes, si por casualidad una de ellas se declaraba competente para condenarlo. Aunque el fallo de culpabilidad por parte de una Quaestio dejaba sin jurisdicción al resto, la absolución de una no podía aducirse como una razón válida ante la acusación de otra. Esto iba en contra del Derecho Civil romano, y es seguro que un pueblo tan sensible como el romano a las anomalías legales (o, como decían ellos mismos, a las inelegancias), no lo habrían tolerado por mucho tiempo si no hubiera sido que la historia de las Quaestiones hacía que las considerasen más como instrumentos temporales en manos de facciones que como instituciones permanentes para la corrección del crimen. Los emperadores pronto abolieron esta multiplicidad y conflicto de Jurisdicciones, pero es curioso que no acabasen con otra singularidad del derecho criminal que guarda una estrecha relación con el número de tribunales. Las clasificaciones de los crímenes que contiene el Corpus Juris de Justiniano son muy caprichosas. Cada Quaestio se había limitado, de hecho, a los crímenes cometidos bajo la jurisdicción que le otorgaba su carta constitucional. Estos crímenes, sin embargo, se habían clasificado juntos en el estatuto original porque se daba la casualidad de que exigían simultáneamente castigo en el momento de aprobarse. Por tanto, no tenían necesariamente nada en común; pero el hecho de que constituyesen el asunto peculiar de los juicios de una Quaestio en particular quedó naturalmente grabado en la atención pública, y tan inveterada se hizo la asociación entre las ofensas mencionadas en el mismo estatuto que, a pesar de los intentos formales de Sila y del emperador Augusto para consolidar el derecho criminal romano, el legislador conservó la vieja clasificación. Los estatutos de Sila y Augusto formaron la base de la jurisprudencia penal del Imperio y nada más extraordinario que algunas de las clasificaciones que le legaron. Bastará con dar un solo ejemplo: el perjurio era siempre clasificado junto con cortaduras, heridas y envenenamiento, sin duda a causa de una ley de Sila: la Lex Cornelia de Sicariis et Veneficis, que había otorgado jurisdicción sobre estas tres formas de crimen a la misma Comisión Permanente. Parece, asimismo, que esta agrupación caprichosa de los crímenes afectó el modo de hablar vernáculo de los romanos. La gente cayó en el hábito de designar todas las ofensas enumeradas en una ley de acuerdo al primer nombre de la lista, lo que indudablemente dio un estilo sui generis al tribunal legal encargado de juzgarlas. Todas las ofensas vistas por la Quaestia De Adulteriis serían, por tanto, denominadas Adulterios.
Me he extendido en la historia y características de las Quaestiones romanas porque la formación de una jurisprudencia criminal no se halla mejor ejemplificada en ninguna otra parte. Las últimas Quaestiones fueron añadidas por el emperador Augusto y desde entonces los romanos contaron con un derecho criminal tolerablemente completo. Paralelamente a su crecimiento, el proceso análogo había continuado -el que he denominado conversión de agravios en crímenes- pues, aunque la legislatura romana no acabó con la reparación civil en los casos de las ofensas más nefandas, ofrecía a la víctima la compensación que aquella con toda seguridad prefería. Sin embargo, aun después de que Augusto había completado su legislación, varias ofensas continuaron siendo consideradas como agravios que, en las sociedades modernas, son vistas exclusivamente como crímenes. Estos agravios tampoco se volvieron criminalmente castigables hasta una fecha posterior pero incierta, durante la cual el derecho comenzó a anotar un nuevo tipo de ofensas que las recopilaciones denominan crimina extraordinaria. Se trataba, sin duda, de un tipo de actos que la teoría de la jurisprudencia romana trataba meramente como agravios; sin embargo, el sentimiento creciente de la soberanía de la sociedad se rebelaba en contra del hecho de que el delincuente no recibiese más castigo que el pago monetario de los daños y, según el caso, parece haberse permitido a la persona agraviada, si así lo deseaba, demandarlos como crímenes extra ordinem, esto es, un modo de reparación que de una manera u otra se apartaba del procedimiento ordinario. La lista de crímenes del Estado romano, a partir del periodo en que los crimina extraordinaria fueron reconocidos por primera vez, debe haber sido tan larga como en cualquier comunidad del mundo moderno.
Carece de sentido describir minuciosamente el modo de administrar justicia criminal en el Imperio Romano, pero una cosa es importante: su teoría y práctica han ejercido un peso enorme en la sociedad moderna. Los emperadores no abolieron las Quaestiones de inmediato y, al principio, confiaron al Senado una extensa jurisdicción criminal, en el que, por muy servil que se mostrara, el emperador no era más que un senador como el resto. Pero el príncipe reclamó desde el inicio algún tipo de jurisdicción criminal colateral, y esto, a medida que disminuyeron los recuerdos de la República libre, tendió a ir en aumento a costa de los viejos tribunales. Gradualmente, el castigo de los crímenes fue transferido a los magistrados, nombrados directamente por el emperador, y los privilegios del Senado pasaron al Consejo Privado Imperial que se convirtió asimismo en el tribunal de apelación. Bajo esta influencia se formó la doctrina, familiar entre nosotros, de que el Soberano es la fuente de la justicia y el depositario de toda indulgencia. No fue tanto fruto de la creciente adulación y servilismo cuanto producto de la centralización del Imperio que, por esta época, se había perfeccionado. La teoría de la justicia criminal había completado el círculo y había llegado casi al punto del que había partido. Había comenzado en la creencia de que la comunidad colectiva tenía la responsabilidad de tomar en sus manos la venganza de los agravios hechos en su contra, y terminó en la doctrina de que el castigo de los crímenes pertenecía de una manera especial al soberano como representante y mandatario de su pueblo. La nueva idea difería de la antigua por el halo de veneración y majestad que la protección de la justicia otorgaba a la persona del soberano.
Este punto de vista tardío de los romanos acerca de la relación de soberano y justicia ayudó a evitar que las sociedades modernas pasasen por la serie de cambios de los que he hablado al trazar la historia de las Quaestiones. En el derecho primitivo de casi todas las razas que han poblado Europa Occidental existen vestigios de la noción arcaica de que el castigo de los crímenes pertenece a la asamblea general de hombres libres, y hay algunos Estados -se dice que Escocia es uno de ellos- en los que el origen de la judicatura existente puede ser trazado a un comité del cuerpo legislativo. Pero el desarrollo del derecho criminal se vio acelerado por dos causas: el recuerdo del Imperio Romano y la influencia de la Iglesia. De una parte, la tradición sobre la majestad de los Césares, perpetuada por la ascendencia temporal de la Casa de Carlomagno, rodeaba a los soberanos de un prestigio que un simple jefe bárbaro no podía haber adquirido de otro modo, y le comunicaba al más insignificante potentado feudal el carácter de guardián de la sociedad y representante del Estado. De otra, la Iglesia, en su deseo de poner fin a las atrocidades más sangrientas, trataba de obtener autoridad para castigar las fechorías más graves, y la encontró en los pasajes de la Sagrada Escritura que hablan aprobatoriamente de los poderes de castigo que detentaba el magistrado civil. Se apelaba al Nuevo Testamento para probar que los gobernantes seculares existen para inspirar terror a los malhechores y al Antiguo Testamento por dictar que El que a hierro mata, a hierro muere.
Creo que no hay duda alguna de que las ideas modernas sobre el asunto del crimen se basan en dos suposiciones mantenidas por la Iglesia en la Edad Media: primero, que cada gobernante feudal podía asimilarse a los magistrados romanos de los que hablaba San Pablo, y, segundo, que las ofensas que debía castigar eran las mismas que prohibían los Diez Mandamientos de Moisés o, más bien las que la Iglesia no reservaba bajo su propia jurisdicción. La herejía (supuestamente incluida en el primer y segundo mandamiento), el adulterio y el perjurio eran ofensas eclesiásticas y la Iglesia solamente admitía la cooperación del brazo secular para infligir penas más severas en casos de agravamiento extraordinario. Al mismo tiempo, enseñaba que el asesinato y el hurto en sus varios aspectos caían bajo la jurisdicción de los gobernantes civiles, no por su posición sino por mandato expreso de Dios.
Hay un pasaje en los escritos del rey Alfredo (Kemble, ii,209) que muestra con extraordinaria claridad la pugna de las distintas ideas que prevalecían en su época sobre el origen de la jurisdicción criminal. Alfredo la atribuye en parte a la autoridad de la Iglesia y, en parte, la del Witan y demanda la misma inmunidad contra las reglas ordinarias por traición al amo como la que el Derecho Romano sobre la Majestas había asignado por traición al César. Después de esto, escribe, sucedió que muchas naciones recibieron la fe de Cristo y se reunieron muchos Sínodos en la Tierra y entre la raza inglesa también, después de que hubieron recibido la fe de Cristo de manos de sus sagrados obispos y de su eminente Witan. Entonces ordenaron que, por la misericordia que Cristo había enseñado, los señores seculares, con su permiso, podían sin pecado recibir por cada delito el bot en dinero que ellos mismos ordenaran; excepto en casos de traición al señor, a la que no se atrevieron a asignar ninguna gracia porque Dios Todopoderoso no otorgaba ninguna a los que lo despreciaban, tampoco Cristo la otorgó a los que lo vendieron, y Él ordenó que un señor debía ser amado como Él mismo.
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